viernes, febrero 03, 2023

“Otra vez muerto de hambre”, de Lorrie Moore





La exmujer de Dennis se había enamorado de un hombre que, según ella, parecía salido de un libro. Dennis olvidó preguntarle de cuál. Estaba deprimido y apenas salía con nadie. «¿Debía haberle dicho: “Sí, ¿y de qué libro?”» Dennis siempre se quejaba por teléfono, lo cual no era nada sencillo, la complicación de los lamentos... Su amiga Mave se entretenía haciendo garabatos cuando hablaba con él, objetos sinuosos con facciones o un solitario tres en raya. A veces incluso lo interrumpía para preguntarle la hora. Mave tenía el reloj en la otra habitación.

 

—Pero, ¿sabes? —le decía Dennis—, dispongo de mis propios medios para vengarme: si quiere salir con otros hombres, se lo permitiré.

—Una venganza increíblemente poderosa —comentó Mave.

 

No se le daba bien hablar por teléfono. Necesitaba la cara, el modelo de unos ojos, una nariz, una boca temblorosa. Cuando hablaba por teléfono, tenía a menudo que improvisar la cara de Dennis a partir de una ventana: la nariz de boxeador del pomo, los ojos de las persianas, los labios del saliente del alféizar. O si no dibujaba un nuevo objeto sinuoso con facciones. Se supone que cuando la gente habla mira una cara, ese desastroso pastelito, ese escondite del corazón que pasa corriendo. Con el teléfono, se pronuncian las palabras, pero nunca se ven llegar. Vas a despedirlas al aeropuerto, pero nunca sabes si habrá alguien esperándolas cuando bajen del avión.

Quedaron para cenar en una especie de sitio macrobiótico porque Dennis se había obsesionado últimamente. Antes de que su esposa lo dejara, su concepto de comer sano era ir a McDonald’s y pedir el sándwich de pescado, pero en esos momentos tenía montones de libros sobre miso. Y sobre tempuras. Lo que más tenía, sin embargo, eran libros sobre amor. Creía que de esa manera estudiaba su propio corazón. Los hombres eran así, Mave se había percatado de ello. Les gusta mirarse en el espejo. Para las mujeres, los espejos son una tarea rutinaria: las mujeres se miran, fruncen el entrecejo, preparan el equipo y se van a trabajar. Pero para los hombres los espejos son sexo: los hombres establecen contacto visual con su propio reflejo, se desnudan con los ojos y se observan durante un tiempo sorprendentemente prolongado. Mave creía que el hecho de no ser capaz de ver la propia vida con claridad, de no poder examinarla con inteligencia, significaba que, con toda probabilidad, te hallabas en un punto muerto, algo que posiblemente era malo.

 

Aquel mes Dennis estaba leyendo libros escritos supuestamente para el público femenino, títulos como Sé realista, chica, sé realista y Por qué me odio.

 

—Esos libros son un horror —decía Mave—. Tanta gente bien adaptada acabará poniendo en peligro las artes de este país. Por no hablar de las profesiones. —Estudió la corbata torcida de Dennis, el ojo suave y desgarrado de la etiqueta—. Eliges ser una persona sana, y dejas demasiada buena gente detrás.

 

Pero Dennis decía que se sentía identificado, que los libros eran asombrosos, y buscó en la cartera que últimamente llevaba con él a todas partes y leyó unos pasajes en voz alta.

 

—Aquí —le dijo a Mave, que había llevado su propio whisky y estaba sirviéndoselo en un vaso de agua del que se había bebido toda el agua para dejar solamente el hielo. Había tenido que discutir con la camarera para conseguir el hielo—. Ah, no..., aquí —rectificó Dennis. Había encontrado otro pasaje de Por qué me odio y empezó a leerlo, en voz alta y con entonación, cuando de pronto rompió a llorar desconsolado, desde la profundidad de sus entrañas—. Dios, lo siento.

 

Mave empujó el vaso de whisky por encima de la mesa.

 

—No te preocupes —murmuró.

 

Él dio un trago y apartó el libro. Hurgó en la cartera y sacó un pañuelo de papel para sonarse.

 

—No me pongo así cuando estoy solo —comentó—. Hay gente responsable. —Dentro de la cartera, Mave vio una revista de actualidad con un titular que transmitía exasperación: ETIOPÍA: ¿POR QUÉ MUEREN DE HAMBRE ESTA VEZ? —. El aburrimiento es inhumano —dijo Dennis; su llanto se iba calmando. Señaló la revista—. Siempre que la cara articula un bostezo, se reduce la cantidad de sangre que circula por el pecho.

—¿Has terminado con mi copa?

—No. —Dio un trago más y se estremeció—. O sea, sí. —Y se la devolvió a Mave, y luego se secó la boca con una servilleta. Mave observó la cara de Dennis y se alegró de que nadie hubiese roto con ella recientemente. Cuando rompen contigo, te conviertes en una persona muy poco atractiva, y eso viene a confirmar todas las dudas que esa persona pudo haber albergado a la hora de plantearse si salir o no contigo—. Espera, sólo un sorbo más. —Alguien rompe contigo y gritas. Criticas, te marchitas y te ruborizas. Pides perdón a objetos sin vida y bebes cuando habías jurado que no lo harías. Das vueltas tarareando el tema de El valle de las muñecas, tocando todos los instrumentos a la vez, dilatándote en la estrofa de «tengo que irme, tengo que, debo...». No es bueno ponerse en peligro por culpa del amor. Puedes ponerte en peligro por comida, pero no por amor. El amor no es comida. El amor, pensaba Mave, es más parecido a los servicios del Ziegfeld: lavabos en los establos, una gran ocurrencia. Mave se esforzaba por olvidar muy rápidamente incluso el aspecto de los hombres con quienes había salido. Es lo que se denomina bloqueo defensivo—. Todo tuyo —añadió Dennis. En aquel momento sonreía. El whisky le había subido la sangre a la cara y le otorgaba un aspecto agradable.

 

Mave miró la carta.

 

—Aquí no hay ni espaguetis ni albóndigas. Me gustaría pedir el menú infantil con espaguetis y albóndigas.

—Vaya, eso me recuerda una cosa —dijo Dennis, moviendo con énfasis un dedo. Sin los libros y con el whisky en el cuerpo se mostraba más confiado—. ¿Te he dicho que el tipo que sale con mi mujer es italiano? Milanés, no de Brooklyn. ¿Qué crees que significa eso de que se enamore de un italiano?

—Significa que se sentirá constantemente desaliñada. Significa que él se dedicará a observar las bolitas de su blusa mientras ella le cuenta lo terrible que fue uno de los episodios de su infancia, aquel día en el que nadie asistió a su fiesta de cumpleaños. Afrontémoslo: empezará a echar de menos encontrarse pelos tuyos por todos los rincones.

—Mañana voy a cortármelo.

 

Mave se puso las gafas de leer.

 

—Esto no es un restaurante. En los restaurantes sirven cosas que no tienen nada que ver con esto.

—¿Sabes?, tengo que decirte una cosa sobre estos libros para mujeres. El énfasis que ponen en localizar y aceptar el lado homosexual que todos tenemos es muy fuerte. Sirve para liberar y expandir dentro de ti otro tipo de amor.

 

Mave lo miró y sonrió. Estaba volviéndose loca por culpa de sus brillantes mentes.

 

—¿Y tú la has localizado y aceptado?

—Bueno, me he dado cuenta de lo siguiente. Me gustan los chicos. Y me gustan las chicas. —Se inclinó para acercarse a ella y hacerle una confidencia—. Lo que no me gusta son las medias tintas. —Dennis volvió a coger el vaso de Mave—. Evidentemente, me encuentro en la ciudad equivocada. ¿Puedo? —Echó la cabeza hacia atrás y el hielo chocó contra sus dientes. El whisky resbaló por su barbilla—. Y bien, Mave, ¿con quién andas ennoviada últimamente? —Dennis empezaba a parecer borracho. Sus labios eran suaves y gruesos y los tenía abiertos como un monedero.

—¿Últimamente? —Había pocas formas como ésa de contar el tiempo.

—Estos últimos días.

—Estos últimos días. Éstos. Salgo de vez en cuando con Mitch.

 

Dennis bajó la frente y de algún modo su mano voló de la mesa, de manera que ambas, frente y mano, tropezaron en el aire dando como resultado un desagradable bofetón.

 

—¡Mitch! ¡Pero, Mave, si es un mujeriego!

—Pues necesitaba que me mujereasen. Estaba perdiendo mi resplandor.

—¿Sabes lo que parece? Parece que buscas todos los novios en las rebajas. Lo llamaremos Rebajas de Degradación. Inmolación por deseo.

—Mira, si necesitas que te mujereen, buscas un mujeriego. Yo ya no me tomo esas cosas en serio. He decidido olvidarme de la pinta de todo el mundo. Soy Rudolf Bing. He perdido la cabeza y ando de acá para allá por los Mares del Sur con el amante equivocado, y creo en ello. Pienso que cualquiera que tenga un lío amoroso es Rudolf Bing y que se equivoca si se imagina lo contrario... Oh, Dios mío, ese hombre del jersey está palpándole los ganglios linfáticos a su novia. —Mave dejó las gafas de leer y manoseó el bolso en busca de la botella de whisky. Era eso del hambre: abría en ti algo peligroso, algo infinito, como un universo, o un precipicio—. Lo siento. Tengo a Rudolf Bing en la cabeza. Lo tengo en la cabeza de verdad. Creo que todos somos casi como él.

—Casi como Bing enamorado —dijo Dennis. «Vaya día. Estoy de un humor muy extraño». Mave estaba echando un trago largo—. He estado escuchando demasiado esa cinta, En vivo en el Carnegie Hall.

—¡Música! ¡Hablemos de música! ¡O de la muerte! ¿Por qué siempre tenemos que hablar de amor?

—Porque nuestros padres eran unos tarados y nos morimos de hambre por él.

—¿Sabes lo que he decidido? Que no quiero que me incineren. Antes sí, pero ahora creo que me recuerda demasiado a una licuadora. He decidido que me embalsamen y que luego un cirujano plástico me ponga implantes por todos lados. Después quiero reposar en el bosque, como Blancanieves, con una lápida que diga: «Tengo que bailar».

 

El whisky bajaba dulcemente. Eso es lo que ocurre al cabo de un rato si no hay comida que ayude... Debe hacer por sí solo el trabajo de la comida.

 

—Ya está. Ya hemos hablado de la muerte.

—¿Eso es hablar de la muerte?

—¿Qué es «col berza»? No entiendo por qué no han venido aún a tomar nota. Ya sé que ahora está lleno, pero no lo estaba hace diez minutos. Tal vez sea por lo del hielo.

—¿Sabes qué más cuenta mi mujer del italiano? Dice que va por todos lados canturreando siempre la misma canción. ¿Sabes cuál?

Santa Lucia.

—No. La de La familia Adams: «Su casa es un museo, cuando va la gente a verlos...».

—¿Te ha contado eso tu mujer?

—Somos amigos.

—No me digas que son amigos. La odias.

—Somos amigos. No la odio.

—Crees que es una aprovechada y una prostituta. Está con un tipo de zapatos estupendos al que no se le mueve ni un pelo.

—Antes eras una persona agradable.

—No era una persona agradable. Sigo siendo una persona agradable.

—Este año no me gusta —dijo Dennis, de nuevo con los ojos llorosos.

—Lo sé —repuso Mave—. Ochenta y ocho. Es demasiado Sergio Mendes o algo así.

—¿Sabes?, no pasa nada por no ser una persona agradable.

—¿Necesito tu permiso? Gracias.

 

Eso era lo que Dennis había estado haciendo últimamente: conceder permiso a todo el mundo para sentirse como, de todas maneras, iba a sentirse. Eran los libros. La relación de Dennis con sus propios sentimientos se había tornado tierna, conservadora. Desmanteladora. Entomológica. Mave no podía ser así. Trataba su vida emocional igual que trataba el coche: la dejaba ir, dejaba que aguantase el tipo. A los amigos les decía cosas como «Ya sé que piensas que parece del setenta y nueve, pero en realidad es del ochenta y siete». No le importaba comprender su vida emocional; se limitaba a tirar hacia delante. Se trataba, pensaba, de asistir a su pobre teatro, en silencio, y de no levantarse a media función y gritar: «¡Oh, Dios mío, ¡se ve a la gente que trabaja detrás del escenario!». Llega un momento en que el estudio de una cuestión se convierte en algo aterrorizador e ingenuo.

 

—Pero, Dennis, de verdad, ¿por qué piensas tanto en el amor, en si alguien te quiere o no te quiere? Únicamente lees sobre eso, únicamente hablas de eso.

—Reúne en una habitación a toda la gente del mundo que se muere de hambre y te encontrarás con un montón de conversaciones en torno a la carne asada. ¿Crees que hablarían del Código Napoleónico? —La cara de Mave se iluminó, verdosa, fluorescente, con la sola mención de la carne asada. Miró por encima de Dennis y vio que por fin la camarera se acercaba a su mesa; avanzaba lenta, mezquinamente, con mala cara. Llevaba una servilleta de papel pegada en un zapato—. En serio... —continuaba Dennis, mirando con intención a Mave, pero ella sólo observaba a la camarera que se aproximaba. «Oh, vida, oh, maravilla, perdonados por lo del hielo...». Él agarró a Mave por la muñeca. Siempre había una urgencia. Y luego estaba el amor. Y luego había otra urgencia. Eran como sándwiches. Urgencia. Amor. Urgencia—. No te habrás quedado medio dormida, ¿no? —decía Dennis, cuya voz alcanzó a Mave en aquellos momentos, alta y acuosa—. Lo digo en serio, corrígeme si me equivoco, pero no creo que haya tenido esta conversación yo solo. —La cogió con más fuerza—. ¿O sí?

 

 

 

en Cuentos completos, 2020

























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