martes, febrero 07, 2023

“La segunda noche mar afuera”, de Frank Belknap Long





Cuando abandoné el camarote era más de medianoche. La cubierta superior estaba desierta por completo, y delgados mechones de niebla se cernían sobre las sillas de descanso y se enroscaban y desenroscaban alrededor de las barandillas brillantes. El aire estaba quieto. El barco avanzaba perezoso a través de un mar en calma, envuelto en niebla.

 

Pero la niebla no me importaba. Me recliné contra la barandilla y aspiré el aire húmedo, denso con decidida voracidad. La náusea casi insoportable, la penetrante desdicha física y mental se había ido, dejándome sereno y en paz. Era otra vez capaz de experimentar un agrado sensual, y el aroma del agua salada no podía cambiarse por perlas ni rubíes. Había pagado un precio exorbitante por lo que estaba a punto de disfrutar: cinco breves días de libertad y exploración en la hechizada, espléndida Habana, que me había prometido un agente de viajes emprendedor y, según yo esperaba, razonablemente honesto. Soy, en todos los aspectos, la antítesis de un hombre rico, y había desequilibrado de tal modo mi cuenta bancaria para satisfacer las demandas codiciosas de la Compañía de Viajes Loriland, que me había visto obligado a renunciar a satisfacciones realmente indispensables como el cigarro después de la cena y el jerez y el chartreuse libre de impuestos.

 

Pero estaba enormemente satisfecho. Me paseé por la cubierta e inhalé el aire húmedo, punzante. Había estado confinado en la cabina durante treinta horas debido a un mareo de mar más debilitante que la peste bubónica o una infección maligna, pero habiendo logrado escurrirme de su talón de hierro, estaba libre para disfrutar mis perspectivas, que eran envidiables y gloriosas. Cinco días en Cuba, con derecho a recorrer de arriba abajo el Malecón bañado por el sol en una limousine espléndidamente equipada, y una oportunidad para acariciar con mis ojos perspicaces los muros rosados de las cabañas y la Catedral Colón y La Fuerza, el gran almacén de Indias. Una oportunidad, también, de visitar los patios soleados, de remolonear junto a rejas de hierro, de beber refrescos a la luz de la luna en cafés al aire libre, de adquirir, incidentalmente, un desprecio español por los Grandes Negocios y la Vida Agobiante. Después a Haití, oscura y mágica; a las Islas Vírgenes y el arcaico, increíble puerto del Viejo Mundo de Charlotte Amalie, con sus casas de techos rojos sin chimeneas alzándose en hileras hacia las quietas estrellas; el Sargazo natural, el último puerto de cita inevitable de los peces arco iris, los muchachos zambullidores, las viejas naves con chimeneas blanqueadas por el sol y los marinos incurablemente borrachos. Un ópalo llameante incrustado en un anfiteatro de malaquita: su fascinación destellaba a través de la niebla gris y disipaba mi spleen norteño. Me apoyé contra la barandilla y soñé también con la Martinica, que vería en unos pocos días, y con las rameras hindúes y chinas de Trinidad. Y entonces, bruscamente, me atacó el mareo. La antigua y terrible enfermedad había regresado para atormentarme.

 

El mareo de mar, a diferencia de todas las otras dolencias importantes, es una enfermedad individual. No hay dos personas que sean afectadas exactamente por los mismos síntomas. Las manifestaciones van desde un leve malestar hasta un deterioro devastador de todas las facultades. Yo me veía afligido por los síntomas más graves que se pueda imaginar. Ahogado y jadeante, abandoné la barandilla y me hundí impotente en una de las tres sillas de descanso que quedaban sobre cubierta.

 

Por qué el camarero había permitido que las sillas quedaran sobre cubierta era un misterio que yo no podía sondear. Era obvio que había descuidado su deber, porque no era habitual que los pasajeros visitaran la cubierta de paseo después de medianoche, y el tiempo neblinoso hace estragos en el mimbre de las sillas de descanso. Pero estaba demasiado agradecido por los beneficios que su negligencia me había otorgado como para ser excesivamente crítico. Me despatarré por completo, gesticulando y jadeando, y tratando de convencerme fervorosamente de que no estaba tan enfermo como me sentía. Y entonces, de pronto, tomé conciencia de una fuente particular de incomodidad.

 

La silla exhalaba un olor malsano. Era inconfundible. Cuando me di vuelta y mi mejilla se apoyó sobre la madera mojada, barnizada, mi nariz fue atacada por un olor agrio y extraño, de potencia feroz, empalagosa. Era al mismo tiempo estimulante y repelente hasta lo indescriptible. En cierto sentido mitigó mi molestia física, pero también me inundó de una repulsión casi abrumadora, de un disgusto repentino, histérico y casi frenético.

 

Traté de alzarme de la silla, pero el vigor había desaparecido de mis miembros. Una presencia intangible parecía descansar sobre mí y aplastarme. Y entonces pareció caer el fondo de todo. No estoy hablando en broma. Ocurrió realmente algo por el estilo. La base del mundo cuerdo, familiar, desapareció, fue tragada. Me hundí. Abismos sin límites parecieron abrirse debajo de mí y quedé sumergido.

 

El barco, la cubierta, la silla, siguieron sosteniéndome, y, sin embargo, a pesar de la resistencia de esos símbolos externos de la realidad, yo flotaba en un vacío insondable. Tenía la ilusión de caer, de hundirme impotente a través de una eternidad de espacio. Era como si la silla de descanso que me sostenía hubiese pasado a otra dimensión sin abandonar el mundo familiar: como si flotara simultáneamente en nuestro mundo tridimensional y en otro mundo de dimensiones ajenas, desconocidas. Tomé conciencia de que me rodeaban formas y sombras extrañas. A través de oscuros abismos sin límites miraba continentes e islas, albuferas, atolones, enormes trombas marinas grises. Me hundía en una gran profundidad. Estaba sumergido en barro oscuro. Los límites sensoriales se disolvieron y el hálito de una corrupción activa sopló a través de mí, mordisqueando mis partes vitales y llenándome de un tormento extravagante. Estaba a solas en la gran profundidad. Y las formas que me acompañaban en mi absoluto aislamiento abismal eran arrugadas y negras y muertas, y hacían cabriolas delirantes con caritas de mono, con vísceras torrentosas y empapadas por el mar y ojos pútridos, sin pupila.

 

Y entonces, lentamente, la visión indecente se disolvió. Estaba otra vez en la silla, y la niebla era densa como siempre, y el barco avanzaba firme por el mar en calma. Pero el olor seguía presente: agrio, abrumador, repulsivo. Salté de la silla muy alarmado. Experimentaba la sensación de haber emergido de las entrañas de una intrusión enorme y ultraterrena: de haber agotado, en un solo instante, los recursos de la malignidad terrestre y de haberme comunicado con reservas intolerables, nunca tocadas.

 

He mirado sin temor los infiernos turbulentos, pululantes de demonios, completamente rodeado por las sombras de los primitivos italianos y flamencos. He soportado con calma la visión de los mayores castigos del Bosco y Lucas Cranach, y no he retrocedido incluso ante las peores perversidades de Brueghel el Viejo, cuyas gárgolas y espectros y demonios afrentosos son tan autosuficientes que supuran una malignidad desbordante y parecen a punto de estallar en pedazos y disolverse terriblemente en una espuma negra e intolerable. Pero ni siquiera El alma de los condenados de Signorelli, o Los caprichos de Goya, o las terribles formas marinas incrustadas de limo con cuerpos a medio unir y ojos muertos sin pupila, que se arrastran ciegamente por los mundos azules de hedor y decadencia de Segrelle eran tan enervantes y repulsivas como la temblorosa secuencia visual que había acompañado mi percepción del olor. Me sentía enorme y terriblemente sacudido.

 

De algún modo logré entrar al cálido y neblinoso interior del salón superior, y esperé, jadeante, que llegara el camarero de cubierta. Había apretado un botoncito etiquetado CAMARERO DE CUBIERTA en el entablado adjunto a la escalera central, y esperaba con frenesí que llegara antes de que fuera demasiado tarde, antes de que el olor de afuera se filtrara al salón enorme y desierto.

 

El camarero era un oficial diurno, y era un crimen capital sacarlo de la cama a la una de la mañana, pero yo necesitaba hablar con alguien, y como el camarero era responsable de las sillas, naturalmente pensé en él como en el blanco lógico de mi interrogatorio. Él sabría. Él podría explicar. El olor no le sería poco familiar. Podría explicar lo de las sillas… lo de las sillas… lo de las sillas… Me estaba volviendo histérico y desorientado.

 

Me enjugué la transpiración de la frente con el dorso de la mano y esperé con alivio que se acercara el camarero. Había aparecido de pronto en la punta de la escalera central, y parecía adelantarse hacia mí a través de una neblina azul.

 

Fue solícito en extremo, cortés en extremo. Se inclinó sobre mí y apoyó una mano con preocupación sobre mi brazo.

 

—Sí, señor. ¿Qué puedo hacer por usted, señor? ¿Se siente un poco descompuesto, quizá? ¿Qué puedo hacer?

 

¿Hacer? ¿Hacer? Aquello era horriblemente perturbador. Sólo pude balbucear:

 

—Las sillas, camarero. Sobre cubierta. Tres sillas. ¿Por qué las dejó allí? ¿Por qué no las entró?

 

No era lo que había pensado preguntarle. Había pensado interrogarlo acerca del olor. Pero la tensión, la conmoción me había confundido. Lo primero que se me ocurrió al ver al camarero erguido sobre mí, tan solícito y preocupado, fue que se trataba de un hipócrita y un bribón. Fingía preocuparse por mí y sin embargo, por pura perversidad, me había preparado la trampa que me había reducido a un despojo lamentable y desvalido. Había dejado las sillas en cubierta con deliberación, con una maldad cruel y mañosa, sabiendo todo el tiempo, sin duda, que algo las ocuparía.

 

Pero yo no estaba preparado para el cambio casi instantáneo que sufrió el aspecto del hombre. Fue terrible. Ofuscado como estaba, pude percibir en seguida que había cometido con él una injusticia grave, terrible. Él no lo sabía. Se le fue toda la sangre de las mejillas, y quedó con la boca abierta. Estaba inmóvil ante mí, desarticulado por completo, y por un instante creí que iba a derrumbarse desvalido sobre el piso.

 

—¿Usted vio… las sillas? —jadeó al fin.

 

Asentí.

 

El camarero se inclinó hacia mí y me apretó el brazo. La carne de su rostro carecía por completo de brillo. Desde el óvalo blanco como un pergamino sus dos ojos, inflamados de miedo, me miraban enloquecidos.

 

—Es la cosa negra, muerta —susurró—. La cara de mono. Yo sabía que volvería. Siempre sube a bordo a medianoche, en la segunda noche mar afuera.

 

Tragó saliva y me apretó aún más el brazo.

 

—Siempre sube en la segunda noche mar afuera. Sabe dónde guardo las sillas y las lleva a cubierta y se sienta en ellas. La última vez lo vi. Se retorcía en la silla… estirado y retorciéndose de modo horrible. Como una anguila. Se sienta en las tres sillas. Cuando me vio se levantó y arrancó hacia mí. Pero me alejé. Entré aquí y cerré la puerta. Pero lo vi por la ventana.

 

El camarero alzó el brazo y señaló.

 

—Allí. En esa ventana. Tenía la cara apretada contra el vidrio. Estaba toda negra y arrugada y carcomida. Una cara de mono, señor. Dios me ayude, la cara de un mono muerto, arrugado. Y mojada… goteando. Yo estaba tan asustado que no podía respirar. Me quedé parado y gruñí, y entonces eso se alejó.

 

Tragó saliva.

 

—El doctor Blodgett fue desfigurado, arañado hasta morir, a la una menos diez. Oímos los aullidos. La cosa regresó, supongo, y se quedó sentada en las sillas durante treinta o cuarenta minutos después de apartarse de la ventana. Después bajó al camarote del doctor Blodgett y tomó sus prendas. Fue horrible. Al doctor Blodgett le faltaban las piernas y tenía la cara hecha pulpa. Había marcas de garras en todo su cuerpo. Y las cortinas de su litera estaban empapadas en sangre.

 

»El capitán me dijo que no hablara. Pero tengo que contárselo a alguien. No puedo evitarlo, señor. Tengo miedo: tengo que hablar. Esta es la tercera vez que sube a bordo. La primera vez no se llevó a nadie, pero se sentó en las sillas. Las dejó todas húmedas y viscosas, señor: todas cubiertas con un limo negro, hediondo.

 

Yo lo miraba atónito. ¿Qué estaba tratando de contarme aquel hombre? ¿Estaba trastornado por completo? ¿O yo me sentía demasiado aturdido, demasiado enfermo como para captar todo lo que él decía?

 

Siguió como un loco.

 

—Es difícil de explicar, señor, pero esta nave es visitada. En cada viaje, señor: en la segunda noche mar afuera. Y en cada ocasión se sienta en las sillas. ¿Entiende?

 

Yo no entendía con claridad, pero murmuré un débil asentimiento. Mi voz era espantosamente trémula y parecía llegar desde el costado opuesto del salón.

 

—Algo allí afuera —jadeé—. Fue terrible. Allá afuera, ¿entiende? Un olor terrible. Mi cerebro. No puedo imaginar qué me pasa, pero me siento como si alguien me apretara el cerebro.

 

Me pasé los dedos por la frente.

 

—Algo aquí… algo…

 

El camarero parecía comprender a la perfección. Asintió y me ayudó a ponerme en pie. Él aún seguía obsesionado por lo que había contado, aún seguía horriblemente perturbado, pero pude sentir que también estaba ansioso por calmarme y asistirme.

 

—¿Camarote Dieciséis D? Sí, por supuesto. Tranquilo, señor.

 

Me había tomado del brazo y me guiaba hacia la escalera central. Apenas podía mantenerme erguido. Mi decrepitud era tan evidente, en verdad, que el camarero se vio movido por la compasión a desplegar una cortesía casi heroica. En dos ocasiones tropecé y habría caído si el brazo con que me guiaba no me hubiese rodeado los hombros y alzado mi busto doblegado.

 

—Sólo unos pasos más, señor. Eso es. Tómese su tiempo. Eso no tendrá mayores consecuencias, señor. Se sentirá mejor cuando esté adentro, con el ventilador en marcha. Tómese su tiempo, señor.

 

Cuando llegamos a la puerta de mi camarote, hablé en un susurro ronco al hombre que estaba junto a mí.

 

—Ahora me siento bien. Lo llamaré si lo necesito. Solo… déjeme… entrar. Quiero acostarme. ¿Esta puerta se cierra con llave desde adentro?

—Caramba, sí. Sí, por supuesto. Pero tal vez sería mejor que le trajera un poco de agua.

—No, no se moleste. Solo… déjeme, por favor.

—Bueno, de acuerdo, señor.

 

El camarero se retiró de mala gana.

 

El camarote estaba muy oscuro. Me sentía tan débil que me vi obligado a apoyarme con todo mi peso contra la puerta para cerrarla. Lo hizo con un leve chasquido y la llave cayó al piso. Me agaché de rodillas con un gruñido y tanteé temeroso la blanda alfombra. Pero la llave me eludía.

 

Maldije y estaba por alzarme, cuando mi mano se topó con algo fibroso y duro. Pegué un salto hacia atrás, jadeando. Después, mis dedos se deslizaron frenéticos sobre aquello, en un esfuerzo febril por descubrir qué era. Era… sí, sin duda, un zapato. Y surgiendo de él, un tobillo. El zapato se apoyaba firme sobre el piso del camarote. La carne del tobillo, bajo el calcetín que la cubría, estaba muy fría.

 

Estuve de pie un instante, caminando en círculos como un animal enjaulado por las estrechas dimensiones del camarote. Mis manos se deslizaron por las paredes, el techo. ¡Santo Dios, ojalá el botón de la luz eléctrica no siguiera esquivándome!

 

Pronto mis manos encontraron una excrecencia gomosa sobre el liso panel. La apreté con decisión y la oscuridad desapareció para revelar a un hombre sentado bien derecho sobre una banqueta del rincón: un hombre corpulento, bien vestido, que se agarraba de un asidero y parecía perfectamente tranquilo. Sólo su rostro era invisible. Su rostro estaba oculto por un pañuelo: un gran pañuelo que obviamente había sido colocado allí a propósito, tal vez como protección contra las corrientes de aire bastante heladas que entraban por el ojo de buey abierto. Era obvio que el hombre dormía. No había respondido a los tirones de mis manos sobre sus tobillos en la oscuridad y ni siquiera en ese momento se movió. El resplandor de las lamparillas eléctricas sobre su cabeza no parecía molestarle en lo más mínimo.

 

Experimenté un alivio repentino y agobiante. Me senté junto al intruso y me enjugué el sudor de la frente. Aún me temblaban todos los miembros, pero la serena apariencia del hombre que estaba junto a mí resultaba tremendamente tranquilizadora. Otro pasajero, sin duda, que había entrado en un compartimiento equivocado. No sería difícil librarse de él. Un simple golpecito en el hombro, seguido de una explicación amable, y el intruso se iría. Una acción sencilla, si yo podía contar con el vigor necesario para actuar con decisión. Me sentía horriblemente decaído, increíblemente débil y enfermo. Pero al fin reuní la energía suficiente como para tender la mano y darle al intruso un golpecito en el hombro.

 

—Lo siento, señor —murmuré—, pero ha entrado en un camarote equivocado. Si yo no me sintiera un poco descompuesto, le pediría que se quedara y fumara un cigarro conmigo, pero, entiéndame, yo… —con un retorcido intento de sonrisa le di otro golpecito nervioso al extraño—. Preferiría estar a solas, así que si no le importa… lamento haberlo despertado.

 

Percibí de inmediato que me adelantaba a los hechos. No había despertado al extraño. El extraño no se movía, ni siquiera agitaba con su respiración el pañuelo que ocultaba sus rasgos.

 

Experimenté una renovada alarma. Tendí mi mano trémula y tomé una punta del pañuelo. Era un acto afrentoso, pero tenía que saber. Si el rostro del intruso concordaba con el cuerpo, si era sereno y familiar, todo marcharía bien, pero si por cualquier motivo…

 

El fragmento fisonómico revelado por la punta alzada no era tranquilizador. Con un respingo de miedo arranqué el pañuelo por completo. Por un instante, sólo por un instante, contemplé aquel semblante oscuro y repulsivo, con sus enormes, cadavéricos ojos, viscosos y malévolos, su chata nariz simiesca, las orejas peludas y la gruesa lengua negra que parecía proyectarse hacia mí desde la boca. El rostro se movía mientras lo observaba, se retorcía y contorsionaba asquerosamente, mientras la cabeza misma cambiaba de posición, volviéndose levemente hacia un costado y revelando un perfil aún más bestial y gangrenoso y obsceno que el impacto que producía el semblante.

 

Me encogí contra la puerta en un espanto frenético. Sufría como sufre un animal. Mi mente, privada por la conmoción de toda capacidad de formar conceptos, retrocedió agónica y por instinto a un nivel bestial de conciencia. Sin embargo, a través de todo aquello, una parte misteriosa de mi ser siguió horriblemente atenta. Vi que la lengua entraba de nuevo a la boca con rapidez; vi las líneas de los rasgos arrugarse y ablandarse, hasta que un momento después, desde la boca babeante y los ojos ciegos y blancos, empezaron a gotear hilos delgados de sangre. Un instante después la boca era un tajo rojo en un borroso horror casi líquido: un tajo que se ensanchaba con rapidez y se disolvía en un amorfo flujo carmesí. El horror se disolvía terrible y repulsivamente en la materia sustentadora de toda la vida.

 

* * *

 

El camarero necesitó casi diez minutos para lograr que me recobrara. Se vio obligado a forzar cucharadas de brandy entre mis dientes bien apretados, a bañarme la frente con agua helada y a masajearme, casi con salvajismo, las muñecas y los tobillos. Y cuando por fin abrí los ojos, se negó a mirarlos. Era obvio que quería que yo descansara, permaneciera quieto, y parecía desconfiar de su propio equipo emocional. Sin embargo, tuvo la bondad de enumerar las medidas que habían contribuido a mi restablecimiento y de instruirme en relación a los restos.

 

—Las prendas estaban cubiertas de sangre… empapadas, señor. Las quemé.

 

Al día siguiente fue más locuaz.

 

—Eso llevaba las prendas del caballero que murió en el último viaje, señor: llevaba las cosas del doctor Blodgett. Las reconocí al instante.

—Pero por qué…

 

El camarero sacudió la cabeza.

 

—No sé, señor. Tal vez lo salvó que usted subiera a cubierta. Tal vez lo salvó que usted subiera a cubierta. Tal vez el ser no podía esperar. Partió un poco después la última vez, señor, y era más tarde que entonces cuando lo visité en su camarote. El barco debe de haber superado la zona de eso, señor. O tal vez el ser cayó dormido y no pudo regresar a tiempo, y es por eso que se… disolvió. No creo que se haya ido de una vez por todas. Había sangre en las cortinas del camarote del doctor Blodgett y me temo que siempre se va de ese modo. Regresará en el próximo viaje, señor. Estoy seguro —carraspeó.

—Me alegro de que me llamara. Si hubiese ido directamente a su camarote, tal vez eso estaría usando las prendas de usted en el próximo viaje.

 

La Habana no logró hacer que me recobrara. Haití fue un negro horror, un repulsivo pantano de sombras amenazantes y desolación extranjera, y en la Martinica no pude tener una sola hora de sueño tranquilo en mi cuarto del hotel.

 

 

 

en Weird Tales, octubre de 1933

























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