sábado, diciembre 31, 2022

«Carpe diem», de Horacio

Traducción de Esteban Torre




No preguntes –no es lícito– los plazos que a ti, que a mí, Leucónoe, 
nos han dado los dioses, ni consultes las tablas babilonias.
¡Cuánto mejor es recibir con calma cualquier cosa que ocurra! 
Quizás muchos inviernos, o quizás uno solo, guarda Júpiter 
para domar en los acantilados al bravo mar Tirreno.
Bebe tu vino, y en el breve espacio de la vida no pongas 
una larga esperanza. Mientras hablamos, envidioso, el tiempo 
huye: goza el ahora, y no confíes mucho en el mañana.



en La poesía de Grecia y Roma, 1998











viernes, diciembre 30, 2022

“Hojas caídas”, de Henry David Thoreau





Alrededor del seis de octubre, las hojas sue­len empezar a caer, en sucesivos chaparrones, tras una lluvia o una helada; pero la principal cosecha de hojas, el summum del otoño, suele ser alrededor del dieciséis. Alguna mañana de esa fecha, quizá nos encontremos con la ma­yor helada nunca vista y, cuando empieza a soplar el viento matinal, las hojas caen a cha­parrones más densos que nunca. Forman repentinamente un lecho o una alfombra espesa sobre el suelo que, con la suave brisa o incluso sin viento alguno, tiene la forma y el tamaño del árbol de arriba. Algunos árboles, como el nogal americano, parecen desprenderse de sus hojas instantáneamente, como un soldado que baja las armas ante una orden. Y las del nogal americano, como aún son amarillas brillantes, aunque marchitas, reflejan un resplandor lu­minoso desde el suelo donde yacen. Caen por todas partes al primer toque de la varita má­gica del otoño y suenan como gotas de lluvia.

 

Por el contrario, después de un tiempo hú­medo y frío, notamos la cantidad de hojas que han caído durante la noche, aunque aún no sea el toque que hace caer las hojas del arce del Canadá. Las calles están cubiertas por una capa espesa de trofeos, y las hojas caídas de los olmos crean un pavimento oscuro bajo nues­tros pies. Tras uno o varios días especialmente cálidos del veranillo de San Martín, percibo que es el calor inusual lo que provoca, más que nada, la caída de las hojas, quizá cuando no ha habido ni lluvia ni heladas durante un tiempo. El calor intenso las madura y marchita repentinamente, igual que ablanda y pone a punto a los melocotones y otras frutas y las hace caer.

 

Las hojas del arce rojo tardío, brillantes aún, están esparcidas sobre la tierra, con frecuencia un fondo amarillo con manchas rojas, como manzanas silvestres, pero sólo conservan esos colores sobre la tierra uno o dos días, espe­cialmente si llueve. Cruzo por pasos elevados rodeados de árboles por doquier, todos des­nudos y oscuros, después de haber perdido su ropaje brillante; pero allí yace, casi tan brillante como siempre, a un lado del suelo, di­bujando una figura tan regular como antes so­bre el árbol. Preferiría decir que observo los árboles así, estirados sobre la tierra, como una sombra de color indeleble, que me invitan a buscar las ramas que los sostienen. Una reina se sentiría orgullosa de caminar sobre estos ár­boles gallardos que han extendido un manto brillante sobre el lodo. Veo unos carros pasar por encima de ellos como una sombra o un re­flejo, y a los cocheros prestarles tan poca aten­ción como antes a sus sombras.

 

Los nidos de los pájaros en los arándanos y otros arbustos, y en los árboles, ya están lle­nos de hojas marchitas. Han caído tantas en el bosque, que una ardilla no puede correr tras una nuez sin que la oigan. Los niños las rastrillan en las calles, sólo por el placer de tratar con un material tan fresco y crujiente. Algunos barren los senderos y los dejan es­crupulosamente limpios, para quedarse a mi­rar el siguiente soplo que esparza nuevos tro­feos. El suelo está cubierto por una capa espesa y el Lycopodium lucidulum de pronto parece más verde allí en medio. En bosques densos, las hojas cubren a medias las charcas de quince a veinte metros de largo. El otro día, apenas pude encontrar un manantial que conocía bien, y hasta llegué a sospechar que se había secado, porque estaba completa­mente oculto bajo las hojas recién caídas. Y, cuando las aparté y aquél quedó a la vista, fue como golpear la tierra con la vara de Aarón para que apareciera un nuevo manantial. Los terrenos húmedos junto a los pantanos pare­cen secos cubiertos de hojas. En uno de ellos, donde estaba investigando, creía que iba a pi­sar sobre una orilla frondosa, y metí el pie en el agua a más de treinta centímetros de pro­fundidad.

 

Cuando voy al río al día siguiente de la gran caída de hojas, el dieciséis, me encuentro con mi barca toda cubierta, fondo y asientos in­cluidos, por las hojas del sauce dorado bajo el que está amarrada, y zarpo con una carga que cruje bajo mis pies. Si la vacío, mañana volverá a estar llena. No las considero desperdicios que haya que tirar, sino que las acepto como paja o una esterilla apropiada para el fondo de mi carruaje. Cuando entro en la embocadura del Assabet, que es boscoso, toda una flota de hojas me recibe en la superficie, como si estu­vieran saliendo del mar, con espacio para dar bordadas; pero, junto a la orilla, un poco más allá, son más espesas que la espuma y casi lle­gan a ocultar el agua a lo ancho de cinco me­tros, debajo y entre los alisos, los cefalantos y los arces, perfectamente secas aún, livianas y con la fibra tensa; y, en un recodo rocoso, donde se reúnen y el viento de la mañana las detiene, a veces forman una especie de media luna amplia y densa que cruza casi todo el río. Cuando viro la proa hacia allí y la ola que forma las golpea, oigo el placentero susurro que producen estas sustancias secas al entre­chocar unas con otras. A menudo es sólo esta ondulación lo que permite ver el agua que hay debajo. Este susurro también delata cada mo­vimiento de la tortuga de bosque en la orilla. Incluso en medio del canal, cuando aumenta el viento, las oigo silbar con un susurro. Más arriba, giran y giran lentamente en un gran re­molino que forma el río, a la altura de las coníferas, donde el agua es más profunda y la co­rriente las arrastra a la orilla.

 

Tal vez, por la tarde de aquel día, cuando las aguas están perfectamente calmas y llenas de reflejos, remo con suavidad por el brazo prin­cipal y, río arriba por el Assabet, llego a una caleta silenciosa, donde inesperadamente me veo rodeado por millares de hojas, como si fueran compañeras de viaje con el mismo pro­pósito, o falta de propósito, que yo. Mirad esa gran flota de hojas-barco dispersas entre las que remamos por la bahía de este río plano, cada una de ellas curvada hacia arriba gracias al talento del sol, cada nervadura rígida, como las canoas de piel, con todos los posibles dibujos, probablemente como la barca de Caronte navegando entre las demás, algunas con proas y popas elevadas, como los majestuosos navíos de la antigüedad, que avanzaban despa­cio sobre las aguas mansas, o como las densas ciudades flotantes chinas, en las que uno se pierde como al entrar en alguna feria de Nueva York o de Cantón, por lo abigarrado del conjunto. ¡Con qué suavidad han sido de­positadas sobre las aguas! Sin ninguna violen­cia, aunque, quizá, algunos corazones palpi­tantes estuvieron presentes en la botadura. Hay también patos coloridos, el espléndido pato americano, que a menudo sale a navegar entre las hojas pintadas, corbetas de un mo­delo aún más noble.

 

¡Qué saludables tisanas habrá ahora en los pantanos! ¡Qué generosos aromas medicinales de las hojas en descomposición! La lluvia que cae sobre las hierbas y las hojas recién secadas que llenan las charcas y las zanjas en las que han caído limpias y rígidas pronto se conver­tirá en una infusión —tés verdes, negros, ma­rrones y amarillos, de todos los grados de intensidad—, con fuerza suficiente para poner a toda la naturaleza a cotillear. Las bebamos o no, estas hojas, antes de que se extraiga toda su sustancia, secadas en la gran tetera de la natu­raleza, tienen unos tonos tan delicados y pu­ros como los que han hecho famosos a los tés orientales.

 

¡Cómo se mezclan todas las especies, robles y arces, castaños y abedules! Pero la natura­leza no se recarga de ellas; es un perfecto granjero que las almacena a todas. ¡Imaginad qué inmensa cosecha es derramada cada año sobre la tierra! Ésta, más que ningún grano o semilla, es la gran recolección del año. Los ár­boles devuelven a la tierra con intereses lo que han tomado de ella. Están a punto de añadir una capa de hojas a la profundidad del suelo. Mientras converso con un hombre que me habla sobre el azufre y los costes de trans­porte, pienso que de esta bella forma la natu­raleza obtiene el mantillo. Gracias a esta des­composición todos somos más ricos. Me interesa más este cultivo que el césped inglés o el grano. Prepara el humus virgen para futuros maizales y bosques con los que la tierra prospera. Mantiene nuestra casa en buenas condiciones.

 

En cuanto a diversidad de belleza no hay cultivo que pueda comparársele. Aquí no se trata sólo del mero amarillo de los granos, sino casi de todos los colores que conocemos, sin exceptuar el azul más brillante: el arce tem­prano ruborizado, el zumaque venenoso enarbolando sus pecados escarlata, la morera, el rico amarillo cromado de los álamos, el rojo brillante de los arándanos que pinta el fondo de las montañas. Los toca la helada y, con el soplo más ligero del retorno del día o la sacu­dida más leve sobre el eje de la tierra, ¡mirad qué lluvia de colores cae de ellos! La tierra está engalanada. Y, a pesar de todo, las hojas siguen viviendo allí en el suelo, a cuya fertilidad y vo­lumen contribuyen, y en los bosques de los que vienen. Caen para elevarse, para subir más alto en los próximos años, por medio de una química sutil, trepando por la savia a los árbo­les y a los primeros frutos que caen de los ár­boles jóvenes, trasmutadas al fin en una corona que, al cabo de los años, las convierte en el monarca de los bosques.

 

Es agradable caminar sobre este lecho de hojas fresco y crujiente. ¡Con qué belleza se retiran a su sepultura! ¡Con qué suavidad ya­cen y se convierten en mantillo, pintadas de mil colores, perfectas para ser el lecho de no­sotros, los vivos. Así desfilan hacia su última morada, ligeras y juguetonas. No caen sobre las hierbas, sino que corretean alegres por la tierra, eligen un terreno, sin vallas de hierro, susurrando por todos los bosques de los alre­dedores. Algunas eligen el sitio donde hay hombres que yacen debajo enmoheciendo y se reúnen con ellos a medio camino. ¡Cuántas re­volotean antes de descansar en silencio en sus tumbas! Ya han volado tan alto que vuelven al polvo con enorme satisfacción y se depositan allí abajo, resignadas a yacer y a descompo­nerse al pie del árbol para ocuparse de la ali­mentación de las nuevas generaciones de su especie y volver a ondear en lo alto. Nos ense­ñan a morir. Uno se pregunta si llegará el mo­mento en que los hombres, con su presuntuosa fe en la inmortalidad, yazcan con la misma elegancia y madurez, y, en un veranillo de San Martín como aquél, se desprendan de sus cuerpos como de sus cabellos y sus uñas. Cuando caen las hojas, toda la tierra se con­vierte en un agradable cementerio al que en­trar. Me encanta pasear y cavilar sobre sus se­pulturas. Aquí no hay epitafios vanos. ¿Y qué si uno no tiene su sepulcro en Mount Auburn? La tumba seguramente estará preparada en algún rincón de este extenso cementerio, consagrado desde tiempos inmemoriales. Aquí no hace falta asistir a una subasta para asegurarse un sitio. Hay suficiente lugar. Las prímulas florecerán y el pájaro de los aránda­nos cantará sobre vuestros huesos. El leñador y el cazador serán vuestros sacristanes, y los niños pisarán los canteros tanto como quie­ran. Entremos en el cementerio de las hojas... el auténtico cementerio de la floresta.

 

 

 

en Colores de Otoño, 2011



























jueves, diciembre 29, 2022

Entrevista a Pelé, de Maurizio Fontana




(1940-2022)

 
¿Quién ha sido el mejor futbolista de la historia?
Probablemente uno fue el mejor de todos, jugó en Brasil y lo llamaron O Rei do Futbol.

¿Pero los niños dicen que es Kaká e Ibrahimovic?
No puedo creerlo. Pero, después de todo, el fútbol es, para los más pequeños y por suerte, sólo eso: pura diversión, bridas sueltas detrás de una pelota e imaginación.

¿Qué jugadores resaltaría usted?
Eso es algo difícil de decir, porque la gente siempre recuerda al gran delantero, al goleador… Sin embargo, ha habido grandes campeones entre los defensas y porteros: Beckenbauer, Jascin, Nesta... Sería una lista muy larga.

¿Y quién fue el más difícil de vencer?
Definitivamente, Bobby Moore y Beckenbauer. Porque no sólo eran fuertes, sino también muy inteligentes.

¿Cuándo nació Pelé, y dejó usted de ser Edson Arantes?
Cuando tenía 7 u 8 años, jugando al fútbol en las calles de Sao Paulo.

¿Y cómo sucedió?
Mi padre también era futbolista, llamado Edson, y en ese momento vivíamos en Bauru, en el estado de Sao Paulo. Yo también me llamaba Edson, y estaba orgulloso de llevar ese nombre. Sin embargo, un día me equivoqué al pronunciar correctamente algunas palabras, y los niños con los que jugaba en la calle empezaron a burlarse de mí, y empezaron a llamarme Pelé, nombre que significa lisiado. Eso me ofendió, y yo les respondí: «No me llamo así. Mi nombre es Edson», y me peleé con ellos. El hecho es que esos mismos niños iban a mi colegio, y así fue como todos, por burla y para enojarme, empezaron a llamarme «Pelé, Pelé, Pelé».

Cuando era niño, ¿alguien dijo: este niño nunca será campeón?
En realidad no. Pero te cuento un hecho curioso. Durante el Mundial de 1958, la selección de Brasil llevó también a un psicólogo, por primera vez. Se llamaba João Carvalhaes, y en el vestuario empezó a hacer entrevistas, investigaciones y estudios, hasta que finalmente dijo al entrenador: «Pelé es demasiado joven para jugar en la Copa del Mundo». Según él, ni siquiera Garrincha podía salir al campo, por ser un niño bastante ruidoso (¡con 22 años!). En resumen, su consejo fue: ni Pele ni Garrincha para la selección. Afortunadamente, el entrenador sabía cómo mirar más allá, y me seleccionó aunque tuviera 17 años.

¿Qué se necesita para ser un campeón?
En primer lugar, respetar tu cuerpo. Y en segundo lugar nunca pensar en ser el mejor. En el momento en que creas que tú eres el mejor, llegará otro mejor que tú, sin duda alguna.

¿Quién le enseñó a usted a jugar al fútbol?
Mi padre. Él fue mi primer maestro de fútbol, y sobre todo el maestro de mi vida. Dios me dio el don de saber jugar al fútbol, y todo lo que he conseguido es enteramente un regalo de Dios. No obstante, mi padre me enseñó a usar ese don de Dios, la importancia de estar siempre bien preparado, y que además de saber jugar bien tenía que hacerlo.

Veo que es usted religioso.
Mi padre me enseñó a ser un hombre, y unos valores que he tenido el privilegio de compartir con tres papas. Por esos valores me considero un hombre muy afortunado, así como por haber podido conocer y recibir la bendición de Pablo VI, Juan Pablo II y Benedicto XVI. Con esos tres papas he podido hablar sobre la vida y sobre Dios, y todavía mantengo las fotos que ellos me enviaron desde el Vaticano. Fueron encuentros muy importantes para mí, y de ellos estoy muy feliz. Se quedaron grabados en mi corazón.

¿Cuánto costaría hoy Pelé?
Pelé no tendría precio.

Pero a usted también intentaron comprarlo.
Efectivamente, recibí propuestas del Real Madrid, Milán, Inter y Juventus. Y recuerdo que Agnelli había abierto la fábrica de Fiat en Brasil y quería pagarle al Santos con acciones de Fiat. Pero el Santos fue un gran equipo para mí y jugamos muy bien. No quise dejarlo. Sólo al final de mi carrera fui a Estados Unidos, al Cosmos, por dos temporadas y a un campeonato que sólo duraba 6 meses.

¿Qué piensa de los fichajes de hoy día?
Es difícil hacer una comparación con otras épocas o momentos diferentes. Pero hoy día, el joven comienza a jugar al fútbol pensando cuánto dinero podrá ganar, sin importarle dónde juegue. Un futbolista va al Real Madrid y besa la camiseta. Al día siguiente cambia de equipo y besa la nueva chaqueta jurando amor eterno. En realidad, solo aman a quienes más les pagan. Y todo esto es peligroso para el futuro del deporte.

Efectivamente, el Real Madrid es el gran protagonista del mercado. ¿Que piensa de eso?
Sólo sé que no es justo ni democrático, pues al final el grande siempre se come al más pequeño. Quizás sea esto normal hoy día, pero es peligroso para el fútbol.

¿Qué eliminaría usted del fútbol actual?
La violencia, que es una plaga que desafortunadamente caracteriza a nuestra sociedad. Si la violencia estuviera relacionada con el mundo del fútbol, realmente la eliminaría. No obstante, tanto en el ámbito del fútbol como en el ámbito de la vida, el mundo entero está cambiado para bien, y yo veo más integración. Y si no, piense en aquel Mundial de 1958, cuando sólo Brasil tenía jugadores negros. Este es un signo tangible de una gran transformación social.

¿Cuál debería ser el papel del deporte, en este mundo cambiante?
El deporte ayuda a que los niños crezcan más sanos, y los mantiene alejados de las drogas y situaciones de malestar social. Si pensamos en fútbol, podemos considerar que la FIFA tiene más países afiliados que la ONU. Quiero decir que el fútbol se las arregla para llegar donde la política falla. Pues igual que en el fútbol, piense en cuántos millones de deportes podrían practicarse en el mundo. El deporte es realmente un factor de agregación muy fuerte.

¿Es el momento de Brasil, para unas Olimpiadas?
Los Juegos Olímpicos han viajado por el mundo entero, pero nunca han tocado América del Sur. Creo que Brasil está listo. Ahora mismo, vengo de visitar Olimpia, y de promocionar allí la candidatura de Río, en el lugar donde nacieron los Juegos Olímpicos.

¿Qué Mundial es el que más lleva en su corazón?
Yo diría que todos, pues cuando ganas, siempre tienes buenos recuerdos. Pero si tuviera que elegir, diría que el Mundial de 1970, porque es el único en el que participé jugando las clasificaciones, las rondas eliminatorias y las etapas finales. Dos años en total. Por eso lo siento de forma especial. Lamento que en la final venciéramos a Italia, pero ése es el Mundial que más amo.

Más de 1.280 goles. ¿Cuál ha sido el más emocionante?
Creo que fue el número 1000, que anoté en el Maracaná el 19 noviembre 1969, en un Santos contra el Vasco da Gama. Porque por primera vez mis piernas temblaron frente al disco, ¡y eso que era un penalti! Pero el mundo entero estaba esperando ese objetivo, y en ese momento sentí todo el peso de la responsabilidad, y que no podía fallar. Y pensar que en ese estadio marqué goles de regate, de revés, de cabeza y de mil maneras… Ese penalti fue realmente especial. Recuerdo que un periodista dijo que Dios había preparado el juego para que mi objetivo número 1000 coincidiera con un penalti, pues de ese modo, todo el mundo podría detenerse a mirarlo.

Fue el momento en que dijo usted que «los brasileños cuidasen de sus hijos». ¿Aceptó Brasil esa apelación?
Fue una frase que fluyó de mi corazón, y era como si Dios mismo me empujara a decir esas palabras. Hoy día, los niños de esa época, que conocí personalmente en la calle, son papás. Pero, lamentablemente, poco han cambiado. Todavía hay mucha violencia en Brasil, quizás demasiada.

¿Cómo ve usted la situación en Brasil?
En cierta ocasión me tuve que subir a la cabina del capitán Michele de Gregorio, a bordo del barco Costa Serena, como signo de solidaridad en favor de los niños enfermos y desfavorecidos en Brasil. Con eso lo digo todo.

¿Qué diría a los jóvenes que se deciden por el fútbol?
Que no jueguen pensando cuánto dinero ganarán ni dónde le pagarán más, sino que amen a sus equipos.



en  L'Osservatore Romano, el 9 julio 2009














miércoles, diciembre 28, 2022

“Dolor”, de María Negroni





Una fuente de agua donde debo llamear por mí misma hasta que todo se apague mucho, como si estuviera agonizando, casi un cuerpo sin boca ni ojos ni corazón ni etcétera, lanzado a su propia turbulencia en cero beatitud. Otra vez Eros, quién si no –cerca de mí y lejos de mí– irresistible bicho. ¿Qué hacer para amar sus heridas doquier? Mi casa bebe enardecida y animales erróneos por toda partitura.

 

 

 

en Archivo Dickinson, 2018


























martes, diciembre 27, 2022

“verano o disección”, de Fernanda García Lao





ahí voy de nuevo

a sumergirme en ese lago

en el que habita

mi ser intermitente

estoy llena de otros

nado feliz entre mis almas

y después

nos secamos al sol

destilando el pasado

 

la niña tiempo

se enreda

como un alga en el fondo

y hay que ayudarla

a salir

para devorarla

entera

 

 

 

en Carnívora, 2016


























lunes, diciembre 26, 2022

«La vida inmortal», de Píndaro

Traducción de Esteban Torre



 

Alma mía, no aspires a la vida inmortal; 
pero agota las fuentes de todo lo posible.




en La poesía de Grecia y Roma, 1998

















domingo, diciembre 25, 2022

«El salto de papá», de Martín Sivak

Fragmento inicial





UNO. FINAL
 
Antes de tirarse de palito de un piso dieciséis, papá se despidió de la clase obrera argentina. 

Un grupo de albañiles que levantaba el hotel Hyatt a treinta metros no le retribuyó el saludo. Intentó detenerlo con gritos cuando puso el pie derecho sobre el alféizar de la ventana. El diario Crónica los consignó en su edición de la tarde:

«¡Cuidado, loco, te vas a matar!»
«No, no, no»
«¡Entrá para adentro!»
«¿Qué hacés, flaco? No te tirés»

Les mostró la palma derecha y una media sonrisa. Soltó un berrido y se dejó caer. 

Había llegado al departamento de su padre Samuel para la hora del almuerzo del miércoles 5 de diciembre de 1990. En Posadas, como lo llamábamos por el nombre de la calle donde quedaba, siempre me incomodaron el olor a desodorante de ambientes y los muebles excesivos que atesoraban parte de la memoria familiar. 

Según consta en el expediente judicial, se sirvió un vaso de Coca-Cola y fumó uno de sus sesenta cigarrillos diarios. 

En cambio, en actas no quedó asentado que llamó a nuestra casa y pidió hablar con mi hermano Gabriel, al que siempre llamamos «Gabito», y conmigo. Pero no estábamos. A Lily, la empleada doméstica, le deseó buen viaje a Santiago del Estero. 

Se encerró con llave en la habitación que había sido de su hermano menor, Horacio. Después de cinco o diez minutos, ya sin el saco, se asomó a la ventana.

Algunos vecinos del edificio de Posadas al 1120 escucharon los gritos de los obreros. Un fotógrafo de la revista Gente llegó antes que la ambulancia del servicio público SAME. Captó su cara enrojecida y las pupilas fijas, pero no el flamante cráter en el césped. 

El cafetero de la esquina hizo las primeras declaraciones a los periodistas: «Era el presidente del banco, salía en la tele seguido y era hermano del empresario que mataron. Me parece que lo hicieron boleta». 

Los forenses sólo encontraron el hueso occipital sano. Consignaron que había muerto por un paro cardíaco. El juez Roberto Marquevich caratuló la causa «muerte sospechosa de criminalidad», pero dio a entender a la prensa que se había tratado de un suicidio.

Clarín interpretó el tema en un recuadro de su tapa del 7 de diciembre: 

Liquidan el banco de Sivak 
Creen que el empresario se suicidó por eso

En la nota interior del miércoles 6, el gran diario argentino incluyó una foto del edificio de Posadas con una flecha punteada con el recorrido del cuerpo, mismo recurso que usaba en la década de 1950 para mostrar el recorrido de la pelota en las páginas de fútbol. La Nación publicó el perfil titulado «Notorio, a partir de un lamentable hecho»: aludía al secuestro y asesinato de su hermano mayor Osvaldo. El semanario Noticias apostó por la ficción: especuló con un tumor maligno jamás detectado y ligó su suicidio con el levantamiento militar que había fracasado esa semana. 

Papá se mató el día en que el Banco Central formalizó la quiebra de su banco, último sobreviviente de un conjunto de empresas de la familia que medio siglo atrás había fundado Samuel, el dueño de Posadas, gracias a unos fondos del Partido Comunista local y a su habilidad para los negocios. Por esas horas el presidente George Bush (padre) empezaba su visita a la Argentina, mientras caía el Eurocomunismo. Papá moría —murió— marxista-leninista, como se había reivindicado siempre.

No dejó una carta, ni un borrador o notas sueltas. Nada, ni una sola palabra. 



2017















sábado, diciembre 24, 2022

“Al volver del monte de la guirnalda de flores en un día de invierno”, de Wu Tsao





Durante todo el regreso, contemplo las

Montañas. Con las revueltas

De la carretera, las montañas cambian

De sitio. Al caer la noche, la

Niebla se convierte en lluvia racheada

En los estrechos pasos de tablas

Por sobre los precipicios y las flores

De carrizo brillan blancas en el

Ocaso movidas por la brisa lastimera.

 

Las tumbas de hace mil años

Forman altos montículos. ¿Cuántas

Son las lápidas rotas? ¿Cuántos

Los huesos humanos enterrados? ¿Cuántos

Los allegados llorosos? La nieve

Llega volando hasta el hogar al rojo

Y lo enfría. Millones de años

De decadencia nos esperan, con la

Destrucción que reduce a cenizas.

 

 

 

en El barco de las orquídeas (Antología), 2007


























viernes, diciembre 23, 2022

«El color de una búsqueda», de Raúl Andrés Cuello





En su naturaleza esencial, y como lo había definido 
Leonardo, el arte sigue siendo cosa mentale
― Jean Cassou


Soy pintora. De profesión. Esto quiere decir que solo me es posible observar el mundo desde el lugar que impone la simetría de un trazo o la huella de un color. Por supuesto que hay momentos en los que resulta necesario alejarse de estos usos para llevar a cabo una vida más o menos normal; es decir que debo, obligadamente, dejar de lado paralelas y perpendiculares, paños extendidos, el olor de una u otra tinta en vías de insertarme en el espacio de los otros. En esos momentos, que son pocos, sin embargo, me la paso bebiendo, lo cual me produce un ideal de ensoñación o encantamiento que se parece, las más de las veces, al trance creativo. Bien mirado, se podría decir que jamás dejo de ocupar mi lugar natural ya que al alejarme, a través del alcohol, me voy acercando al punto de partida. Parece un movimiento en el que anida un falso desplazamiento, similar a un punto fijo en el que giro formando una espiral. O a la inversa: se trata acaso de una espiral que me trae siempre al mismo origen. Pienso que a veces tiene que ver con un deseo, tal vez una pulsión, que es lo que al final me empuja de nuevo hacia el comienzo. Al origen del origen. Puede que esto no sea más que una impresión producto del movimiento pendular que va de uno a otro estado; en todo caso la mía es, lo que se dice, una vida moldeada por el vicio y la profesión. O por el vicio de la profesión. Si bien me deleita el gozo de mi síntoma, debo admitir que lo que parecía imposible sucedió y creo que al fin pude exorcizar esta marea inercial.

Estaba yendo hacia la terraza, lugar donde se encuentra el atelier, cuando sin un motivo aparente me tropecé frente a un lienzo inspirado en una escena rural de Gerlinde Krauß, dándome de lleno contra él; en ese momento y a través de un contacto idiota e inusitado con el material pude alcanzar el justo grado de lucidez que me ayudó, por un lado, a dar el nivel de complejidad que buscaba al tono general de la obra y, por el otro, a sacarme del embotamiento propio de mi commedia dell’Arte privada. 

Detecté que esta autora naif usaba un verde característico, colindante con el fosforescente, una propiedad que tienen ciertos materiales para irradiar en ese específico punto del espectro; por lo general se trata de minerales y plantas no habituados a la luz natural, así es que en el momento de recibirla la acumulan devolviendo sobre su superficie el registro faltante. Lo paradójico de todo esto es que el mineral más abundante y que se utiliza como base para ese verde se halla en una región en donde el sol jamás falta. «Cómo es posible», se preguntaría alguien despierto, «que en una zona con exceso de sol se encuentre un material de estas características». La respuesta la da el hecho de que el mineral se adhiere a la cara interna de la montaña por cuyos habitáculos interiores fluyen las vertientes del deshielo que reflejan, a su vez, la poca luz que incide sobre la superficie, haciendo que se exprese con mayor intensidad que en cualquier otra parte. El tratarse de un material de difícil acceso y de raras características elevó a la tarea a una empresa de cierto esfuerzo, con algunas dosis de riesgo. Además, nadie que yo conociera lograría acercarme ese mineral de base clave para componer mi pigmento. Por último sentí que debía alejarme un poco de esa atmósfera viscosa propia del oficio cuyo nudo gordiano no lograba deshacer. Revisé entonces mis cuentas y ajusté un plan de actividades para lograr mi cometido: mi próximo destino sería Mendoza.

Imaginé que lo usual mientras durara el viaje sería asentar el paisaje como lo hacían los viejos naturalistas; podría llevar algunos cuadernos, pinceles o carbonillas que facilitasen su inmediata captación. Me figuré frescos hechos al calor de un impulso, con un golpe de vista que guarda una exacta equidistancia entre el objeto de interés y el plano de registro. A medida que el ómnibus se acercara a mi destino iría conectando los diversos cortes geográficos de esa flora díscola que se impone en los márgenes del trayecto. Pero como lo usual es el síntoma de la doxa, decidí irme por la negativa: para que un paisaje sea captado en su más clara pureza es necesario acercarse a él oblicua, lateralmente, apuntando a la sombra para tener una chance de dar en el blanco.

En algún lugar había leído que los más altos logros de la verosimilitud decimonónica no se debían al contacto directo con los fenómenos naturales sino, por el contrario, a referencias descritas en novelas o enciclopedias. Una aventura de tintes heroicos en la isla de Borneo, con sus inequívocas referencias topográficas y su tipicidad local, se desarrollaba a partir de un dibujo aproximativo y una sucinta descripción proveniente de un manual. Una puede pensar que en aquel tiempo no era sencillo acceder a las fuentes de las que bebían los viajados enciclopedistas; para ellos, algo que se presentaba como una limitación, era en realidad una oportunidad: en ese margen, en esa ruina, la falta de la falta posibilitaba la invención.

Me senté un momento y comencé a divagar, imaginando cómo sería ese viaje, qué peculiaridades inherentes tendría, qué sería, acaso, lo que iba a develarme. Tomé un lápiz que tenía cerca y en un gastado paspartú esbocé un dibujo cuyos contornos revelaban un relieve recursivo. Entendí que a medida que una viaja hacia el oeste la altitud aumenta y la presión disminuye, entonces el plano del horizonte se arquea levemente hacia arriba, lo que le otorga una suerte de ángulo positivo. Como jamás estuve en Mendoza me puse a ensayar las formas de su cielo: ¿eran recurrentes las nubes? ¿guardaban siempre la misma topología o se modificaban? ¿hacia dónde las llevaba el viento? 

Entremezclé el celeste de un crayón con trazas del amarillo de una barra de azufre; la técnica la había aprendido en el taller del maestro Maillard: se parte del borde del crayón para que la cera se adhiera, luego al azufre se lo muele y se lo imprime con el dedo, manteniendo unos segundos la presión para que logre asentarse de manera excéntrica; así, además de impregnar lo que estamos usando, se crean leves ondulaciones en la base empleada. Como se trataba de un material de por sí poroso fue posible ver rastros de amarillo en cada uno de los microscópicos canalículos. Para las nubes, lo que hice fue jugar a la sustracción; en donde estuviesen no habría nada, entonces fui borrando al azar algunas partes de cielo. Más allá en el espacio debían verse las montañas con sus picos recortados en base a la altitud, en esas montañas podía adivinarse el verde que buscaba para mi obra. ¿Cómo se habrá generado ese verde?

Hace poco, en un catálogo de Christie’s di con una autora afgana que armaba módulos de obras en dos dimensiones que se conectaban a través de un motivo; este motivo podía ser una gama específica, un nombre, o un símbolo cualquiera como un ave o una cavidad subterránea. Cuando una las veía por separado, cada parte no decía mucho, pero luego de la disposición aparentemente final se iba resignificando el conjunto, construyendo una nueva variante de sentido, dejando siempre algo abierto a un nuevo encastre, lo que lo asimilaba al acto de escribir. 

Siguiendo esta base lo que hice fue tomar dos papeles de distinto origen y dibujar dos pendientes de una montaña; en uno plasmé el relieve solo y, en el otro, como en una radiografía, detallé sus pasajes internos, sus recortes e irregularidades. Y por supuesto, remarqué en verde el objeto de mi fetiche. 

Se me antojó tomar algo, la inmersión en el oficio deja pocos espacios a la respiración creativa. Días atrás compré la caja de un vino que jamás había visto y que según una amiga hace parte de la tradición que acontece a la rivera derecha del Ródano: me comentó que se trataba de un corte de Syrah y Viognier cuya cofermentación produce lo que se conoce como côte-rôtie. Al abrirlo subió hasta mi nariz el aroma de un fermento que antecede a su elaboración; parecía una exhibición en la cual el calor modula la expresión de un producto que lucha contra los condicionantes de su suelo. Cuando lo serví pude notar la variedad de su hechura en la cual ciertos matices del ambarino Viognier se cuelan por sobre el pálido reflejo del Syrah. En algún punto, este desenvolvimiento invitó a pensar en los dones que se cruzaban en el ensayo colorimétrico previo, cosa que me hizo sonreír.

Con los primeros sorbos sentí que el cuerpo se ablandaba, la respiración bajaba su frecuencia y las facciones de mi rostro se iban aflojando. Ajusté la intensidad de la luz para darle al plano general del cuarto una atmósfera serena; todo se acomodaba a una situación no anticipada de relax creativo en donde me sería más sencillo descubrir lo que estaba buscando. Miré en derredor y pude notar que los ejercicios de estilo habían dado vuelta la casa: la mesa estaba frente a la pared, las sillas desperdigadas por doquier, algunas hojas habían planeado por el recinto dibujando en su movimiento un rompecabezas indescifrable. Por suerte la copa y el vino yacían estoicos frente a mi obra de modularidad potencial sin correr peligro. Me serví una copa más, casi llevándola a tope y me senté un rato, tal vez haciendo esto entraría en el honesto trance creativo. A cada sorbo dejaba pasear el vino por mi boca en un juego de irregularidades rítmicas de inefable descenso hacia la glotis. «¡Qué lindo es beber!», grité en voz alta sabiendo que los vecinos, a esa hora, no llegarían a oírme.

Me levanté de nuevo para poner un disco; de mi última mudanza me quedaba un rezago que heredé de mi viejo; antiguos ejemplares de Creedence, de Vivencia y de Brassens se apilaban en el rincón. Le saqué el polvo a uno de Leo Ferré y esperé a que empezara. Fui a hasta la cocina a buscar otra botella aguardando expectante la aparición de una cadencia que llegó tras la tenue melodía del comienzo; cuando volví apareció una vez más la chanson, es decir, su espíritu: la melancolía de una vida entregada a lo poético me embargaba con su pregnancia mientras giraba el sacacorchos, el ruido del destape junto al movimiento de la mano inclinando la botella y su posterior gluglú junto al peso creciente de una copa, lograron con justeza dar en la diana de un estilo. Era ahí adonde quería llegar. Sabía que en esos vericuetos solipsistas, ensayos de autoengaño perpetrado por nosotros, se escondía la fuerza de una voluntad que antecede a la idea. La espesura de ciertos movimientos son caras al entendimiento humano aunque en un proceso retardado; al igual que esquirlas de un meteorito pretérito quedan desperdigadas por doquier, solo diciendo que algo verdadero pasó por ahí, algo cuya autenticidad es solo fragmentaria ignorando sin duda que mientras el fragmento permanezca un resto de la sabiduría nos será delegada. 

Veía las cosas bajo una nueva luz que me decía que no necesitamos conocer a fondo un fenómeno sino dar con los puntos de unión que proyectan su esencia; como en las sombras chinescas en las que vemos una cosa acabada, existen figuras varias que permanecen inéditas al espectador; lo que lleva a pensar en una paradoja lateral: si un objeto de tres dimensiones proyecta uno de dos, ¿dónde está el de cuatro que nos provee de forma?

Volví al módulo inacabado dejando atrás mi aventura alcohólica y sus consabidas especulaciones salvajes; el talante del cuadro me parecía familiar y precisamente no lo otorgaba el hecho de que hubiera salido de mi propia mano. No. El cuadro cargaba con la esencia de una práctica que se efectúa iterativamente. Acerqué la luz. Revisé con cuidado las acentuaciones del paisaje y las impresiones que como huellas dactilares van dejando marcadas las diferentes caras del espacio. Todo parecía efectuado con la soltura propia de lo etéreo, generando una continuidad inesperada, un tanto ingenua, pero sin dudas con restos de vida a la vista. Era acaso su soplo lo que me convocaba, o tal vez los matices, o el grafito del lápiz, etc. Di unas vueltas por el cuarto, volviendo cada tanto al cuadro original que disparó el ejercicio. La escena rural de Krauß no se parecía en nada a lo que yo había imaginado que podría ser Mendoza, pero sin embargo había una traza, un pathos que hermanaba el par. 

Fui de uno a otro cuadro para revisar particularidades y encontrar referencias, acaso escondidas, que pasen desapercibidas a un primer vistazo. Habían figuras, sobre todo de cielo, que se asemejaban, pero seguía sin ser eso. Seguí revisando y revisando y como en un golpe de efecto retardado recaí en lo más obvio; en cierta forma una siempre vuelve a los viejos sitios cuyos puntos ciegos nos retrotraen al lugar de la carta robada. 

Corrí por las escaleras hacia el desván. En una esquina plagada de suciedad y restos de kipple descansaba la desvencijada valija que vino en los barcos, como la gente de mi país, y que usaba para dejar obras que carecían de importancia. La tomé y volví con la misma intensidad con la que me había ido, desplomándome tontamente de nuevo, dejando en mi caída que la valija volara y se estallara frente a una pared. Su contenido pobló la habitación de punta a punta, construyendo un paisaje donde todo se solapaba y se confundía en cuanto a su origen. En el epicentro del caos se revelaba mi respuesta: en cada una de esas obras se encontraba el verde del cuadro original pero ensayado a través de un compuesto diferente. Siempre el mismo verde, el mismo tipo de verde. Tomé de nuevo el ensayo mimético, mojando el pincel con el pigmento conocido, pasándolo otra vez por el mismo lugar, marcando con fuerza su sitio de origen. Me senté para entender. Me senté para olvidar. Y seguí pintando, seguí pintando…



















jueves, diciembre 22, 2022

“Paisaje con ruinas”, de Manuel Illanes





Fragmento 96

 

Y el Arcángel desciende y se encarna en cada una de las piezas del museo Anahuacalli y sus representaciones de seres humanos, animales y vegetales, tocados por la vara de la divinidad, que les da una vida sideral, desgajada de la rugosa realidad. Esculturas de todo tipo, máscaras, retratos, platos de cerámica, muñecas, vasos trípodes, sellos, fragmentos desprendidos del follaje del Árbol del Tiempo, que es el Árbol de la creación y la destrucción. Traspasados por una luz diáfana, tersa, como aquella que ilumina la nube de mariposas que revolotea en el bosque ubicado detrás del museo, que contemplo desde la azotea del edificio, una vez terminado el recorrido. Una luz que se extiende en el Anáhuac desde hace dos milenios y más.

 

 

 

en Paisaje con ruinas, 2021


























miércoles, diciembre 21, 2022

«El renacido», de Michael Punke

Fragmento / Traducción de Graciela Romero



 
Cuando volvió a la gran cabaña encontró a la anciana ciega tal como la había dejado, chupando la mazorca de maíz. Caminó hacia el caldero, llenó de caldo la taza metálica y la puso junto a ella en el camastro. El cachorro, desconcertado ante el aroma de su camarada que se asaba en el fuego, se agazapó a los pies de la mujer. La mujer también podía oler la carne. Tomó la taza y tragó el caldo en cuanto la temperatura se lo permitió. Glass volvió a llenar la taza, esta vez agregando pequeños trozos de carne que cortó con la navaja. Llenó la taza tres veces antes de que la anciana dejara de comer y se quedara dormida. Le ajustó la manta para cubrirle los hombros huesudos.

Fue hacia el fuego y comenzó a comer el perro asado. Los pawnee consideraban al perro una delicia; mataban ocasionalmente un canino de la misma manera en que los hombres blancos sacrificaban de vez en cuando un lechón. Glass prefería el búfalo sin duda, pero en su actual estado, el perro estaba bastante bien. Sacó maíz de la olla y lo comió también, reservando el caldo y la carne hervida para la mujer.

Había comido por una hora cuando la anciana gritó. Glass fue rápidamente a su lado. Ella repetía algo una y otra vez. «He tuwe he... He tuwe he...». Esta vez no hablaba con el tono temeroso de su canto de muerte, sino con una voz tranquila que buscaba con urgencia comunicar una idea importante. Las palabras no significaban nada para Glass. Sin saber qué más hacer, tomó la mano de la mujer. Ella la apretó débilmente y la llevó a su mejilla. Se quedaron así por un rato. Sus ojos ciegos se cerraron y se quedó dormida.

En la mañana estaba muerta.

Glass pasó la mayor parte de la mañana construyendo una tosca pira funeraria con vista al Missouri. Cuando terminó, volvió a la gran cabaña y envolvió a la anciana en su manta. La cargó hasta la pira, mientras el perro los seguía lastimeramente como un extraño cortejo. Al igual que la pierna herida, el hombro de Glass sanó bien en las semanas que transcurrieron desde la batalla con los lobos. Aun así, hizo un gesto de dolor al levantar el cuerpo para llevarlo a la pira. Sintió las conocidas y desconcertantes punzadas en la columna. Su espalda seguía preocupándolo. Con suerte, estaría en el Fuerte Brazeau en unos cuantos días. Ahí, alguien podría curarlo adecuadamente.

Se quedó un momento junto a la pira; las antiguas tradiciones volvían a él de un pasado distante. Por un momento, se preguntó qué palabras habrían pronunciado en el funeral de su madre, qué palabras habrían pronunciado para Elizabeth. Se imaginó un montículo de tierra recién removida junto a una tumba abierta. La idea de un entierro siempre le había parecido agobiante y fría. Le gustaba más la tradición india de poner los cuerpos en alto, como si los pasaran a los cielos.

El perro gimió de pronto y Glass se giró rápidamente. Cuatro indios montados cabalgaban hacia él con lentitud, a una distancia de menos de setenta metros. Por sus ropas y cabello, Glass supo de inmediato que eran sioux. Entró en pánico por un instante, calculando la distancia que lo separaba de los gruesos árboles del despeñadero. Recordó su primer encuentro con los pawnee y decidió quedarse en su lugar.
Había pasado más de un mes desde que los tramperos y los sioux fueron aliados en el sitio contra los arikara. Glass recordó que los sioux habían renunciado a la pelea en desacuerdo con las tácticas del coronel Leavenworth, un sentimiento que compartían los hombres de la Compañía Peletera de Rocky Mountain. «¿Aún se conservarán los restos de esa alianza?». Así que se quedó ahí, fingiendo tanta seguridad como le fue posible, y observó a los indios aproximarse.

Eran jóvenes; tres apenas superaban la adolescencia. El cuarto era un poco mayor, quizá tendría unos veinte años. Los guerreros más jóvenes avanzaron con cautela, con sus armas listas, como si se estuvieran acercando a un animal extraño. El mayor cabalgaba por delante de los otros. Llevaba un fusil London, pero sostenía el arma con indiferencia, con el cañón sobre el cuello de un enorme semental buckskin. El animal tenía una marca grabada en el anca: «E. U.» «Es uno de los de Leavenworth». En otras circunstancias, Glass podría haberse divertido por la desgracia del coronel.

El sioux mayor refrenó su caballo a metro y medio de Glass, estudiándolo de pies a cabeza. Luego miró más allá, a la pira. Se esforzó por entender la relación entre aquel hombre blanco destrozado y sucio y la anciana arikara muerta. Desde la distancia lo habían visto esforzarse para colocar su cuerpo en el andamio. No tenía sentido.

El indio meció la pierna para cruzar el lomo del enorme semental y se deslizó ágilmente al suelo. Caminó hacia Glass, penetrándolo con sus ojos negros. Glass sintió que se le encogía el estómago, aunque enfrentó la mirada sin hacer un solo gesto.

El indio logró sin esfuerzo lo que Glass se sentía obligado a fingir: un aire de absoluta seguridad. Su nombre era Caballo Amarillo. Era alto, de más de metro ochenta, con hombros cuadrados y una postura perfecta que acentuaba un cuello y pecho poderosos. En su cabello trenzado llevaba tres plumas de águila, con marcas que simbolizaban los enemigos que había matado en la batalla. Dos bandas decorativas corrían por el sayo de ante que cubría su pecho. Glass notó lo intrincado del trabajo, con cientos de púas de puercoespín entretejidas y teñidas de brillantes colores bermellón e índigo.

Cuando estuvieron frente a frente, el indio se acercó y extendió la mano hacia el collar de Glass, examinando la enorme garra de la osa mientras la giraba entre sus dedos. La dejó caer; el movimiento de sus ojos seguía el trazado de las cicatrices que surcaban el cráneo y la garganta de Glass. Lo empujó ligeramente en el hombro para darle la vuelta y examinó las heridas bajo su camisa desgarrada. Les dijo algo a los otros tres mientras miraba la espalda de Glass, quien escuchó a los otros guerreros desmontar y acercarse, y luego hablar con entusiasmo mientras tocaban e investigaban su espalda. «¿Qué pasa?».

La fuente de la fascinación de los indios eran las profundas heridas paralelas que se extendían por toda la espalda de Glass. Los indios habían visto muchas heridas, pero nunca algo así. Los profundos tajos estaban vivos, infestados de gusanos.

Uno de los indios se las arregló para atrapar un gusano blanco que se retorcía entre sus dedos. Lo sostuvo para que Glass lo viera. Glass gritó horrorizado, arrancándose los restos de la camisa, estirándose inútilmente para tocar las heridas que no estaban a su alcance, y luego cayendo sobre las manos y las rodillas, teniendo arcadas ante la repugnante idea de esa horrible invasión.

Pusieron a Glass en un caballo, detrás de uno de los jóvenes guerreros, y se alejaron cabalgando de la aldea arikara. El perro de la anciana comenzó a seguirles detrás de los caballos. Uno de los indios se detuvo, desmontó y persuadió al perro de que se acercara. Con el lado sin filo de una pequeña hacha, le aplastó el cráneo, tomó al animal por las patas traseras y cabalgó para alcanzar a los demás.



2002














martes, diciembre 20, 2022

“Quienes vienen de lejos”, de Endre Ady





Somos los hombres que llegan siempre tarde,

somos los hombres que vienen desde lejos.

Nuestro caminar es cansado y triste, siempre,

somos los hombres que llegan siempre tarde.

Ni siquiera sabemos morir en paz.

Cuando aparece el rostro de la lejana muerte,

nuestras almas salpican un tam tam de llamas.

Ni siquiera sabemos morir en paz.

Somos los hombres que llegan siempre tarde.

Jamás vamos a tiempo con el éxito,

con nuestros sueños, nuestro cielo, nuestro abrazo.

Somos los hombres que llegan siempre tarde.

 

 

 

en Antología, 1987

Traducción de Carlos Almonte

 

 

 

Who come from far away

We are the men who are always late, / we are the men who come from far away. / Our walk is always weary and sad, / we are the men who are always late. / We do not even know how to die in peace. / When the face of distant death appears, / our souls splash into a tam tam of flame. / We do not even know how to die in peace. / We are the men who are always late. / We are never on time with our success, / our dreams, our heaven, or our embrace. / We are the men who are always late.

 

























lunes, diciembre 19, 2022

«Bajo la lluvia, en el frío, de noche». Carta de Ángel Di María




Campeón del Mundo 2022 con la Selección Argentina


Me acuerdo cuando recibí la carta del Real Madrid. La rompí antes de abrirla.

Esto pasó en la mañana de la final del Mundial 2014, exactamente a las 11. Yo estaba sentado en la camilla a punto de recibir una infiltración en la pierna. Me había desgarrado el muslo en los cuartos de final, pero con la ayuda de los antiinflamatorios ya podía correr sin sentir nada. Les dije a los preparadores estas palabras textuales: «Si me rompo, déjenme que me siga rompiendo. No me importa. Sólo quiero estar para jugar».

Y ahí estaba, poniéndome hielo en la pierna, cuando el médico Daniel Martínez entró al cuarto con un sobre en la mano y me dijo: «Ángel, mirá, este papel viene del Real Madrid». «¿Cómo? ¿Qué me estás diciendo?», le dije.

Me contestó: «Bueno, ellos dicen que no estás en condiciones de jugar. Y nos están forzando a que no te dejemos jugar hoy».

Inmediatamente entendí lo que estaba pasando. Todos habían escuchado los rumores de que el Real quería comprar a James Rodríguez después del Mundial, y yo sabía que me querían vender para hacerle lugar a él. Así que no querían que su jugador se rompiera antes de venderlo. Era así de sencillo. Ese es el negocio del fútbol que la gente no siempre ve.

Le pedí a Daniel que me diera la carta. Ni siquiera la abrí. Solamente la rompí en pedacitos y le dije: «Tirala. El único que decide acá, soy yo».

No había dormido mucho la noche anterior al partido. En parte porque los hinchas brasileños habían estado tirando fuegos artificiales y petardos durante toda la madrugada, pero incluso aunque hubiera estado todo en silencio, creo que igual no iba a poder dormir. Es imposible explicar la sensación que uno tiene antes de una final de un Mundial, cuando todo lo que alguna vez soñaste se te pasa por delante de tus ojos.

Sinceramente quería jugar ese día, incluso si se terminaba mi carrera. Pero tampoco quería hacerle las cosas más difíciles al equipo. Así que me desperté muy temprano y fui a ver a nuestro técnico, Alejandro Sabella. Teníamos una relación muy cercana, y si le llegaba a decir que quería jugar, seguramente él iba a sentir la presión de ponerme. Así que le dije honestamente, con una mano en el corazón, que él debía poner al jugador que él sintiera que tenía que poner.

«Si soy yo, soy yo. Si es otro, entonces será otro. Yo sólo quiero ganar la Copa. Si me llamás, voy a jugar hasta que me rompa», le dije.

Y entonces me largué a llorar. No lo pude evitar. Ese momento me había sobrepasado, era normal.

Cuando tuvimos la charla técnica antes del partido, Sabella anunció que Enzo Pérez iba a ser titular, porque estaba al cien por ciento en lo físico. Y bueno, juega él, todo bien. Igualmente, me hice una infiltración antes del partido, y después me di otra durante el segundo tiempo, así podía estar preparado para jugar, si me llegaba a tocar la chance de entrar.

Pero el llamado nunca llegó. Perdimos la Copa del Mundo. Fue el día más difícil de mi vida. Después del partido, los medios empezaron a decir cosas feas del por qué no había jugado. Pero lo que les estoy diciendo es la pura verdad.

Lo que todavía me da vueltas por la cabeza es ese momento en el que voy a hablar con Sabella y me largo a llorar enfrente de él. Siempre me voy a preguntar si él pensó que yo lloraba porque estaba nervioso.

Y en verdad, no tuvo nada que ver con los nervios. Estaba totalmente emocionado por todo lo que ese momento significaba para mí. Estábamos tan cerca de lograr el sueño imposible.

Las paredes de nuestra casa supuestamente eran blancas. Pero nunca me las acuerdo como blancas. Al principio, eran grises. Después se pusieron negras, por el polvillo del carbón. Mi papá era un trabajador del carbón, pero no de los que trabajan en una mina. ¿Alguna vez has visto hacer carbón? Las bolsitas que comprás en cualquier negocio para hacer el asado vienen de algún lugar, y la verdad es que la carbonería es un trabajo muy sucio. Mi viejo solía trabajar abajo de un techo de chapa en nuestro patio y después le tocaba embolsar todos los pedazos de carbón para poder venderlos en el mercado. Bueno, no era sólo él. Tenía sus pequeños ayudantes, eh. Antes del colegio, nos despertábamos con mi hermanita para ayudarlo. Teníamos 9 ó 10 años, que es la edad perfecta para embolsar carbón, porque lo podés transformar en un juego. Cuando llegaba el camión, teníamos que llevar las bolsas pasando por el living y después pasar por la puerta de entrada, así que en definitiva, toda nuestra casa quedaba totalmente negra.

Pero con eso comíamos, y de esa forma mi padre nos salvó de que nos sacaran la casa.

Durante un tiempo, cuando yo era un bebé, a mis padres les iba bien. Pero después mi papá trató de hacer una buena acción para alguien, y eso nos cambió la vida. Un amigo le pidió que le saliera de garante para su casa, y mi papá confió en él. Pero el tipo dejó de pagar y de un día para el otro, desapareció. Así que el banco fue directamente a buscar a mi viejo, que se encontró ahogado teniendo que pagar por dos casas y encima tener que alimentar a nuestra familia.

Su primer negocio no fue el carbón. Trató de convertir la parte del frente de nuestra casa en un pequeño negocio. Compraba bidones de lavandina, cloro, detergentes, todas cosas de limpieza; después los dividía en botellitas y los vendía en nuestro living. Si vivías en nuestro barrio, no tenías que ir a un negocio para comprar un envase de CIF. Era carísimo. Entonces venías a lo de los Di María y mi mamá te vendía un pote por un precio mucho más conveniente.

Todo andaba bastante bien hasta que un día, el varoncito les arruinó todo y por poco no se mató. Sí, es verdad, ¡de chiquito yo era un hijo de puta!

No es que en verdad fuera malo, es sólo que tenía demasiada energía. Era hiperactivo. Un día, mi mamá estaba vendiendo en nuestro «negocio» y yo estaba jugando en el andador. El portón de entrada estaba abierto, cosa de que los clientes pudieran pasar, mi mamá se distrajo, yo empecé a caminar… a caminar… seguí caminando…. ¡tenía ganas de explorar, viste!

Me fui directo a la mitad de la calle y mi mamá tuvo que correr como loca para salvarme de que me atropellara un auto. Por la manera en que ella lo cuenta, fue bastante dramático. Ese fue el último día del negocio de limpieza de Di María. Mi mamá le dijo a mi papá que era demasiado peligroso, y que teníamos que buscar algo distinto.

Ahí fue cuando él escuchó que había una persona que traía los barriles de carbón de Santiago del Estero. Pero lo gracioso es que ni siquiera teníamos la plata como para poder vender carbón. Mi viejo tuvo que convencer a esta persona para que le mandara los primeros cargamentos, cosa de que él los vendiera y así empezar a pagarle.

Así que cuando mi hermana o yo pedíamos por golosinas o cualquier cosa, mi papá nos decía: «¡Estoy pagando dos casas y encima un camión lleno de carbón!».

Me acuerdo de que un día estábamos embolsando el carbón con mi papá, y hacía mucho frío y llovía. Estábamos abajo del techo de chapa. Era durísimo estar ahí. Después de un rato, yo me iba al colegio, que estaba más calentito. Pero mi papá se quedaba embolsando ahí todo el día, sin pausa. Porque si no lograba vender el carbón ese día, nosotros no teníamos nada para comer, así de simple. Y yo pensaba, y de verdad lo creía: Va a llegar un momento en que todo cambie para bien.

Por eso, yo al fútbol le debo todo.

A veces, ser un quilombero tiene sus beneficios. Yo empecé en el fútbol muy temprano, porque a mi vieja la estaba volviendo loca. Me había llevado al pediatra cuando tenía 4 años, y le dijo: «Doctor, no para un segundo de correr. ¿Qué puedo hacer?».

Y como era un buen médico argentino, obviamente le contestó: «¿Qué puede hacer? Fútbol».

Así empecé mi carrera futbolística.

Estaba obsesionado. Era lo único que hacía. Jugaba tanto pero tanto a la pelota, que cada dos meses, los botines se me hacían bolsa. Mi mamá me los pegaba con Poxi-ran, porque no teníamos la plata para comprar nuevos. Cuando tenía 7 años, ya debía ser bastante bueno, porque después de meter 64 goles para el equipo de mi barrio en el año, mi mamá viene un día y me dice: «Los de la radio quieren hablar con vos».

Fuimos a la radio para que me hicieran una nota. Era tan tímido que apenas si pude hablar.

Ese año, mi papá recibió un llamado del entrenador de Rosario Central. Le dijo que me quería ver jugar ahí. La verdad es que fue una situación muy graciosa, porque él siempre fue fanático de Newell's Old Boys. Mi mamá es muy hincha de Central. Si no sos de Rosario, no vas a poder entender nunca la pasión y la rivalidad que hay. Es a muerte. Cada vez que se jugaba el clásico, mis viejos gritaban como locos, se dejaban los pulmones en cada gol, y el que ganaba se la pasaba cargando al otro por un mes.

Así que se imaginan lo emocionada que estaba mi mamá cuando se enteró de que me llamaban de Central.

Mi papá dudaba: «Uh, no sé, es medio lejos. ¡Son 9 kilómetros! No tenemos auto. ¿Cómo lo vamos a llevar hasta allá?».

Y mi mamá le dijo: «¡No, no, no! No te preocupes, yo lo llevo. ¡No es ningún problema!».
Y ahí es cuando nació Graciela.

Graciela era una bicicleta amarilla, oxidada, con la que mi mamá me llevaba todos los días al entrenamiento. Tenía un canastito adelante y espacio para llevar uno más atrás, pero había un problema, porque mi hermanita también tenía que venir con nosotros. Entonces mi papá con una sierra le cortó un cuadrillo de cada lado del canastisto, que es donde se sentaba mi hermana.

Así que imaginen esto: una mujer andando en bicicleta por todo Rosario, con un pibe atrás y una nenita adelante, más un bolso deportivo, con mis botines y algo de comer, en el canasto de adelante. En subida. En bajada. Pasando por los barrios más difíciles. Bajo la lluvia. En el frío. De noche. No importaba. Mi mamá sólo seguía pedaleando.

Graciela nos llevaba donde tuviéramos que ir.

Así y todo, la verdad es que mi época en Central no fue fácil. De hecho, creo que si no fuera por mi mamá, habría dejado el fútbol. No una vez, sino dos. Cuando tenía 15 y todavía no había crecido, tenía un técnico que estaba bastante loco. Le gustaban los jugadores muy físicos y agresivos, y ese no era demasiado mi estilo, viste. Un día, no salté en un córner y al terminar el entrenamiento, nos juntó a todos y ahí, se dio vuelta y me miró. «Sos un cagón, sos un desastre. Nunca vas a llegar a nada. Vas a ser un fracaso», dijo.

Me destruyó. Antes de que terminara de hablar, yo ya me había largado a llorar delante de todos mis compañeros, y al toque me fui de la cancha corriendo.

Cuando llegué a mi casa, me fui directo a mi pieza para llorar solo. Mi mamá se dio cuenta de que había pasado algo, porque cada vez que volvía de un entrenamiento, lo primero que hacía era dejar las cosas y salir a la calle a seguir jugando a la pelota. Entró en mi habitación y me preguntó qué pasaba. Me dio un poco de miedo contarle toda la verdad, porque me preocupaba que agarrara la bici y se fuera pedaleando hasta el club para darle una trompada al técnico. Ella era una persona muy tranquila, pero si le tocabas a uno de los nenes, agarrate… ¡man, empezá a correr!

Le dije que me había metido en una pelea, pero se dio cuenta de que era mentira. Así que hizo lo que todas las madres del mundo hacen en esa situación: llamó por teléfono a la madre de un compañero para saber qué había pasado.

Cuando volvió a mi cuarto, yo seguía llorando y le dije que quería dejar el fútbol. Al día siguiente, no podía ni salir de mi casa. No quería ir al colegio. Me sentía humillado. Pero mi mamá se sentó en mi cama y me dijo: «Vas a volver, Ángel. Vas a volver hoy. Y a ese le vas a demostrar».

Volví al entrenamiento ese día y ahí pasó una cosa increíble. Para empezar, ninguno de los chicos se burló de mí, al contrario, me ayudaron. En cada pelota que venía por arriba, los defensores me dejaban ganar de cabeza. Casi que se aseguraban de que me sintiera seguro. Y eso que el fútbol siempre es competitivo, especialmente en Sudamérica. Cada uno que juega está tratando de tener una vida mejor, viste. Pero siempre, siempre me voy a acordar de ese día, porque mis compañeros vieron que estaba sufriendo y me ayudaron.

Así y todo, yo era muy chiquito y flaquito. A los 16, todavía no me habían promovido, y mi papá se empezó a preocupar. Una noche estábamos sentados en la cocina y me dijo: «Tenés tres opciones: Podés trabajar conmigo. Podés terminar la escuela. O podés probar otro año más con el fútbol. Pero si no funciona, vas a tener que venir a trabajar conmigo».

No dije nada. Era una situación complicada. Necesitábamos la plata. Pero ahí saltó mi mamá y dijo: «Un año más en el fútbol».

Eso fue en enero.

En diciembre de ese año, en el último mes del plazo que nos habíamos puesto, debuté en Primera con Rosario Central.

Desde ese día empezó mi vida deportiva. Pero en verdad, la lucha había empezado mucho antes. Empezó con mi mamá pegándome los botines para poder seguir usándolos, y pedaleando con Graciela bajo la lluvia. Incluso cuando debuté profesionalmente en la Argentina, todavía era una lucha. Creo que la gente que no es de Sudamérica no puede terminar de entender cómo es. Hace faltar vivir ciertas experiencias para creerlas.

Nunca me voy a olvidar cuando nos tocó jugar un partido de Libertadores en Colombia contra Nacional de Medellín. El avión no es el mismo que cuando estás en la Premier League o en La Liga. Ni siquiera es el mismo que cuando jugás en Buenos Aires. Por entonces, Rosario no tenía aeropuerto internacional. Te presentabas en ese pequeño aeropuerto, y el primer avión que estuviera ese día era al que te subías. No hacías preguntas.
Así que nos presentamos para ir a Colombia… y en la pista había uno de esos aviones enormes de carga. ¿Viste esos que tienen una rampa atrás, en los que suben autos y containers? Bueno, ése era nuestro avión. Un Hércules.

Bajan la rampa y ahí los trabajadores empiezan a cargar colchones. Y los jugadores nos mirábamos entre nosotros como diciendo… ¿¡Qué!?

Y nos subimos al avión, y los de mantenimiento que nos dicen: «No, ustedes van atrás, chicos. Acá tienen, usen estos auriculares».

Nos tuvieron que dar esos protectores auditivos gigantescos que usan los militares para tapar el ruido. Nos subimos y había algunos asientos y los colchones para que nos sentáramos. Por 8 horas. Para un partido de Copa Libertadores. Cerraron la rampa y se puso todo negro. Y ahí estábamos nosotros, en los colchones, con los cosos estos sobre las orejas, casi sin poder escucharnos a nosotros mismos. Y el avión empieza a carretear, y nos empezamos a mover, y después en el despegue, nos vamos todos para atrás, y uno de los compañeros grita: «¡Nadie toque el botón rojo! ¡Si se abre esta puerta, nos vamos todos a la mierda!».

Fue increíble. Si no lo hubiera vivido, sería difícil de creer. Pero están mis compañeros de testigos. Pasó de verdad. Esa fue nuestra versión de un avión privado. ¡Un Hércules!

Aunque no lo crean, ese recuerdo me da un poco de alegría. Cuando estás tratando de triunfar en el fútbol argentino, tenés que hacer lo que sea necesario. Y al avión que aparezca ese día, te subís sin hacer preguntas.

Después, si te llega la oportunidad, te tomás el avión con un boleto de ida. Para mí, esa oportunidad fue en Portugal con el Benfica. Quizás muchos hoy miran a mi carrera y dicen: «Wow, se fue al Benfica, después al Real Madrid, al Manchester United, al PSG», y les parece fácil. Pero no se dan una idea de cuántas cosas pasaron en el medio. Cuando llegué al Benfica, apenas si jugué durante dos temporadas. Mi papá dejó el trabajo para irse a Portugal conmigo, y tuvo que estar separado por un océano de distancia con mi mamá. Había noches en que lo escuchaba hablando por teléfono con ella, y lloraba de lo que la extrañaba.

Por momentos, todo parecía como un gran error. No jugaba, lo único que quería era irme, volver a casa.

Hasta que los Juegos Olímpicos de 2008 cambiaron mi vida. Me convocaron de la Selección a pesar de que yo no jugaba nunca para el Benfica. Nunca me lo voy a olvidar. Ese torneo me dio la oportunidad de jugar con Leo Messi, el extraterrestre, el genio. Nunca me divertí tanto jugando al fútbol como en ese torneo. Lo único que tenía que hacer era correr al vacío. Empezaba a correr, y la pelota me llegaba al pie. Como si fuera magia.

Los ojos de Leo no son como los tuyos o los míos. Miran de lado a lado, como los de cualquier ser humano. Pero él también es capaz de mirar a todos desde arriba, como un pájaro. No entiendo cómo es posible, pero es así.

Hicimos todo el camino hasta llegar a la final contra Nigeria, y ese probablemente haya sido el día más increíble de mi vida. Meter el gol que le da el oro a la Selección… no se pueden imaginar la sensación.

Tienen que entender que yo tenía 20 años y ni siquiera jugaba en el Benfica. Mi familia estaba separada. Estaba en un momento de desesperación antes de que me llegara esa convocatoria. En sólo dos años, gané la medalla de oro, empecé a jugar en el Benfica y me vendieron al Real Madrid.

Fue un momento de orgullo no sólo para mí, sino también para toda mi familia y para todos mis amigos que me apoyaron durante todos esos años. Me dicen que mi padre era mejor jugador que yo, pero se rompió las rodillas cuando era joven y su sueño de ser futbolista murió. Y me dicen que mi abuelo todavía era mejor que él, pero perdió las dos piernas en un accidente de tren, y ahí murió su sueño.

Mi sueño estuvo cerca de morir tantas veces.

Pero mi papá siguió trabajando bajo el techo de chapa… mi mamá siguió pedaleando…. y yo seguí corriendo al vacío.

No sé si ustedes creen en el destino, pero cuando metí mi primer gol para el Real Madrid, ¿saben el nombre del equipo contra el que jugábamos?

Hércules CF.

Fue un largo camino.

Pero quizás ahora entiendan por qué estaba llorando delante de Sabella antes de la final del Mundial 2014. No estaba nervioso. No estaba preocupado por mi carrera. Ni siquiera estaba preocupado por no empezar el partido.

Con una mano en el corazón, la verdad es que lo único que quería era que lográramos nuestro sueño. Quería que se nos recordara como leyendas en nuestro país. Y estuvimos tan cerca.

Por eso es tan decepcionante cuando veo la reacción que hay con el equipo en los medios en Argentina. Hay momentos en que el pesimismo y las críticas se van de las manos. No es sano. Somos todos seres humanos, en nuestras vidas nos pasan cosas que la gente no llega a ver.

De hecho, justo antes del final de las Eliminatorias, empecé a ir a un psicólogo. Estaba pasando un momento complicado en mi cabeza, y normalmente puedo confiar en mi familia para salir de esas situaciones. Pero esta vez, la presión de la Selección era demasiado grande, así que fui a un psicólogo y realmente me ayudó. En los últimos dos partidos, me sentí mucho más suelto y relajado.

Me recordé a mí mismo que formaba parte de uno de los mejores equipos del mundo, y que estaba jugando para mi país, viviendo el sueño que tenía desde chico. A veces, como profesionales, nos podemos olvidar de estas pequeñas cosas.

El juego volvió a transformarse en un juego.

Pienso que en esta época, la gente te sigue en Instagram o en YouTube y sólo ven los resultados, pero no ven el precio. No saben lo que viviste para llegar hasta ahí. Me ven sosteniendo a mi hija y sonriendo con la Champions League en la mano y se piensan que todo es perfecto. Pero quizás no saben que justo un año antes de que nos sacaran esa foto, ella nació prematura y pasó dos meses en el hospital, conectada a un montón de cables y de tubos.

Quizás me ven llorando con la Copa y se piensen que yo lloro por el fútbol. Pero en realidad estoy llorando porque mi hija está ahí en mis brazos para vivir ese momento conmigo.

Ven la final del Mundial, y todo lo que ven es un resultado. 0-1. Pero no ven todo lo que muchos de nosotros tuvimos que luchar para poder llegar hasta ese momento. No saben sobre nuestras paredes del living que de blancas se transformaban en negras. No saben sobre mi mamá andando con Graciela bajo la lluvia y en el frío, por sus hijos.

No saben del Hércules.




Carta publicada originalmente en The Player's Tribune, el 25 de junio