sábado, diciembre 31, 2022
«Carpe diem», de Horacio
viernes, diciembre 30, 2022
“Hojas caídas”, de Henry David Thoreau
Alrededor del seis de octubre, las hojas suelen empezar a caer, en sucesivos chaparrones, tras una lluvia o una helada; pero la principal cosecha de hojas, el summum del otoño, suele ser alrededor del dieciséis. Alguna mañana de esa fecha, quizá nos encontremos con la mayor helada nunca vista y, cuando empieza a soplar el viento matinal, las hojas caen a chaparrones más densos que nunca. Forman repentinamente un lecho o una alfombra espesa sobre el suelo que, con la suave brisa o incluso sin viento alguno, tiene la forma y el tamaño del árbol de arriba. Algunos árboles, como el nogal americano, parecen desprenderse de sus hojas instantáneamente, como un soldado que baja las armas ante una orden. Y las del nogal americano, como aún son amarillas brillantes, aunque marchitas, reflejan un resplandor luminoso desde el suelo donde yacen. Caen por todas partes al primer toque de la varita mágica del otoño y suenan como gotas de lluvia.
Por el contrario, después de un tiempo húmedo y frío, notamos la cantidad de hojas que han caído durante la noche, aunque aún no sea el toque que hace caer las hojas del arce del Canadá. Las calles están cubiertas por una capa espesa de trofeos, y las hojas caídas de los olmos crean un pavimento oscuro bajo nuestros pies. Tras uno o varios días especialmente cálidos del veranillo de San Martín, percibo que es el calor inusual lo que provoca, más que nada, la caída de las hojas, quizá cuando no ha habido ni lluvia ni heladas durante un tiempo. El calor intenso las madura y marchita repentinamente, igual que ablanda y pone a punto a los melocotones y otras frutas y las hace caer.
Las hojas del arce rojo tardío, brillantes aún, están esparcidas sobre la tierra, con frecuencia un fondo amarillo con manchas rojas, como manzanas silvestres, pero sólo conservan esos colores sobre la tierra uno o dos días, especialmente si llueve. Cruzo por pasos elevados rodeados de árboles por doquier, todos desnudos y oscuros, después de haber perdido su ropaje brillante; pero allí yace, casi tan brillante como siempre, a un lado del suelo, dibujando una figura tan regular como antes sobre el árbol. Preferiría decir que observo los árboles así, estirados sobre la tierra, como una sombra de color indeleble, que me invitan a buscar las ramas que los sostienen. Una reina se sentiría orgullosa de caminar sobre estos árboles gallardos que han extendido un manto brillante sobre el lodo. Veo unos carros pasar por encima de ellos como una sombra o un reflejo, y a los cocheros prestarles tan poca atención como antes a sus sombras.
Los nidos de los pájaros en los arándanos y otros arbustos, y en los árboles, ya están llenos de hojas marchitas. Han caído tantas en el bosque, que una ardilla no puede correr tras una nuez sin que la oigan. Los niños las rastrillan en las calles, sólo por el placer de tratar con un material tan fresco y crujiente. Algunos barren los senderos y los dejan escrupulosamente limpios, para quedarse a mirar el siguiente soplo que esparza nuevos trofeos. El suelo está cubierto por una capa espesa y el Lycopodium lucidulum de pronto parece más verde allí en medio. En bosques densos, las hojas cubren a medias las charcas de quince a veinte metros de largo. El otro día, apenas pude encontrar un manantial que conocía bien, y hasta llegué a sospechar que se había secado, porque estaba completamente oculto bajo las hojas recién caídas. Y, cuando las aparté y aquél quedó a la vista, fue como golpear la tierra con la vara de Aarón para que apareciera un nuevo manantial. Los terrenos húmedos junto a los pantanos parecen secos cubiertos de hojas. En uno de ellos, donde estaba investigando, creía que iba a pisar sobre una orilla frondosa, y metí el pie en el agua a más de treinta centímetros de profundidad.
Cuando voy al río al día siguiente de la gran caída de hojas, el dieciséis, me encuentro con mi barca toda cubierta, fondo y asientos incluidos, por las hojas del sauce dorado bajo el que está amarrada, y zarpo con una carga que cruje bajo mis pies. Si la vacío, mañana volverá a estar llena. No las considero desperdicios que haya que tirar, sino que las acepto como paja o una esterilla apropiada para el fondo de mi carruaje. Cuando entro en la embocadura del Assabet, que es boscoso, toda una flota de hojas me recibe en la superficie, como si estuvieran saliendo del mar, con espacio para dar bordadas; pero, junto a la orilla, un poco más allá, son más espesas que la espuma y casi llegan a ocultar el agua a lo ancho de cinco metros, debajo y entre los alisos, los cefalantos y los arces, perfectamente secas aún, livianas y con la fibra tensa; y, en un recodo rocoso, donde se reúnen y el viento de la mañana las detiene, a veces forman una especie de media luna amplia y densa que cruza casi todo el río. Cuando viro la proa hacia allí y la ola que forma las golpea, oigo el placentero susurro que producen estas sustancias secas al entrechocar unas con otras. A menudo es sólo esta ondulación lo que permite ver el agua que hay debajo. Este susurro también delata cada movimiento de la tortuga de bosque en la orilla. Incluso en medio del canal, cuando aumenta el viento, las oigo silbar con un susurro. Más arriba, giran y giran lentamente en un gran remolino que forma el río, a la altura de las coníferas, donde el agua es más profunda y la corriente las arrastra a la orilla.
Tal vez, por la tarde de aquel día, cuando las aguas están perfectamente calmas y llenas de reflejos, remo con suavidad por el brazo principal y, río arriba por el Assabet, llego a una caleta silenciosa, donde inesperadamente me veo rodeado por millares de hojas, como si fueran compañeras de viaje con el mismo propósito, o falta de propósito, que yo. Mirad esa gran flota de hojas-barco dispersas entre las que remamos por la bahía de este río plano, cada una de ellas curvada hacia arriba gracias al talento del sol, cada nervadura rígida, como las canoas de piel, con todos los posibles dibujos, probablemente como la barca de Caronte navegando entre las demás, algunas con proas y popas elevadas, como los majestuosos navíos de la antigüedad, que avanzaban despacio sobre las aguas mansas, o como las densas ciudades flotantes chinas, en las que uno se pierde como al entrar en alguna feria de Nueva York o de Cantón, por lo abigarrado del conjunto. ¡Con qué suavidad han sido depositadas sobre las aguas! Sin ninguna violencia, aunque, quizá, algunos corazones palpitantes estuvieron presentes en la botadura. Hay también patos coloridos, el espléndido pato americano, que a menudo sale a navegar entre las hojas pintadas, corbetas de un modelo aún más noble.
¡Qué saludables tisanas habrá ahora en los pantanos! ¡Qué generosos aromas medicinales de las hojas en descomposición! La lluvia que cae sobre las hierbas y las hojas recién secadas que llenan las charcas y las zanjas en las que han caído limpias y rígidas pronto se convertirá en una infusión —tés verdes, negros, marrones y amarillos, de todos los grados de intensidad—, con fuerza suficiente para poner a toda la naturaleza a cotillear. Las bebamos o no, estas hojas, antes de que se extraiga toda su sustancia, secadas en la gran tetera de la naturaleza, tienen unos tonos tan delicados y puros como los que han hecho famosos a los tés orientales.
¡Cómo se mezclan todas las especies, robles y arces, castaños y abedules! Pero la naturaleza no se recarga de ellas; es un perfecto granjero que las almacena a todas. ¡Imaginad qué inmensa cosecha es derramada cada año sobre la tierra! Ésta, más que ningún grano o semilla, es la gran recolección del año. Los árboles devuelven a la tierra con intereses lo que han tomado de ella. Están a punto de añadir una capa de hojas a la profundidad del suelo. Mientras converso con un hombre que me habla sobre el azufre y los costes de transporte, pienso que de esta bella forma la naturaleza obtiene el mantillo. Gracias a esta descomposición todos somos más ricos. Me interesa más este cultivo que el césped inglés o el grano. Prepara el humus virgen para futuros maizales y bosques con los que la tierra prospera. Mantiene nuestra casa en buenas condiciones.
En cuanto a diversidad de belleza no hay cultivo que pueda comparársele. Aquí no se trata sólo del mero amarillo de los granos, sino casi de todos los colores que conocemos, sin exceptuar el azul más brillante: el arce temprano ruborizado, el zumaque venenoso enarbolando sus pecados escarlata, la morera, el rico amarillo cromado de los álamos, el rojo brillante de los arándanos que pinta el fondo de las montañas. Los toca la helada y, con el soplo más ligero del retorno del día o la sacudida más leve sobre el eje de la tierra, ¡mirad qué lluvia de colores cae de ellos! La tierra está engalanada. Y, a pesar de todo, las hojas siguen viviendo allí en el suelo, a cuya fertilidad y volumen contribuyen, y en los bosques de los que vienen. Caen para elevarse, para subir más alto en los próximos años, por medio de una química sutil, trepando por la savia a los árboles y a los primeros frutos que caen de los árboles jóvenes, trasmutadas al fin en una corona que, al cabo de los años, las convierte en el monarca de los bosques.
Es agradable caminar sobre este lecho de hojas fresco y crujiente. ¡Con qué belleza se retiran a su sepultura! ¡Con qué suavidad yacen y se convierten en mantillo, pintadas de mil colores, perfectas para ser el lecho de nosotros, los vivos. Así desfilan hacia su última morada, ligeras y juguetonas. No caen sobre las hierbas, sino que corretean alegres por la tierra, eligen un terreno, sin vallas de hierro, susurrando por todos los bosques de los alrededores. Algunas eligen el sitio donde hay hombres que yacen debajo enmoheciendo y se reúnen con ellos a medio camino. ¡Cuántas revolotean antes de descansar en silencio en sus tumbas! Ya han volado tan alto que vuelven al polvo con enorme satisfacción y se depositan allí abajo, resignadas a yacer y a descomponerse al pie del árbol para ocuparse de la alimentación de las nuevas generaciones de su especie y volver a ondear en lo alto. Nos enseñan a morir. Uno se pregunta si llegará el momento en que los hombres, con su presuntuosa fe en la inmortalidad, yazcan con la misma elegancia y madurez, y, en un veranillo de San Martín como aquél, se desprendan de sus cuerpos como de sus cabellos y sus uñas. Cuando caen las hojas, toda la tierra se convierte en un agradable cementerio al que entrar. Me encanta pasear y cavilar sobre sus sepulturas. Aquí no hay epitafios vanos. ¿Y qué si uno no tiene su sepulcro en Mount Auburn? La tumba seguramente estará preparada en algún rincón de este extenso cementerio, consagrado desde tiempos inmemoriales. Aquí no hace falta asistir a una subasta para asegurarse un sitio. Hay suficiente lugar. Las prímulas florecerán y el pájaro de los arándanos cantará sobre vuestros huesos. El leñador y el cazador serán vuestros sacristanes, y los niños pisarán los canteros tanto como quieran. Entremos en el cementerio de las hojas... el auténtico cementerio de la floresta.
en Colores de Otoño, 2011
jueves, diciembre 29, 2022
Entrevista a Pelé, de Maurizio Fontana
miércoles, diciembre 28, 2022
“Dolor”, de María Negroni
Una fuente de agua donde debo llamear por mí misma hasta que todo se apague mucho, como si estuviera agonizando, casi un cuerpo sin boca ni ojos ni corazón ni etcétera, lanzado a su propia turbulencia en cero beatitud. Otra vez Eros, quién si no –cerca de mí y lejos de mí– irresistible bicho. ¿Qué hacer para amar sus heridas doquier? Mi casa bebe enardecida y animales erróneos por toda partitura.
en Archivo Dickinson, 2018
martes, diciembre 27, 2022
“verano o disección”, de Fernanda García Lao
ahí voy de nuevo
a sumergirme en ese lago
en el que habita
mi ser intermitente
estoy llena de otros
nado feliz entre mis almas
y después
nos secamos al sol
destilando el pasado
la niña tiempo
se enreda
como un alga en el fondo
y hay que ayudarla
a salir
para devorarla
entera
en Carnívora, 2016
lunes, diciembre 26, 2022
«La vida inmortal», de Píndaro
domingo, diciembre 25, 2022
«El salto de papá», de Martín Sivak
sábado, diciembre 24, 2022
“Al volver del monte de la guirnalda de flores en un día de invierno”, de Wu Tsao
Durante todo el regreso, contemplo las
Montañas. Con las revueltas
De la carretera, las montañas cambian
De sitio. Al caer la noche, la
Niebla se convierte en lluvia racheada
En los estrechos pasos de tablas
Por sobre los precipicios y las flores
De carrizo brillan blancas en el
Ocaso movidas por la brisa lastimera.
Las tumbas de hace mil años
Forman altos montículos. ¿Cuántas
Son las lápidas rotas? ¿Cuántos
Los huesos humanos enterrados? ¿Cuántos
Los allegados llorosos? La nieve
Llega volando hasta el hogar al rojo
Y lo enfría. Millones de años
De decadencia nos esperan, con la
Destrucción que reduce a cenizas.
en El barco de las orquídeas (Antología), 2007
viernes, diciembre 23, 2022
«El color de una búsqueda», de Raúl Andrés Cuello
jueves, diciembre 22, 2022
“Paisaje con ruinas”, de Manuel Illanes
Fragmento 96
Y el Arcángel desciende y se encarna en cada una de las piezas del museo Anahuacalli y sus representaciones de seres humanos, animales y vegetales, tocados por la vara de la divinidad, que les da una vida sideral, desgajada de la rugosa realidad. Esculturas de todo tipo, máscaras, retratos, platos de cerámica, muñecas, vasos trípodes, sellos, fragmentos desprendidos del follaje del Árbol del Tiempo, que es el Árbol de la creación y la destrucción. Traspasados por una luz diáfana, tersa, como aquella que ilumina la nube de mariposas que revolotea en el bosque ubicado detrás del museo, que contemplo desde la azotea del edificio, una vez terminado el recorrido. Una luz que se extiende en el Anáhuac desde hace dos milenios y más.
en Paisaje con ruinas, 2021
miércoles, diciembre 21, 2022
«El renacido», de Michael Punke
martes, diciembre 20, 2022
“Quienes vienen de lejos”, de Endre Ady
Somos los hombres que llegan siempre tarde,
somos los hombres que vienen desde lejos.
Nuestro caminar es cansado y triste, siempre,
somos los hombres que llegan siempre tarde.
Ni siquiera sabemos morir en paz.
Cuando aparece el rostro de la lejana muerte,
nuestras almas salpican un tam tam de llamas.
Ni siquiera sabemos morir en paz.
Somos los hombres que llegan siempre tarde.
Jamás vamos a tiempo con el éxito,
con nuestros sueños, nuestro cielo, nuestro abrazo.
Somos los hombres que llegan siempre tarde.
en Antología, 1987
Traducción de Carlos Almonte
Who come from far away
We are the men who are always late, / we are the men who come from far away. / Our walk is always weary and sad, / we are the men who are always late. / We do not even know how to die in peace. / When the face of distant death appears, / our souls splash into a tam tam of flame. / We do not even know how to die in peace. / We are the men who are always late. / We are never on time with our success, / our dreams, our heaven, or our embrace. / We are the men who are always late.