viernes, diciembre 23, 2022

«El color de una búsqueda», de Raúl Andrés Cuello





En su naturaleza esencial, y como lo había definido 
Leonardo, el arte sigue siendo cosa mentale
― Jean Cassou


Soy pintora. De profesión. Esto quiere decir que solo me es posible observar el mundo desde el lugar que impone la simetría de un trazo o la huella de un color. Por supuesto que hay momentos en los que resulta necesario alejarse de estos usos para llevar a cabo una vida más o menos normal; es decir que debo, obligadamente, dejar de lado paralelas y perpendiculares, paños extendidos, el olor de una u otra tinta en vías de insertarme en el espacio de los otros. En esos momentos, que son pocos, sin embargo, me la paso bebiendo, lo cual me produce un ideal de ensoñación o encantamiento que se parece, las más de las veces, al trance creativo. Bien mirado, se podría decir que jamás dejo de ocupar mi lugar natural ya que al alejarme, a través del alcohol, me voy acercando al punto de partida. Parece un movimiento en el que anida un falso desplazamiento, similar a un punto fijo en el que giro formando una espiral. O a la inversa: se trata acaso de una espiral que me trae siempre al mismo origen. Pienso que a veces tiene que ver con un deseo, tal vez una pulsión, que es lo que al final me empuja de nuevo hacia el comienzo. Al origen del origen. Puede que esto no sea más que una impresión producto del movimiento pendular que va de uno a otro estado; en todo caso la mía es, lo que se dice, una vida moldeada por el vicio y la profesión. O por el vicio de la profesión. Si bien me deleita el gozo de mi síntoma, debo admitir que lo que parecía imposible sucedió y creo que al fin pude exorcizar esta marea inercial.

Estaba yendo hacia la terraza, lugar donde se encuentra el atelier, cuando sin un motivo aparente me tropecé frente a un lienzo inspirado en una escena rural de Gerlinde Krauß, dándome de lleno contra él; en ese momento y a través de un contacto idiota e inusitado con el material pude alcanzar el justo grado de lucidez que me ayudó, por un lado, a dar el nivel de complejidad que buscaba al tono general de la obra y, por el otro, a sacarme del embotamiento propio de mi commedia dell’Arte privada. 

Detecté que esta autora naif usaba un verde característico, colindante con el fosforescente, una propiedad que tienen ciertos materiales para irradiar en ese específico punto del espectro; por lo general se trata de minerales y plantas no habituados a la luz natural, así es que en el momento de recibirla la acumulan devolviendo sobre su superficie el registro faltante. Lo paradójico de todo esto es que el mineral más abundante y que se utiliza como base para ese verde se halla en una región en donde el sol jamás falta. «Cómo es posible», se preguntaría alguien despierto, «que en una zona con exceso de sol se encuentre un material de estas características». La respuesta la da el hecho de que el mineral se adhiere a la cara interna de la montaña por cuyos habitáculos interiores fluyen las vertientes del deshielo que reflejan, a su vez, la poca luz que incide sobre la superficie, haciendo que se exprese con mayor intensidad que en cualquier otra parte. El tratarse de un material de difícil acceso y de raras características elevó a la tarea a una empresa de cierto esfuerzo, con algunas dosis de riesgo. Además, nadie que yo conociera lograría acercarme ese mineral de base clave para componer mi pigmento. Por último sentí que debía alejarme un poco de esa atmósfera viscosa propia del oficio cuyo nudo gordiano no lograba deshacer. Revisé entonces mis cuentas y ajusté un plan de actividades para lograr mi cometido: mi próximo destino sería Mendoza.

Imaginé que lo usual mientras durara el viaje sería asentar el paisaje como lo hacían los viejos naturalistas; podría llevar algunos cuadernos, pinceles o carbonillas que facilitasen su inmediata captación. Me figuré frescos hechos al calor de un impulso, con un golpe de vista que guarda una exacta equidistancia entre el objeto de interés y el plano de registro. A medida que el ómnibus se acercara a mi destino iría conectando los diversos cortes geográficos de esa flora díscola que se impone en los márgenes del trayecto. Pero como lo usual es el síntoma de la doxa, decidí irme por la negativa: para que un paisaje sea captado en su más clara pureza es necesario acercarse a él oblicua, lateralmente, apuntando a la sombra para tener una chance de dar en el blanco.

En algún lugar había leído que los más altos logros de la verosimilitud decimonónica no se debían al contacto directo con los fenómenos naturales sino, por el contrario, a referencias descritas en novelas o enciclopedias. Una aventura de tintes heroicos en la isla de Borneo, con sus inequívocas referencias topográficas y su tipicidad local, se desarrollaba a partir de un dibujo aproximativo y una sucinta descripción proveniente de un manual. Una puede pensar que en aquel tiempo no era sencillo acceder a las fuentes de las que bebían los viajados enciclopedistas; para ellos, algo que se presentaba como una limitación, era en realidad una oportunidad: en ese margen, en esa ruina, la falta de la falta posibilitaba la invención.

Me senté un momento y comencé a divagar, imaginando cómo sería ese viaje, qué peculiaridades inherentes tendría, qué sería, acaso, lo que iba a develarme. Tomé un lápiz que tenía cerca y en un gastado paspartú esbocé un dibujo cuyos contornos revelaban un relieve recursivo. Entendí que a medida que una viaja hacia el oeste la altitud aumenta y la presión disminuye, entonces el plano del horizonte se arquea levemente hacia arriba, lo que le otorga una suerte de ángulo positivo. Como jamás estuve en Mendoza me puse a ensayar las formas de su cielo: ¿eran recurrentes las nubes? ¿guardaban siempre la misma topología o se modificaban? ¿hacia dónde las llevaba el viento? 

Entremezclé el celeste de un crayón con trazas del amarillo de una barra de azufre; la técnica la había aprendido en el taller del maestro Maillard: se parte del borde del crayón para que la cera se adhiera, luego al azufre se lo muele y se lo imprime con el dedo, manteniendo unos segundos la presión para que logre asentarse de manera excéntrica; así, además de impregnar lo que estamos usando, se crean leves ondulaciones en la base empleada. Como se trataba de un material de por sí poroso fue posible ver rastros de amarillo en cada uno de los microscópicos canalículos. Para las nubes, lo que hice fue jugar a la sustracción; en donde estuviesen no habría nada, entonces fui borrando al azar algunas partes de cielo. Más allá en el espacio debían verse las montañas con sus picos recortados en base a la altitud, en esas montañas podía adivinarse el verde que buscaba para mi obra. ¿Cómo se habrá generado ese verde?

Hace poco, en un catálogo de Christie’s di con una autora afgana que armaba módulos de obras en dos dimensiones que se conectaban a través de un motivo; este motivo podía ser una gama específica, un nombre, o un símbolo cualquiera como un ave o una cavidad subterránea. Cuando una las veía por separado, cada parte no decía mucho, pero luego de la disposición aparentemente final se iba resignificando el conjunto, construyendo una nueva variante de sentido, dejando siempre algo abierto a un nuevo encastre, lo que lo asimilaba al acto de escribir. 

Siguiendo esta base lo que hice fue tomar dos papeles de distinto origen y dibujar dos pendientes de una montaña; en uno plasmé el relieve solo y, en el otro, como en una radiografía, detallé sus pasajes internos, sus recortes e irregularidades. Y por supuesto, remarqué en verde el objeto de mi fetiche. 

Se me antojó tomar algo, la inmersión en el oficio deja pocos espacios a la respiración creativa. Días atrás compré la caja de un vino que jamás había visto y que según una amiga hace parte de la tradición que acontece a la rivera derecha del Ródano: me comentó que se trataba de un corte de Syrah y Viognier cuya cofermentación produce lo que se conoce como côte-rôtie. Al abrirlo subió hasta mi nariz el aroma de un fermento que antecede a su elaboración; parecía una exhibición en la cual el calor modula la expresión de un producto que lucha contra los condicionantes de su suelo. Cuando lo serví pude notar la variedad de su hechura en la cual ciertos matices del ambarino Viognier se cuelan por sobre el pálido reflejo del Syrah. En algún punto, este desenvolvimiento invitó a pensar en los dones que se cruzaban en el ensayo colorimétrico previo, cosa que me hizo sonreír.

Con los primeros sorbos sentí que el cuerpo se ablandaba, la respiración bajaba su frecuencia y las facciones de mi rostro se iban aflojando. Ajusté la intensidad de la luz para darle al plano general del cuarto una atmósfera serena; todo se acomodaba a una situación no anticipada de relax creativo en donde me sería más sencillo descubrir lo que estaba buscando. Miré en derredor y pude notar que los ejercicios de estilo habían dado vuelta la casa: la mesa estaba frente a la pared, las sillas desperdigadas por doquier, algunas hojas habían planeado por el recinto dibujando en su movimiento un rompecabezas indescifrable. Por suerte la copa y el vino yacían estoicos frente a mi obra de modularidad potencial sin correr peligro. Me serví una copa más, casi llevándola a tope y me senté un rato, tal vez haciendo esto entraría en el honesto trance creativo. A cada sorbo dejaba pasear el vino por mi boca en un juego de irregularidades rítmicas de inefable descenso hacia la glotis. «¡Qué lindo es beber!», grité en voz alta sabiendo que los vecinos, a esa hora, no llegarían a oírme.

Me levanté de nuevo para poner un disco; de mi última mudanza me quedaba un rezago que heredé de mi viejo; antiguos ejemplares de Creedence, de Vivencia y de Brassens se apilaban en el rincón. Le saqué el polvo a uno de Leo Ferré y esperé a que empezara. Fui a hasta la cocina a buscar otra botella aguardando expectante la aparición de una cadencia que llegó tras la tenue melodía del comienzo; cuando volví apareció una vez más la chanson, es decir, su espíritu: la melancolía de una vida entregada a lo poético me embargaba con su pregnancia mientras giraba el sacacorchos, el ruido del destape junto al movimiento de la mano inclinando la botella y su posterior gluglú junto al peso creciente de una copa, lograron con justeza dar en la diana de un estilo. Era ahí adonde quería llegar. Sabía que en esos vericuetos solipsistas, ensayos de autoengaño perpetrado por nosotros, se escondía la fuerza de una voluntad que antecede a la idea. La espesura de ciertos movimientos son caras al entendimiento humano aunque en un proceso retardado; al igual que esquirlas de un meteorito pretérito quedan desperdigadas por doquier, solo diciendo que algo verdadero pasó por ahí, algo cuya autenticidad es solo fragmentaria ignorando sin duda que mientras el fragmento permanezca un resto de la sabiduría nos será delegada. 

Veía las cosas bajo una nueva luz que me decía que no necesitamos conocer a fondo un fenómeno sino dar con los puntos de unión que proyectan su esencia; como en las sombras chinescas en las que vemos una cosa acabada, existen figuras varias que permanecen inéditas al espectador; lo que lleva a pensar en una paradoja lateral: si un objeto de tres dimensiones proyecta uno de dos, ¿dónde está el de cuatro que nos provee de forma?

Volví al módulo inacabado dejando atrás mi aventura alcohólica y sus consabidas especulaciones salvajes; el talante del cuadro me parecía familiar y precisamente no lo otorgaba el hecho de que hubiera salido de mi propia mano. No. El cuadro cargaba con la esencia de una práctica que se efectúa iterativamente. Acerqué la luz. Revisé con cuidado las acentuaciones del paisaje y las impresiones que como huellas dactilares van dejando marcadas las diferentes caras del espacio. Todo parecía efectuado con la soltura propia de lo etéreo, generando una continuidad inesperada, un tanto ingenua, pero sin dudas con restos de vida a la vista. Era acaso su soplo lo que me convocaba, o tal vez los matices, o el grafito del lápiz, etc. Di unas vueltas por el cuarto, volviendo cada tanto al cuadro original que disparó el ejercicio. La escena rural de Krauß no se parecía en nada a lo que yo había imaginado que podría ser Mendoza, pero sin embargo había una traza, un pathos que hermanaba el par. 

Fui de uno a otro cuadro para revisar particularidades y encontrar referencias, acaso escondidas, que pasen desapercibidas a un primer vistazo. Habían figuras, sobre todo de cielo, que se asemejaban, pero seguía sin ser eso. Seguí revisando y revisando y como en un golpe de efecto retardado recaí en lo más obvio; en cierta forma una siempre vuelve a los viejos sitios cuyos puntos ciegos nos retrotraen al lugar de la carta robada. 

Corrí por las escaleras hacia el desván. En una esquina plagada de suciedad y restos de kipple descansaba la desvencijada valija que vino en los barcos, como la gente de mi país, y que usaba para dejar obras que carecían de importancia. La tomé y volví con la misma intensidad con la que me había ido, desplomándome tontamente de nuevo, dejando en mi caída que la valija volara y se estallara frente a una pared. Su contenido pobló la habitación de punta a punta, construyendo un paisaje donde todo se solapaba y se confundía en cuanto a su origen. En el epicentro del caos se revelaba mi respuesta: en cada una de esas obras se encontraba el verde del cuadro original pero ensayado a través de un compuesto diferente. Siempre el mismo verde, el mismo tipo de verde. Tomé de nuevo el ensayo mimético, mojando el pincel con el pigmento conocido, pasándolo otra vez por el mismo lugar, marcando con fuerza su sitio de origen. Me senté para entender. Me senté para olvidar. Y seguí pintando, seguí pintando…



















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