miércoles, diciembre 21, 2022

«El renacido», de Michael Punke

Fragmento / Traducción de Graciela Romero



 
Cuando volvió a la gran cabaña encontró a la anciana ciega tal como la había dejado, chupando la mazorca de maíz. Caminó hacia el caldero, llenó de caldo la taza metálica y la puso junto a ella en el camastro. El cachorro, desconcertado ante el aroma de su camarada que se asaba en el fuego, se agazapó a los pies de la mujer. La mujer también podía oler la carne. Tomó la taza y tragó el caldo en cuanto la temperatura se lo permitió. Glass volvió a llenar la taza, esta vez agregando pequeños trozos de carne que cortó con la navaja. Llenó la taza tres veces antes de que la anciana dejara de comer y se quedara dormida. Le ajustó la manta para cubrirle los hombros huesudos.

Fue hacia el fuego y comenzó a comer el perro asado. Los pawnee consideraban al perro una delicia; mataban ocasionalmente un canino de la misma manera en que los hombres blancos sacrificaban de vez en cuando un lechón. Glass prefería el búfalo sin duda, pero en su actual estado, el perro estaba bastante bien. Sacó maíz de la olla y lo comió también, reservando el caldo y la carne hervida para la mujer.

Había comido por una hora cuando la anciana gritó. Glass fue rápidamente a su lado. Ella repetía algo una y otra vez. «He tuwe he... He tuwe he...». Esta vez no hablaba con el tono temeroso de su canto de muerte, sino con una voz tranquila que buscaba con urgencia comunicar una idea importante. Las palabras no significaban nada para Glass. Sin saber qué más hacer, tomó la mano de la mujer. Ella la apretó débilmente y la llevó a su mejilla. Se quedaron así por un rato. Sus ojos ciegos se cerraron y se quedó dormida.

En la mañana estaba muerta.

Glass pasó la mayor parte de la mañana construyendo una tosca pira funeraria con vista al Missouri. Cuando terminó, volvió a la gran cabaña y envolvió a la anciana en su manta. La cargó hasta la pira, mientras el perro los seguía lastimeramente como un extraño cortejo. Al igual que la pierna herida, el hombro de Glass sanó bien en las semanas que transcurrieron desde la batalla con los lobos. Aun así, hizo un gesto de dolor al levantar el cuerpo para llevarlo a la pira. Sintió las conocidas y desconcertantes punzadas en la columna. Su espalda seguía preocupándolo. Con suerte, estaría en el Fuerte Brazeau en unos cuantos días. Ahí, alguien podría curarlo adecuadamente.

Se quedó un momento junto a la pira; las antiguas tradiciones volvían a él de un pasado distante. Por un momento, se preguntó qué palabras habrían pronunciado en el funeral de su madre, qué palabras habrían pronunciado para Elizabeth. Se imaginó un montículo de tierra recién removida junto a una tumba abierta. La idea de un entierro siempre le había parecido agobiante y fría. Le gustaba más la tradición india de poner los cuerpos en alto, como si los pasaran a los cielos.

El perro gimió de pronto y Glass se giró rápidamente. Cuatro indios montados cabalgaban hacia él con lentitud, a una distancia de menos de setenta metros. Por sus ropas y cabello, Glass supo de inmediato que eran sioux. Entró en pánico por un instante, calculando la distancia que lo separaba de los gruesos árboles del despeñadero. Recordó su primer encuentro con los pawnee y decidió quedarse en su lugar.
Había pasado más de un mes desde que los tramperos y los sioux fueron aliados en el sitio contra los arikara. Glass recordó que los sioux habían renunciado a la pelea en desacuerdo con las tácticas del coronel Leavenworth, un sentimiento que compartían los hombres de la Compañía Peletera de Rocky Mountain. «¿Aún se conservarán los restos de esa alianza?». Así que se quedó ahí, fingiendo tanta seguridad como le fue posible, y observó a los indios aproximarse.

Eran jóvenes; tres apenas superaban la adolescencia. El cuarto era un poco mayor, quizá tendría unos veinte años. Los guerreros más jóvenes avanzaron con cautela, con sus armas listas, como si se estuvieran acercando a un animal extraño. El mayor cabalgaba por delante de los otros. Llevaba un fusil London, pero sostenía el arma con indiferencia, con el cañón sobre el cuello de un enorme semental buckskin. El animal tenía una marca grabada en el anca: «E. U.» «Es uno de los de Leavenworth». En otras circunstancias, Glass podría haberse divertido por la desgracia del coronel.

El sioux mayor refrenó su caballo a metro y medio de Glass, estudiándolo de pies a cabeza. Luego miró más allá, a la pira. Se esforzó por entender la relación entre aquel hombre blanco destrozado y sucio y la anciana arikara muerta. Desde la distancia lo habían visto esforzarse para colocar su cuerpo en el andamio. No tenía sentido.

El indio meció la pierna para cruzar el lomo del enorme semental y se deslizó ágilmente al suelo. Caminó hacia Glass, penetrándolo con sus ojos negros. Glass sintió que se le encogía el estómago, aunque enfrentó la mirada sin hacer un solo gesto.

El indio logró sin esfuerzo lo que Glass se sentía obligado a fingir: un aire de absoluta seguridad. Su nombre era Caballo Amarillo. Era alto, de más de metro ochenta, con hombros cuadrados y una postura perfecta que acentuaba un cuello y pecho poderosos. En su cabello trenzado llevaba tres plumas de águila, con marcas que simbolizaban los enemigos que había matado en la batalla. Dos bandas decorativas corrían por el sayo de ante que cubría su pecho. Glass notó lo intrincado del trabajo, con cientos de púas de puercoespín entretejidas y teñidas de brillantes colores bermellón e índigo.

Cuando estuvieron frente a frente, el indio se acercó y extendió la mano hacia el collar de Glass, examinando la enorme garra de la osa mientras la giraba entre sus dedos. La dejó caer; el movimiento de sus ojos seguía el trazado de las cicatrices que surcaban el cráneo y la garganta de Glass. Lo empujó ligeramente en el hombro para darle la vuelta y examinó las heridas bajo su camisa desgarrada. Les dijo algo a los otros tres mientras miraba la espalda de Glass, quien escuchó a los otros guerreros desmontar y acercarse, y luego hablar con entusiasmo mientras tocaban e investigaban su espalda. «¿Qué pasa?».

La fuente de la fascinación de los indios eran las profundas heridas paralelas que se extendían por toda la espalda de Glass. Los indios habían visto muchas heridas, pero nunca algo así. Los profundos tajos estaban vivos, infestados de gusanos.

Uno de los indios se las arregló para atrapar un gusano blanco que se retorcía entre sus dedos. Lo sostuvo para que Glass lo viera. Glass gritó horrorizado, arrancándose los restos de la camisa, estirándose inútilmente para tocar las heridas que no estaban a su alcance, y luego cayendo sobre las manos y las rodillas, teniendo arcadas ante la repugnante idea de esa horrible invasión.

Pusieron a Glass en un caballo, detrás de uno de los jóvenes guerreros, y se alejaron cabalgando de la aldea arikara. El perro de la anciana comenzó a seguirles detrás de los caballos. Uno de los indios se detuvo, desmontó y persuadió al perro de que se acercara. Con el lado sin filo de una pequeña hacha, le aplastó el cráneo, tomó al animal por las patas traseras y cabalgó para alcanzar a los demás.



2002














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