domingo, octubre 30, 2022

“Moral y Dogma”, de Albert Pike





Fragmento


Toda comunidad debe tener sus periodos de prueba y transición, especialmente si entra en guerra. Es cierto que en un momento dado la nación estará totalmente gobernada por agitadores que apelen a los peores instintos de la naturaleza popular, por corporaciones dinerarias, por aquellos que se han enriquecido por la depreciación de los valores y fondos del estado o del papel moneda, por abogados de poca monta, intrigantes, especuladores y aventureros: una innoble oligarquía, enriquecida por las penurias del Estado y engordada por la miseria del pueblo. Entonces terminan todas las visiones de igualdad y los derechos del hombre expiran; y el Estado deteriorado y saqueado solo puede recuperar la libertad real atravesando una gran tribulación y purificándose en su transmigración por fuego y sangre.

 

En una república, pronto acontece que los partidos se reúnen alrededor de los polos positivo y negativo de alguna opinión o noción, y que el espíritu intolerante de una mayoría triunfante no permitirá ninguna desviación de la ortodoxia que ella misma ha impuesto. La libertad de opinión será enaltecida, pero cada uno la ejercerá corriendo el peligro de ser proscrito de la comunión polótica por aquellos que tienen las riendas y dictan la política a seguir. La esclavitud al partido y el servilismo a los caprichos populares van de la mano. La independencia política sólo sucede en un estado fósil, y las opiniones de los hombres emanan de los actos que se han visto obligados a hacer o sancionar. La adulación, tanto al individuo como al pueblo, corrompe tanto al adulador como al adulado, y no sirve mejor al pueblo que a los reyes. Un césar, cuyo poder es más seguro, no se preocupa de ello tanto como en una democracia libre, ni tampoco su deseo de halagos crecerá de forma exorbitante, como crece el del pueblo, hasta que se vuelve insaciable. El efecto de la libertad en los individuos es creer que pueden hacer lo que les plazca; en el pueblo, es en buena medida igual. Cuando se es sensible a la adulación, dado que esta responde siempre a algún interés y es movida por razones perversas y propósitos malvados, es seguro que tanto el individuo como el pueblo, al hacer lo que les plazca, estará haciendo lo que en honor y en conciencia debería haber permanecido sin hacerse. No se deberían hacer felicitaciones que bien pronto puedan tornarse en reproches; y como tanto los individuos como los pueblos son propensos a hacer un mal uso del poder, alabarlos, que es una forma segura de llevarlos a error, debería considerarse un crimen.

 

El primer principio de una república debería ser “que ningún hombre u organización de hombres está legitimado para emplear fondos o privilegios de la comunidad salvo para el servicio público, y los cargos de magistrado, legislador o juez nunca deben ser hereditarios”. Se trata de toda una enciclopedia de Verdad y Sabiduría comprendida en una sencilla frase y expresada en un lenguaje que todo hombre puede entender. Si un diluvio de despotismo fuese a anegar el mundo y destruir todas las instituciones bajo las que se cobija la libertad hasta tal punto que no fuese recordada por los hombres, esta única frase preservada sería suficiente para encender los fuegos de la libertad y revivir la raza de los hombres libres. 

 

Pero para preservar la libertad otra frase debe ser añadida: “que un estado libre no otorgue el cargo como recompensa, y menos aún por servicios discutibles, salvo que busque su propia ruina; sino que todos los funcionarios sean empleados por el estado teniendo en cuenta únicamente su voluntad y capacidad para rendir un servicio en el futuro, y por lo tanto que los mejores y más competentes sean siempre preferidos”.

 

Pues si da lo mismo la regla que sigamos, la de la sucesión hereditaria es quizá tan buena como cualquier otra. Pero en realidad por ninguna otra es posible preservar las libertades del estado y confiar el poder de hacer las leyes solo a aquellos que poseen ese agudo sentido de la justicia y la injusticia que les habilita para detectar la maldad y la corrupción por muy escondidas que estén, y que poseen ese coraje moral, hombría generosa e independencia galante que les convierten en temibles a la hora de sacar criminales a la luz del día y hacer caer sobre ellos el desdén y el desprecio del mundo. Los aduladores del pueblo nunca son tales hombres. Al contrario, siempre llega un momento a la república en que esta no está contenta, como Tiberio, con un único Sejano, sino que debe tener un sinnúmero de estos; y entonces aquellos más prominentes en el negociado de los asuntos son hombres sin reputación, capacidad de estado, habilidad o formación; son simples cortesanos de partido, que deben sus puestos a artimañas y al ansia de medrar sin poseer ni el corazón ni el intelecto que hace grandes y sabios a los hombres, padeciendo al mismo tiempo la visión estrecha y amargo sectarismo de la intolerancia política. Estos mueren; y el mundo no resulta más sabio por nada de lo que hayan dicho o hecho. Sus nombres se hunden en el fondo del pozo del olvido, pero sus actos de locura o bellaquería maldicen al cuerpo político y finalmente provocan su ruina.

 

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Los políticos, en un estado libre, son generalmente falsos, insensibles y egoístas. El fin de su patriotismo es su propia elevación, y siempre contemplan con oculta satisfacción la desgracia o caída de cualquiera cuyo eminente genio y superior talento ensombrezca su propia importancia, o cuya integridad e incorruptible honor se crucen en el camino de sus fines egoístas. La influencia de los pequeños aspirantes es siempre contraria a los grandes hombres, pues cuando estos acceden al poder puede ser para toda la vida, mientras que uno de ellos es más fácilmente depuesto, y todos esperan sucederle. Y sucede que a la larga los hombres impúdicamente aspiran con éxito, a los más altos puestos, pese a no servir más que para un bajo cometido de oficinista.

 

La consecuencia es que aquellos que se sienten competentes y cualificados para servir al pueblo rehusan con disgusto entrar en la lucha por el cargo, donde la doctrina perversa y jesuítica de que todo vale en política es una excusa para toda especie de villanías infames; y aquellos que persiguen los más altos puestos del Estado no gozan del espíritu magnánimo o los impulsos piadosos de una gran alma para llevar al pueblo a resoluciones generosas, nobles y heroicas, y a una acción varonil y sabia; sino que, como perritos falderos puestos de pie sobre sus patas traseras y con las delanteras servilmente suplicantes, adulan, lisonjean y mendigan votos. Más que rebajarse a esto, permanecen altaneramente distantes, rehusando desdeñosamente agasajar al pueblo y siguiendo la máxima: “la humanidad no posee ningún título que le permita exigir que la sirvamos en vez de servirse ellos mismos”.

 

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Es lamentable ver a una nación dividida en facciones, cada una siguiendo a este o aquel líder grande o cínico con una adoración ciega, irracional e incondicional; es deplorable verla dividida en clanes cuyo único propósito es el botín de la victoria y cuyos cabecillas son malvados, corruptos, de escasa talla y viles. Tal nación se encuentra en los últimos estadios de decadencia y, estando próximo su fin, no importa cuán próspera pueda parecer, pues al tiempo que discute se encuentra sobre el volcán y el terremoto. Pero es cierto que ningún gobierno puede ser dirigido por hombres del pueblo, y para el pueblo, sin una rígida fidelidad a aquellos principios que nuestra razón establece como sólidos e inamovibles. Estos deben ser el baremo para valorar a los partidos, los hombres y las medidas adoptadas. Una vez decididas, el gobierno debe ser inexorable en su aplicación, y todos deben respaldarlas o bien declararse en contra. Los hombres pueden traicionar, pero los principios no. La opresión es una consecuencia invariable de la confianza puesta equivocadamente en un hombre traicionero, nunca es el resultado del trabajo y la aplicación de un principio sólido, justo y bien probado. Los pactos que ponen los principios fundamentales en duda para unir en un solo partido a hombres de credos antagonistas no son sino fraudes que desembocan en la ruina, justa y natural consecuencia del fraude. Una vez que hayáis decidido vuestra teoría y credo, no permitáis desviaciones de él en la práctica por ninguna conveniencia. Es la palabra del Maestro. ¡No la rindáis al halago ni a la fuerza! ¡No permitáis que ninguna derrota o persecución os despoje de ella! Creed que el que ha errado una vez en su sentido de estado volverá a errar, y que esos yerros son fatales como crímenes; y que la cortedad de miras no se corrige por la edad. Hay siempre más impostores que visionarios entre los hombres públicos, más falsos profetas que verdaderos, más profetas de Baal que de Jehová; y Jerusalén siempre está en peligro ante los asirios.




en Moral y Dogma, 2008


























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