A propósito del cumpleaños de mi madre, Cristina Ortega Fierro
La británica Margot Fonteyn (1919 – 1991) – Margaret Hookham, su verdadero nombre – es reconocida como una de las figuras más importantes de la historia de la danza clásica.
Apodada «El Cisne» por su elegancia y calidad interpretativa, debutó en los escenarios a los 15 años y se mantuvo activa hasta pasados los 60, participando no sólo en espectáculos teatrales –como Giselle, La bella durmiente o El lago de los cisnes–, sino también en producciones cinematográficas y televisivas.
Casada con el diplomático panameño Roberto Arias, se involucró con él en un complot político y, más tarde, se dedicó a cuidarlo con devoción tras un atentado que lo dejó cuadrapléjico. Durante su carrera, por más de una década formó una aclamada pareja de baile con el ruso Rudolf Nureyev, quien terminaría siendo un gran apoyo en su lucha contra el cáncer que la afectó los últimos años de su vida.
¿Cómo recuerdas el período final de tu existencia?
Fue difícil. Me sentía sola, estaba enferma y mi situación económica no era buena, debido a que gran parte de mis ganancias como bailarina las destiné a solventar los gastos médicos de mi marido, que falleció dos años antes que yo. Sin embargo, pude contar con ayuda. Mi amigo Rudolf Nureyev, a quien siempre llamé cariñosamente Nuri, costeó mi terapia contra el cáncer. Fuimos muy unidos, a pesar de que él tenía 20 años menos que yo. Recuerdo que congeniamos desde que nos invitaron a bailar juntos por primera vez, en 1961. En ese tiempo, mi carrera iba en declive y, con él, cobró nuevos bríos. Llegamos a ser la pareja más emblemática y afamada de la historia de la danza clásica. Yo lo adoraba y lo mimaba como a un hijo y él me trataba con una delicadeza extraordinaria. Había una gran complicidad entre los dos. Para mí fue muy importante contar con su apoyo.
También fuiste muy cómplice de tu marido, al involucrarte con él en un complot político.
A Tito lo conocí muy joven, cuando él estudiaba en Cambridge. Pero no nos volvimos a ver hasta tiempo después, precisamente el día en que bailé por primera vez en Nueva York. Después del espectáculo, llegué a mi camarín y me encontré con unas hermosas flores rojas y una tarjeta que decía: «Roberto E. Arias, delegado de Panamá en las Naciones Unidas». Yo no había olvidado a aquel muchacho de copete engominado, ojos negros, sonrisa cautivadora e impecable gusto para vestir. Nos casamos en 1955 y él se convirtió en el embajador panameño en la Corte de Saint James. No tuvimos hijos, principalmente porque yo nunca quise y él ya tenía tres de un matrimonio anterior. Llevamos una vida colmada de lujos y deleites. Y mientras yo seguía cosechando éxitos como bailarina, él comenzaba a gestar una rebelión en contra del entonces presidente de Panamá, Ernesto de la Guardia. Nos fuimos a su país y participamos del intento golpista de 1959. Fuimos acusados de intento de contrabando de armas y yo, deportada a Inglaterra. Finalmente, él pudo seguir con su carrera política. Era diputado de la Asamblea Nacional cuando le dispararon en la calle, en 1964. Fue una tragedia, pero también mi oportunidad para cuidarlo y mimarlo. Nos quedamos definitivamente en Panamá y, aún sabiendo que tenía una amante, a la que veía cada vez que yo salía de gira, no dejé de preocuparme de él, manteniéndome a su lado hasta el día de su muerte.
¿Qué significó la danza para ti?
De niña era callada y reservada, pero cobraba personalidad y fortaleza cada vez que bailaba. Mi madre vio un potencial en mí y a los seis años me hizo iniciar los estudios de ballet en China, donde mi familia se había instalado temporalmente debido al trabajo de mi padre. De regreso en Londres, tuve la oportunidad de ingresar en la Escuela de Vic-Wells Ballet, que después se transformó en Sadler’s Wells Ballet y finalmente en el Royal Ballet. Gracias a mis maestros y coreógrafos, Ninette de Valois y Frederick Ashton, logré adquirir la disciplina que no tenía y convertirme en primera bailarina. No fue fácil. Es una carrera muy exigente, pero aunque mis pies delicados dolían y sangraban, yo entendía que el alcance de mi arte dependía de la magnitud de mi sacrificio. Y cuando bailaba, todo desaparecía; sólo existía la música.
en danzaballet.com, 6 de agosto, 2017
* Frases creadas para efectos de esta nota a partir de artículos sobre Fonteyn publicados en elpais.com, danza.es, biografiasyvidas.com y theguardian.com.
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