Traducción de Edgardo Dobry
En la Biblia, el cazador por excelencia es el gigante Nemrod, el mismo al que la tradición atribuye el proyecto de la torre de Babel, cuya cima debía tocar el cielo. El autor del Génesis lo define como «bravo cazador delante de Dios» (10, 9) (o incluso «contra Dios», según la versión latina más antigua, la «Ítala») y esta cualidad venatoria le era tan consustancial como para haberse convertido en proverbio («de aquí nace el proverbio: como Nemrod bravo cazador frente a Dios»).
En Inferno, XXXI Dante castiga a Nemrod por su «mal pensamiento» con la pérdida del lenguaje significante («que así es para él cualquier lengua / como la suya para los demás, incomprensible»); él sólo puede proferir sonidos privados de sentido «Raphèl mai amècche zabì almi» o también, como cazador, hacer sonar el cuerno («alma obtusa / tientas el cuerno, y con eso te desahogas»).
¿Qué fue lo que cazó Nemrod? ¿Por qué su caza es «contra Dios»? Si el castigo de Babel fue la confusión de las lenguas, es probable que la caza de Nemrod tuviera que ver con un perfeccionamiento artificial de la única lengua de los hombres, que debía conceder a la razón un poder ilimitado. Esto es al menos lo que deja entender Dante cuando, para caracterizar la perfidia de los gigantes, habla de «argumento de la mente» (Inf., XXXI, 55).
¿Es acaso casualidad que Dante presente siempre, en De vulgari eloquentia, su búsqueda del vulgar ilustre mediante la imagen de una caza («cazamos la lengua») y que la lengua así conseguida sea asimilada a una bestia feroz, a una pantera?
En los orígenes de nuestra tradición literaria, la búsqueda de una lengua poética ilustre se pone, así, bajo el inquietante signo de Nemrod y de su caza titánica, como manifestando el riesgo mortal implícito en todo intento de restaurar el esplendor original de la lengua.
La «caza de la lengua» es, a la vez, arrogancia antidivina, que exalta el poder razonador de la palabra, y búsqueda amorosa que quiere, en cambio, poner reparos a la presunción babélica. Cualquier empeño humano serio debe enfrentarse indefectiblemente con este riesgo.
en El final del poema, 1996
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