martes, octubre 04, 2022

“El gigante ahogado”, de J. G. Ballard





La mañana después de la tormenta, encalló en la playa, a unos ocho kilómetros al noroeste de la ciudad, el cuerpo de un gigante ahogado. Un granjero de los alrededores trajo las primeras noticias de su arribo, que posteriormente fueron confirmadas por los reporteros del periódico local y la policía. A pesar de esto, la mayoría de las personas, yo entre ellas, manteníamos una actitud escéptica. Pero el número cada vez mayor de testigos oculares que daban fe del inmenso tamaño del gigante fue demasiado para nuestra curiosidad. La biblioteca en la que mis colegas y yo llevábamos a cabo nuestra investigación estaba casi desierta cuando partimos hacia la costa, poco después de las dos, y a lo largo del día la gente siguió abandonando oficinas y tiendas, a medida que las historias sobre el gigante circulaban por la ciudad.

 

Para cuando llegamos a las dunas situadas encima de la playa, se había congregado una muchedumbre considerable. Pudimos ver el cuerpo, tendido en la arena, a doscientos metros de distancia. Al principio, las estimaciones de su tamaño nos parecieron muy exageradas. Era el momento de la bajamar y, pese a que casi todo su cuerpo estaba expuesto, el gigante parecía ser solo un poco mayor que un tiburón peregrino. Estaba tumbado de espaldas, con sus brazos extendidos a los lados en actitud de reposo, como si estuviera durmiendo en ese espejo de arena húmeda; el reflejo de su piel descolorida se desvanecía al retirarse el agua. Bajo la luz clara del sol, el cuerpo relucía como el plumaje blanco de un ave marina.

 

Intrigados por el espectáculo e insatisfechos con las prosaicas explicaciones que ofrecía la multitud, mis amigos y yo avanzamos desde las dunas hasta la playa de guijarros. Todo el mundo parecía reacio a aproximarse al gigante, pero media hora después dos pescadores equipados con botas de caña alta cruzaron la playa de arena. Cuando sus diminutas figuras se acercaron al cuerpo tumbado, un repentino alboroto se elevó de entre los espectadores: los dos pescadores se veían completamente empequeñecidos por el gigante. Aunque los talones del coloso estaban parcialmente hundidos en la arena, sus pies se alzaban hasta una altura de por lo menos el doble de la de un hombre, y advertimos de inmediato que este leviatán ahogado tenía la corpulencia y las dimensiones del mayor de los cachalotes.

 

Al lugar habían llegado tres barcas de pescadores que, con las quillas izadas, se mantuvieron a cuatrocientos metros de la costa, mientras sus tripulaciones observaban desde las respectivas proas. Su discreción disuadió a los espectadores que estaban en la orilla de atravesar la playa de arena. Con impaciencia, todos bajaron de las dunas y esperaron en las pendientes de grava, ansiosos por mirar más de cerca. El mar se había ido llevando la arena que rodeaba el contorno de la figura, por lo que a su alrededor se había formado una depresión, como si el gigante hubiera caído del cielo. Los dos pescadores estaban entre los dos enormes pedestales de los pies y nos hacían señas, como si fueran turistas paseándose entre las columnas de un templo bañado por las aguas del Nilo. Temí que el gigante solo estuviera dormido y se moviera de pronto, juntando los talones de golpe, pero sus ojos vidriosos apuntaban fijamente al cielo, y no advertían las minúsculas réplicas de sí mismo que se movían entre sus pies.

 

Los pescadores comenzaron a caminar rodeando el cadáver, pasando junto a los blancos costados de las piernas. Tras una pausa para examinar los dedos de la mano abierta hacia el cielo, los hombres desaparecieron de nuestra vista al situarse entre el brazo y el pecho, para resurgir luego e inspeccionar la cabeza. Mirando hacia arriba, se protegían los ojos del sol en su intento de ver aquel inmenso perfil griego. La frente plana, la nariz recta y los labios apretados del gigante evocaban una copia romana de Praxíteles, y los elegantes cartuchos de las fosas nasales acentuaban su semejanza con una escultura monumental.

 

De repente, se elevó un grito desde la multitud y cien manos señalaron hacia el mar. Me sobresalté al ver que uno de los pescadores había trepado al pecho del gigante y caminaba por él haciendo gestos hacia la muchedumbre. De esta surgió un rugido de sorpresa y triunfo que se perdió en la avalancha de grava, al salir todos en estampida para cruzar la playa de arena.

 

Cuando nos acercamos a la figura, tendida en una charca del tamaño de un campo de fútbol, nuestro excitado parloteo volvió a esfumarse, superado por las vastas dimensiones físicas de este coloso agonizante. Yacía formando un ligero ángulo con la costa; las piernas estaban más cerca de la playa y el escorzo había ocultado su auténtica longitud. A pesar de los dos pescadores que ya estaban de pie sobre el abdomen, la multitud formó un gran círculo; algunos grupos de personas avanzaban vacilantes hacia las manos y los pies.

 

Mis compañeros y yo rodeamos el cuerpo del gigante y nos aproximamos a él desde el mar. La mole del tórax y la cadera se alzaba por encima de nuestras cabezas como el inmenso casco de un barco encallado. La piel nacarada, distendida por la inmersión en agua salada, escondía los contornos de los enormes músculos y tendones. Pasamos por debajo de la rodilla izquierda, ligeramente flexionada, de cuyos lados colgaban filamentos de algas marinas húmedas. Le cubría el abdomen, y guardaba ligeramente su decoro, una pesada pieza de tela de tejido abierto que el agua del mar había descolorado hasta dejarla amarillenta. Un fuerte olor a salmuera emanaba de la vestimenta, que desprendía vapores bajo el sol, y se mezclaba con el potente efluvio de la piel del gigante.

 

Nos detuvimos junto al hombro y levantamos la vista hacia el rostro inmóvil. Los labios estaban ligeramente separados y los ojos abiertos y velados, obliterados, como si les hubieran inyectado un líquido lechoso y azulino. Sin embargo, los delicados arcos de las fosas nasales y las cejas investían al rostro de un encanto refinado que desmentía el poder brutal del pecho y los hombros.

 

La oreja del gigante se alzaba en el aire, por encima de nuestras cabezas, como un portal tallado. Cuando ya levantaba mi mano para tocar el lóbulo colgante, se asomó alguien sobre el borde de la frente y me lanzó un grito. Retrocedí, sobresaltado por esta aparición, y entonces vi que varios jóvenes habían subido al rostro, y se empujaban los unos a los otros, dentro y fuera de las órbitas.

 

Ahora había personas trepando por todo el cuerpo del gigante, cuyos brazos hacían las veces de escaleras. Remontaban desde las palmas, por los antebrazos, hasta los codos, y desde ahí gateaban por la distendida curva de los bíceps hasta el rellano de los músculos pectorales, los cuales abarcaban la mitad superior del pecho liso y lampiño. A partir de ahí escalaban la cara, una mano detrás de la otra, subiendo por los labios y la nariz, o incursionaban hacia el abdomen, para reunirse con otras personas que se habían montado sobre los tobillos y rondaban las columnas gemelas de los muslos.

 

Continuamos nuestro recorrido a través de la multitud y nos detuvimos a examinar la mano derecha. En la palma abierta había un pequeño charco de agua, como un residuo de otro mundo, que ahora pisoteaba la gente que ascendía por el brazo. Intenté leer las líneas que surcaban la piel, en busca de alguna pista del carácter del gigante, pero la distensión de los tejidos casi las había borrado, llevándose todo rastro de su identidad, y de su último y trágico trance. Los inmensos músculos y huesos de la mano parecían negar la existencia de toda sensibilidad en su poseedor; sin embargo, la delicada flexión de los dedos y las uñas bien cuidadas —cada una cortada de forma simétrica hasta unos quince centímetros a partir del centro— indicaban un temperamento refinado, que se reflejaba en los rasgos helenos de aquel rostro sobre el cual ahora los lugareños se sentaban como moscas.

 

Hasta había un joven, de pie sobre la punta misma de la nariz, que con los brazos colgándole a los lados lanzaba gritos a sus compañeros. Sin embargo, el rostro del coloso aún conservaba su macizo aplomo.

 

Ya de regreso a la orilla, nos sentamos sobre la grava y observamos el incesante río de gente que llegaba desde la ciudad. Frente a la costa se habían reunido seis o siete botes de pesca, y sus tripulaciones habían vadeado las aguas someras para ver más de cerca esta gigantesca víctima de la tormenta. Más tarde apareció una patrulla de policías que hicieron un tímido intento de acordonar la playa, pero tras caminar hasta la figura tumbada todas las ideas al respecto los abandonaron y se marcharon juntos, echando miradas de perplejidad por encima del hombro.

 

Una hora después, en la playa había un millar de personas, de las cuales al menos doscientas estaban de pie o sentadas sobre el gigante, apiñadas en los brazos y las piernas, o circulando por su pecho y su vientre en una incesante aglomeración. Una nutrida panda de jóvenes había ocupado la cabeza y los muchachos se lanzaban desde las mejillas, deslizándose por los suaves planos de la mandíbula. Dos o tres escalaron la nariz y otro se introdujo gateando en una de las fosas nasales, desde donde emitía ladridos, como un perro.

 

Por la tarde regresó la policía y abrió camino a través de la muchedumbre a un grupo de científicos, autoridades en anatomía topográfica y biología marina, de la universidad. Bajaron los muchachos y la mayoría de las personas que estaban sobre el gigante, dejando atrás a unos pocos espíritus osados, encaramados sobre los dedos de los pies y la frente. Los expertos rodearon con pasos largos el cuerpo del gigante y asentían con sus cabezas mientras intercambiaban opiniones vehementemente, precedidos por el policía que hacía retroceder a los espectadores. Cuando llegaron a la mano extendida, el oficial se ofreció para ayudarles a subir a la palma, pero los expertos se apresuraron a rechazar el ofrecimiento.

 

Volví otra vez a la playa tres días después. Mis amigos de la biblioteca habían regresado a sus trabajos y delegado en mí la tarea de mantener al gigante en observación, así como la de preparar un informe. Puede que captaran mi especial interés en el caso y, ciertamente, era verdad que yo deseaba regresar a la playa. Nada había en ello de necrofílico ya que, a todos los efectos, para mí el gigante todavía estaba vivo, más vivo, por cierto, que muchas de las personas que lo observaban. Lo que me parecía tan fascinante era, en parte, su vasta escala, los inmensos volúmenes que ocupaban sus brazos y piernas, los cuales parecían confirmar la identidad de mis miembros en miniatura, pero sobre todo me fascinaba el hecho puro y rotundo de su existencia. Sin importar qué otro aspecto de nuestras vidas pudiera ser objeto de dudas, el gigante, vivo o muerto, existía en un sentido absoluto y aportaba una breve visión de un mundo de otros absolutos, del cual los espectadores de la playa éramos copias tan imperfectas y exiguas.

 

Cuando llegué a la playa, la multitud era considerablemente menor, y había unas doscientas o trescientas personas sentadas en la grava, disfrutando de una comida al aire libre y mirando a los grupos de visitantes que se alejaban por la arena. Las sucesivas mareas habían acercado al gigante a la orilla, empujando la cabeza y los hombros hacia la costa, con lo cual su tamaño parecía haberse duplicado; su cuerpo colosal empequeñecía los botes de pesca varados junto a sus pies. Los irregulares contornos de la playa habían arqueado ligeramente la espalda del gigante, expandiendo su pecho y basculando la cabeza hacia atrás, obligándolo a adoptar una postura más expresivamente heroica. Los efectos combinados del agua de mar y la tumefacción de los tejidos habían dado al rostro un aspecto menos terso y juvenil. Aunque las vastas proporciones de los rasgos hacían imposible estimar la edad y el carácter del gigante, en mi visita previa su boca y su nariz de perfil clásico sugerían que había sido un joven de temperamento recatado y discreto. Ahora, sin embargo, parecía ser, cuando menos, de mediana edad. Las mejillas hinchadas, la nariz y las sienes más anchas, los ojos empequeñecidos, le daban un aspecto de madurez bien alimentada que aun ahora sugería la corrupción por venir.

 

Este acelerado desarrollo post mórtem del carácter del gigante, como si los elementos latentes de su personalidad hubieran adquirido suficiente impulso durante su vida para desencadenarse en una breve biografía final, me seguía fascinando. Señalaba el comienzo de la rendición del coloso ante ese implacable sistema del tiempo en el que se encuentra inmerso el resto de la humanidad y del cual, como un millón de olas retorcidas en un torbellino fragmentado, nuestras vidas son el producto final. Ocupé mi posición en la playa de guijarros, directamente frente a la cabeza del gigante, desde donde podía ver a los recién llegados y a los niños que trepaban por las piernas y los brazos.

 

Entre los visitantes de la mañana había varios hombres vestidos con chaquetas de cuero y gorras de tela, que observaban al gigante con el ojo crítico del profesional, estimando sus dimensiones en pasos y haciendo bastos cálculos en la arena con trozos de madera traídos por la marea. Supuse que eran del departamento de obras públicas y otras agencias municipales que, sin lugar a dudas, se preguntaban cómo deshacerse de ese colosal despojo.

 

También aparecieron en el lugar varios individuos bastante mejor vestidos, propietarios de circos y empresas afines, que caminaban lentamente alrededor del gigante, con las manos en los bolsillos de sus abrigos y sin hablarse. Evidentemente, aquella mole era demasiado grande hasta para sus incomparables empresas. Después de su partida, los niños continuaron corriendo por los brazos y las piernas, mientras los jóvenes forcejeaban sobre el rostro y cubrían con la arena húmeda de sus pisadas la piel blanca del gigante.

 

Al día siguiente pospuse deliberadamente mi visita hasta avanzada la tarde y cuando llegué había menos de cincuenta o sesenta personas sentadas en la playa de guijarros. Habían llevado al gigante más cerca de la costa, a una distancia de poco más de setenta metros, y sus pies aplastaban la empalizada podrida de un rompeolas. La pendiente de arena, que aquí era más firme, había inclinado su cuerpo hacia el mar y el rostro magullado se apartaba de la orilla en un gesto casi consciente. Me senté sobre un gran cabrestante que habían sujetado con cadenas a un cajón hidráulico de hormigón situado sobre la grava y miré hacia abajo a la figura tumbada.

 

La piel descolorida había perdido su nacarada traslucidez y estaba salpicada con la arena sucia que había reemplazado a la que la marea nocturna se había llevado. Masas de algas marinas llenaban los espacios entre los dedos, y una colección de desechos y jibiones descansaba en las cavidades formadas debajo de la cadera y las rodillas. Pero a pesar de esto y del constante engrosamiento de sus rasgos, el gigante seguía conservando su magnífica estatura homérica. La inmensa envergadura de sus hombros y las columnas de sus brazos y piernas aún transportaban a la figura a otra dimensión, y el gigante parecía una imagen más auténtica de uno de los argonautas o de los héroes de la Odisea ahogados que el retrato convencional, de tamaño humano, que yo tenía antes en mi mente.

 

Bajé a la arena y caminé entre los charcos de agua hacia el gigante. Dos niños estaban sentados en el orificio de la oreja y, en el extremo más lejano, un joven solitario se erguía sobre uno de los dedos del pie, inspeccionándome mientras me aproximaba. Como imaginé al retrasar mi visita, nadie más me prestaba atención y la gente de la orilla permanecía metida dentro de sus abrigos.

 

La palma de la mano derecha del gigante estaba cubierta de conchas rotas y arena, en la cual se podía ver un rastro de pisadas. La mole redondeada de la cadera se alzaba por encima de mi cabeza bloqueándome la vista del mar. El olor dulcemente acre que había percibido antes ahora era más intenso y a través de la piel opaca podía ver las serpentinas tuberías de los vasos sanguíneos congelados. Por más repugnante que pareciera, esta continua metamorfosis, una vida visible en la muerte, fue lo único que me permitió poner un pie sobre el cadáver.

 

Usando el pulgar proyectado hacia arriba a modo de pasamanos subí a la palma y comencé mi ascenso. La piel era más dura de lo que había imaginado, apenas cedía bajo mi peso. Caminé rápidamente por el antebrazo y el prominente globo del bíceps. La cara del gigante ahogado se elevaba a mi derecha, con las cavernosas fosas nasales y los inmensos lados de las mejillas como si fueran el cono de un extraño volcán.

 

Tras conseguir rodear el hombro a salvo, pasé a la gran planicie del pecho, a través de la cual se alzaban, como enormes vigas, las elevaciones óseas de la caja torácica. La piel blanca estaba manchada por las ennegrecidas magulladuras de pisadas innumerables, en las cuales se podía ver con claridad la forma de cada talón individual. Alguien había construido un castillo de arena en el centro del esternón y me subí a esa estructura parcialmente derrumbada para poder ver mejor el rostro.

Los dos niños habían escalado la oreja y ahora subían por la órbita derecha, cuyo globo ocular azul, totalmente velado por un fluido lechoso, miraba ciegamente más allá de aquellas formas diminutas. Visto de forma oblicua, desde abajo, el rostro carecía de toda gracia y reposo; con la boca retraída y la barbilla levantada por los gigantescos músculos pectorales, parecía la proa dañada de un colosal naufragio. Por primera vez me percaté de lo extremo de la agonía física final del gigante, no menos dolorosa que la conciencia de que su musculatura y tejidos colapsaban. El absoluto aislamiento de la arruinada figura, arrojada como un barco abandonado sobre la playa desierta, donde casi ni se sentía el ruido de las olas, transformaban su cara en una máscara de agotamiento e impotencia.

 

Di un paso adelante y mi pie se hundió en una depresión de tejido mórbido liberando una ráfaga de gas fétido que se elevó desde una abertura entre las costillas. Me alejé de aquel aire atufado que flotaba como una nube sobre mi cabeza y me volví hacia el mar para limpiar mis pulmones. Asombrado, descubrí que alguien había amputado la mano izquierda del gigante.

 

Observé consternado el muñón que se iba ennegreciendo, mientras el solitario joven de antes, recostado en su percha aérea a treinta metros de distancia, me miraba con ojos sanguinarios.

 

Este fue solo el primero de una serie de pillajes. Me pasé los dos días siguientes en la biblioteca, reacio por algún motivo a visitar la costa, consciente de que probablemente había visto aproximarse el fin de una magnífica ilusión. Cuando volví a atravesar las dunas y llegué a la playa de grava, el gigante estaba a poco más de veinte metros de distancia, y con esta cercanía de los ásperos guijarros toda la magia que antes envolvía su forma distante, barrida por las olas, había desaparecido. Pese a su inmenso tamaño, las magulladuras y la suciedad que le cubrían el cuerpo lo hacían parecer solo un humano a escala, y sus enormes dimensiones no hacían más que aumentar su vulnerabilidad.

 

Su mano y su pie derechos habían sido extirpados, arrastrados pendiente arriba y transportados dificultosamente, en un carro, lejos de ahí. Después de interrogar al pequeño grupo de personas apiñadas junto al malecón, supe que los responsables del despojo eran una compañía de fertilizantes y un fabricante de pienso para el ganado.

 

El otro pie del gigante se alzaba en el aire con el pulgar enlazado por un cable de acero, obviamente un preparativo para el día siguiente. La playa que lo circundaba había sido removida por un grupo de trabajadores, y profundos surcos marcaban el suelo por el que las manos y el pie habían sido acarreados. Un fluido oscuro y salobre manaba de los muñones, y manchaba la arena y los conos blancos de las sepias. Mientras caminaba por la playa de guijarros advertí que habían cortado varias jocosas esvásticas y otros signos en la piel gris, como si la mutilación de este coloso inmóvil hubiera desencadenado una repentina avalancha de desprecio reprimido. El lóbulo de una de las orejas había sido atravesado por una lanza de madera y, en medio del pecho, el fuego de una pequeña hoguera había ennegrecido la piel en derredor. El viento todavía dispersaba las cenizas finas y blancas.

 

El cadáver estaba envuelto en un hedor nauseabundo, la inocultable señal de la putrefacción, que por lo menos había ahuyentado a los habituales grupos de jóvenes. Regresé a la playa de guijarros y trepé al cabrestante. Las mejillas hinchadas del gigante ya casi le habían cerrado los ojos y contraído los labios en una boqueada monumental. La nariz antes recta griega estaba ahora torcida y achatada, aplastada por un sinnúmero de talones contra la cara inflamada.

 

Cuando regresé a la playa al día siguiente, descubrí, casi con alivio, que se habían llevado la cabeza.

 

Pasaron varias semanas antes de mi siguiente viaje a la playa y, para entonces, la semejanza humana de antes se había desvanecido una vez más. Examinados de cerca, el tórax y el abdomen eran inconfundiblemente humanos, pero a medida que los miembros iban siendo cercenados, primero a la altura de la rodilla y el codo, después en el hombro y el muslo, el cadáver recordaba al de cualquier animal marino sin cabeza, una ballena o un tiburón ballena. Con esta pérdida de identidad y los pocos rasgos de personalidad que se habían aferrado vagamente a aquella figura, el interés de los espectadores expiró y la zona intermareal quedó desierta salvo por un anciano raquero y el sereno en la entrada de la caseta del contratista.

 

Alrededor del cadáver habían levantado un flojo andamio de madera, desde el cual colgaba al viento una docena de escalas; la arena que lo circundaba estaba atestada de rollos de cuerda, largos cuchillos y rezones con mango de metal, y los guijarros, grasientos por la sangre y los trozos de hueso y piel.

 

Saludé con un gesto de la cabeza al sereno, quien me observaba con actitud hosca desde detrás de los carbones encendidos de su brasero. Toda la zona estaba invadida por el penetrante olor de grandes cubos de sebo que hervían en un contenedor detrás de la caseta.

 

Se habían llevado los dos fémures con la ayuda de una pequeña grúa, ahora envuelta en aquella tela, semejante a la gasa, que antes cubría la cintura del gigante; las concavidades resultantes bostezaban como entradas de graneros. También habían despachado los húmeros, las clavículas y las partes pudendas. Líneas paralelas pintadas con brea marcaban la piel restante del tórax y el vientre, y habían desprendido la primera de las cinco o seis secciones así delimitadas desde el abdomen, dejando expuesto el gran arco de la parrilla costal.

 

Cuando me retiré, una bandada de gaviotas descendió en círculos del cielo y se posó en la playa. Picoteaban la arena manchada entre furiosos chillidos.

 

Varios meses después, cuando, en general, la noticia de la llegada del gigante ya había sido olvidada, comenzaron a reaparecer por toda la ciudad diversas piezas de su cuerpo desmembrado. La mayoría eran huesos que los fabricantes de fertilizantes habían encontrado demasiado difíciles de moler: su enorme tamaño, así como los inmensos tendones y discos cartilaginosos adheridos a las articulaciones los identificaba de inmediato. Por algún motivo, estos fragmentos sin cuerpo parecían transmitir mejor la esencia de la original magnificencia del gigante que aquellos hinchados apéndices que después le habían sido amputados. Mientras miraba las instalaciones de una gran carnicería, al otro lado de la calle, reconocí los dos fémures gigantescos, uno a cada lado de la entrada. Se alzaban por encima de la cabeza del portero como dos amenazantes megalitos de alguna primitiva religión druídica y tuve la repentina visión del gigante poniéndose de rodillas, elevándose sobre esos huesos desnudos y alejándose con grandes pasos a través de las calles de la ciudad, recogiendo los fragmentos dispersos de sí mismo en su camino de regreso al mar.

 

Pocos días después, vi el húmero izquierdo en la entrada del astillero (su compañero estuvo varios años tirado en el fango, entre los pilotes que sostienen el principal muelle comercial de la bahía). Esa misma semana un carro alegórico exhibió la mano derecha momificada durante el desfile anual de los gremios.

 

La mandíbula inferior, como no podía ser de otro modo, acabó en el Museo de Historia Natural. El resto del cráneo ha desaparecido, pero probablemente esté oculto en algún terreno baldío o en algún jardín privado de la ciudad. Hace poco, navegando por el río me encontré con dos de las costillas del gigante; componían el arco decorativo de un jardín de la ribera, posiblemente confundidas con las mandíbulas de una ballena. Un gran cuadrado de piel curtida y tatuada del tamaño de una manta india hace las veces de telón de fondo para muñecos y máscaras en una tienda de regalos cercana al parque de atracciones. No me cabe la menor duda de que en algún otro lugar de la ciudad, en los hoteles o en los clubes de golf, cuelgan de una pared, sobre algún hogar, la nariz o las orejas momificadas del gigante. En cuanto al inmenso vergajo, acabó sus días en el museo de curiosidades de un circo que viaja por todo el noroeste. Este monumental aparato, asombroso tanto por el tamaño como por su potencia de otrora, ocupa él solo todo un pabellón del circo. Lo irónico es que lo han identificado erróneamente como el miembro de una ballena. En efecto, la mayoría de la gente, aun quienes vieron al gigante aquella primera vez, sobre la playa, después de la tormenta, lo recuerdan, cuando lo hacen, como una gran bestia marina.

 

El resto del esqueleto, despojado de toda la carne, todavía está en la costa. El desorden de costillas descoloridas parece el maderamen de un barco abandonado. Han quitado la caseta del contratista, la grúa y el andamio, y la arena ha cubierto la pelvis y la columna vertebral. En invierno, los huesos altos y curvos quedan abandonados al golpeteo de las olas, pero en verano constituyen una percha excelente para las gaviotas cansadas del mar.



1964

 

en Cuentos completos, 2001


























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