Durante la pandemia pensé mucho en el tiempo. Los días se confundían y el silencio de la ciudad le arrebataba el sentido a la continuidad, como si el cronómetro de las cosas dejara de sonar. Y como muchos, creo, pensé en la muerte. Los primeros fallecidos tenían rostro y nombre, y con el correr de las semanas y meses pasaron a ser abstracciones, números en la pantalla, y así los muertos se volvieron la nueva medida del tiempo, un reloj sin constancia, marcando días, semanas y meses en mareas. Y temía por mis padres ancianos, por mi hija diabética, y también me preguntaba si me iba a tocar a mí, si sería un tic en el nuevo cronómetro.
En ese periodo estaba escribiendo una novela y pensaba en cómo representar la muerte de un personaje. Quería hacerlo desde su propia subjetividad, sus últimas impresiones, y mientras narraba lo que debiesen ser los momentos finales de su consciencia, notaba que sus percepciones se alargaban como una seda. En vez de dar contra el olvido y la ausencia absoluta, su existencia parecía desacelerarse exponencialmente hacia un punto inalcanzable, como si llegar al destino fuese matemáticamente imposible. Decidí hacerle caso a esa intuición y dejé al personaje perdurando en aquella pista atemporal.
Cuando pienso en las definiciones aceptadas del tiempo, veo que no se hacen cargo de la naturaleza misma de este. En términos generales se habla del avance continuo y aparentemente irreversible de la existencia, parcelada en momentos pasados, presentes y futuros. De este modo suelo pensar en mi vida, mi pasado seccionado en momentos históricos, memorias que corresponden a mi niñez, adolescencia, adultez, y a veces separo las etapas según los distintos lugares en que he vivido. Pienso en mi presente como si fuese una extensión temporal cuando sé que no lo es, no obstante mi presente suele apropiarse del pasado inmediato y de los acontecimientos predecibles del futuro naciente; como por ejemplo la certeza que siento sobre el punto que pondré al completar esta oración o incluso la menos certera pero muy probable rutina del día de mañana. Y el futuro en sí también está seccionado en segmentos de especulación, o sea dónde y cómo me pienso la semana que viene, en un año, en una década, o también cómo me pienso en los lugares posibles del porvenir. Hago este ejercicio especulativo hasta estrellarme contra el límite de mi futura muerte, y es precisamente esa frontera ficticia la que me hace ver que nada de aquello, ni las memorias ni las especulaciones, es realmente temporal. Mis memorias no se ubican literalmente en el pasado y mis especulaciones no están aguardándome en el futuro. Entiendo que las memorias y las especulaciones siempre son ahora, y ese ahora no tiene extensión ni permanencia. En ese sentido, el tiempo nunca es parte de mi experiencia más allá de un algo imaginado. Esa reflexión me hace cuestionar la ubicación misma de la muerte en mi mapa parcelado del tiempo, pienso que quizá no tiene cabida en un diorama pretérito/presente/futuro, que no es algo que se dispone en la vida sino fuera de ella, fuera de lo lineal, al margen del tiempo.
A diferencia de la materia y el espacio, el tiempo no posee propiedades físicas, puedo percibir cambios materiales que ocurren dentro del espacio físico, pero no es un fenómeno asible en el tiempo mismo, más bien es un concepto que utilizamos para explicar y justificar la aparente cadena de cambios que acontecen en el espacio y en la materia; el auto que pasa, la hoja que se marchita, el batir de las alas de una polilla, la llama que se extingue, o el último aliento de un ser amado. En el contexto de la filosofía del tiempo, podríamos debatir ideas como el presentismo versus el eternalismo, o el universo de bloque, o vincularlo a las elucidaciones de Kant sobre el tiempo y la consciencia, así como el rol que juega la muerte en la concepción del tiempo según Heidegger. En términos matemáticos, el «flujo del tiempo» sería más bien la «dirección» en que incrementa la entropía y se añade información al estado de las cosas. Por otro lado, la definición general que le asigna la física es que el tiempo es aquello que se puede medir con un reloj, o sea el tiempo existe solo cuando lo medimos. Claro, tampoco es tan simple cuando nos referimos a la relatividad y especialmente cuando tomamos en cuenta las propiedades cuánticas del universo, en donde los fenómenos de la realidad y el tiempo están sujetos a la observación. Incluso, físicos como Carlo Rovelli señalan que el tiempo es un espejismo y proponen eliminarlo de las ecuaciones. Rovelli afirma que la inclusión del tiempo en las ciencias nace de nuestra ignorancia, y que proyectamos temporalidad simplemente porque no somos capaces de ver el universo en todo su detalle de manera simultánea, por lo cual recurrimos a una ilusión temporal para así disponer las cosas en una hilera de fenómenos discretos.
Confieso que estos son conceptos que me cuesta entender, pero a la vez tomo consuelo en que también le cuesta a la ciencia y a la filosofía. Quizá esto nos pasa porque somos seres teleológicos, o sea entendemos el mundo en secuencia causal: inicio, medio, fin. Pensar el universo en términos atemporales es un desafío a nuestro lenguaje y a nuestra cognición. Pienso en Matadero cinco de Kurt Vonnegut y el recurso intencionalmente absurdo de los trafalmadorianos (y su no tan absurda cosmología) en donde el universo existe simultáneamente en todas sus fases temporales, como un diorama desplegado que contiene todos los momentos existentes. Aquel ejemplo de Vonnegut me ayuda a visualizar la idea de la atemporalidad, el universo como un bloque tan grande y tan complejo que no puedo abarcarlo entero y por ende mi percepción le asigna cronología, para así imaginar que las cosas «suceden» en vez de simplemente «ser». Solo de esa manera puedo fabular una comprensión del mundo y narrarme una vida. El mismo Einstein se refirió lateralmente al universo de bloque y las consecuencias que este modelo tiene en la noción de la muerte. Al enterarse del fallecimiento de uno de sus colaboradores y mejores amigos, Michele Besso, le envió una carta a la familia de su amigo en la que dice: «Ahora que se ha apartado de este extraño mundo un poco por delante de mí. Aquello no significa nada. La gente como nosotros, quiénes creen en la física, saben que la distinción entre el pasado, el presente y el futuro es solo una ilusión obstinadamente persistente».
Cuando pienso que el tiempo es apenas un modelo mental, un andamiaje edificado para racionalizar el flujo de cambio material que se estrella contra nuestro universo, me dan ganas de experimentar el mundo sin temporalidad. Fracaso, siempre. Sin embargo, hay instancias en las que siento que me aproximo un poco, cuando logro frenar la velocidad del «flujo», calmar la cabeza un poco, y sentirme en el mundo sin anticipar nada. En esos momentos no me cabe duda de que la percepción consciente juega un papel fundamental en la sensación de temporalidad. Pienso que mientras la mente crea el tiempo, la consciencia posee la facultad de observar la instrumentación del modelo, y al observarlo la consciencia se posiciona fuera del dominio temporal. Las analogías siempre me han ayudado a asir lo abstracto, y en este caso me sirve la que Wittgenstein hace entre el ojo y el campo visual. Ilustra cómo el ojo genera el campo pero se ubica fuera de él (el ojo no ve el ojo), tal cual el sujeto yace fuera del mundo. Asimismo, el «campo perceptual» de la consciencia se temporaliza porque solo así puede hilar el mundo para que quepa en el embudo racional, mientras la consciencia misma es una singularidad atemporal que yace fuera del efecto de su propio dominio. Es como si, por decirlo de alguna manera, nuestra consciencia proyectara linealidad, como si fuéramos faroles que lanzan una luz temporal sobre nuestra experiencia del mundo. De este modo nos disponemos para que nuestra vida acontezca en vez de que sea. La existencia que acontece es percibida como lineal, y causal: comienzo, medio, fin. En cambio ser, en su totalidad, no posee tiempo, simplemente es.
Pienso que más allá de los méritos y/o debilidades de estas y otras teorías del tiempo (que en fin, no son más que eso, teorías),* el aspecto que pareciera trascender sus diferencias se encuentra en la consciencia y el papel fundamental que cumple en la percepción del flujo temporal. Desde la física a la filosofía del tiempo, la consciencia se vuelve un punto de partida que se resiste al exilio. Cada vez que intento definir el tiempo sin el protagonismo de la observación siento que es un empresa condenada al fracaso. De modo que vuelvo a la idea de que la mente crea el tiempo, y que la consciencia es una singularidad que se ubica fuera del flujo continuo instrumentado por el «campo perceptual». Es en esta intersección que me surgen las preguntas en torno a la muerte, sobre su aparente finalidad absoluta e irreversible vis-à-vis la perpetuidad atemporal de la consciencia; el primer estado observado desde una perspectiva externa versus el segundo, experimentado desde la subjetividad de una percepción menguante. ¿Cómo consolidar un fenómeno temporal y cronológico ante una disposición atemporal y eterna? ¿Pueden ambas condiciones coexistir de manera simultánea? Si sostenemos que el tiempo es una función de la consciencia, entonces podríamos especular que sí, que ambas condiciones son compatibles y que el umbral de la muerte permitiría la existencia en estado atemporal. Y si el ocaso de la mente va mano a mano con la clausura del «campo perceptual», entonces la inercia de la mente menguante debería dilatarse y ser eterna. Y mientras la percepción de la consciencia se va frenando, asimismo lo hace el tiempo, reptando en perpetuidad hacia un horizonte infinito, mas nunca arribando. La percepción generada por la consciencia, incluyendo el tiempo percibido, se aproxima in aeternum a cero sin alcanzarlo nunca. En consecuencia, la eternidad no es para siempre ni es cronológica, es inextinguible porque da un paso al costado. Se ubica fuera del flujo de la continuidad, donde la siempre-dad se vuelve obsoleta.
La muerte es la certeza más certera del futuro, la especulación menos arriesgada, y me pregunto si en aquel momento, cuando me toque, estaré solo o acompañado. Y si resulta que hay alguien conmigo cuando ocurra, un ser querido, un testigo accidental, una doctora o enfermera, sea quién sea, ésta sentirá el correr del tiempo y entenderá que he expirado. Para aquellos que presencien nuestro fin, nuestra muerte se volverá un acontecimiento inmediatamente pretérito. Y mientras el observador externo perciba el flujo del tiempo y determine que hemos expirado, en realidad simplemente nos habremos hecho a un lado del camino. Y en aquel estado atemporal, el ímpetu del ser es imperecedero y provisto de un alcance infinitamente simultáneo.
No se trata de vida después de la muerte, sino de vida eterna en el umbral inmensurable de la muerte.
Inédito, 2022
Grabado intervenido de Gustave Doré
* Véase también la aplicación analógica de la paradoja de Zenón, la imposibilidad de alcanzar el cero absoluto (0º K), y el realismo modal de Lewis.
1 comentario:
En febrero de 2021, luego de leer Némesis, expresaba lo siguiente en mi FB a contramano de los entendidos:
"A pesar de que siguen apareciendo críticas sobre Némesis que discurren alrededor del obvio tema del fin de mundo, sigo pensando que hay otro plano de lectura del relato, subterráneo, como las ratas de la novela, y que está centrado en el tema muerte, cómo es morir, qué pasa en el cerebro de alguien mientras agoniza.
Que la novela empiece narrada en primera persona, que es la persona del ferrocarrilero asesinado en las primeras páginas, y luego cuando empieza a agonizar éste, otra voz, que todo lo ve y sabe, se haga cargo del relato hasta que todo acaba, es la puerta de entrada a ese segundo plano de lectura, además del antecedente de El púgil, novela de Mike Wilson donde todo ese Buenos Aires post apocalíptico que abarca casi la totalidad del relato transcurre en la mente del boxeador mientras yace noqueado en el piso, como yace en una calle agonizante el ferrocarrilero en Némesis."
Leo ahora este escrito de M. Wilson, y definitivamente voy por la relectura de Artico y Némesis. Además por estos días, que estuve con Casa de hojas, no pude dejar de ver una analogía entre los pasillos, laberintos y abismos insondables de la Casa de Danielewsky, y los pasillos subterráneos de las ratas de Némesis, y todo se me hace como una inmensa metáfora del inconsciente. Emilia Cabrera
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