martes, septiembre 20, 2022

“La mentalidad de grupo”, de Doris Lessing





La gente que vive en Occidente, en las sociedades que llamamos sociedades occidentales o del mundo libre, puede ser educada de muchas maneras distintas, pero todos saldrán con una idea de sí mismos que es algo como esto: «Yo soy ciudadano de una sociedad libre y eso significa que soy un individuo que hace elecciones individuales. Mi mentalidad es mía, propia, mis opiniones son elegidas por mí, soy libre de hacer lo que quiera y, en el peor de los casos, las presiones que pesan sobre mí son económicas, es decir, tal vez sea yo demasiado pobre para hacer lo que desee».

 

Este conjunto de ideas puede parecer una caricatura, pero no está muy lejos de como nos vemos a nosotros mismos. Es un retrato que acaso no se adquiere conscientemente, pero forma parte de una atmósfera general o de un conjunto de suposiciones que influye directamente sobre la idea que tenemos de nosotros mismos.

 

De esta manera, en Occidente las personas pueden pasar toda su vida sin pensar nunca en analizar un retrato tan halagüeño y, como resultado, están inermes ante muchos tipos de presiones que se ejercen sobre ellos para adaptarse a determinados modelos.

 

El hecho es que todos vivimos nuestras vidas en grupo: la familia, el grupo de trabajo, el grupo social, el religioso y el político. En realidad, muy pocas personas son felices solas, y cuando lo son, sus vecinos suelen considerarlas excéntricas, egoístas o algo peor. La mayoría de los individuos no puede soportar la soledad durante mucho tiempo; siempre están buscando grupos a los cuales pertenecer, y si un grupo se disuelve buscan otro. Somos todavía, pues, animales de grupo y esto no tiene nada de malo pero, como lo sugerí en una conversación anterior, lo peligroso no es pertenecer a un grupo o a una serie de grupos, sino no comprender las leyes sociales que gobiernan a los grupos y, por ende, también a nosotros.

 

Cuando estamos en un grupo solemos pensar como piensa el grupo; acaso hayamos ingresado en el grupo para encontrar personas «afines» pero también descubrimos que nuestro pensamiento cambia porque pertenecemos a otro grupo. Mantener una opinión individual disidente cuando se es miembro de un grupo es la cosa más difícil que pueda haber.

 

Me parece que esto es algo que todos hemos experimentado, algo que damos ya por sentado y en lo que acaso jamás hayamos pensado detenidamente. Sin embargo, los psicólogos y los sociólogos han hecho muchos experimentos sobre este tema. Si yo describo un experimento o dos, quizá todo el que me escuche, que acaso sea sociólogo o psicólogo, se lamentará: «Oh, Dios mío, otra vez eso», pues ya habrá oído demasiadas veces acerca de estos experimentos clásicos. Sospecho que el resto de las personas nunca habrá oído hablar de esos experimentos y nunca se le habrán expuesto tales ideas. Si estoy en lo cierto, entonces esto ilustrará bien mi tesis general y la idea general en que se basan estas pláticas: nosotros (la especie humana) estamos hoy en posesión de mucha información sólida acerca de nosotros mismos, pero no la aprovechamos para mejorar nuestras instituciones y, por consiguiente, nuestras vidas.

 

Una típica prueba o experimento sobre este tema se desarrolla de la siguiente manera: el investigador se gana la confianza de un grupo de personas a las que da instrucciones, pero no incluye en ese grupo a uno o dos individuos; luego elige alguna situación que requiera medición o evaluación, por ejemplo, comparar la longitud de unos trozos de leña que apenas difieren entre sí (pero lo bastante para que se note) o unas formas que sean casi del mismo tamaño; entonces la mayoría del grupo, siguiendo instrucciones, afirmará tercamente que estas dos formas o longitudes son iguales, mientras que el individuo solitario o la pareja que no ha recibido las instrucciones afirmará que las piezas son diferentes. A pesar de las aparentes evidencias, la mayoría seguirá insistiendo (hablando metafóricamente) en que lo negro es blanco y, tras un periodo de exasperación, irritación y hasta ira —y ciertamente de incomprensión— la minoría estará de acuerdo. No siempre ocurre así, pero casi siempre; hay en realidad gloriosos individualistas que insisten empecinadamente en decir la verdad tal como la ven, pero casi todos ceden a la opinión de la mayoría y se someten a su atmósfera.

 

Cuando se les describe a las personas tan escuetamente y en forma tan poco halagüeña estas reacciones, suelen responder con incredulidad: «Yo ciertamente no cedería, yo digo lo que pienso…», pero ¿será cierto? 

 

Las personas que han conocido muchos grupos y que tal vez hayan observado su propia conducta, acaso convendrán en que una de las cosas más difíciles es permanecer en contra de nuestro propio grupo, en contra de un grupo de compañeros nuestros. Muchos reconocen que entre sus más vergonzosos recuerdos está el de haber dicho que lo negro es blanco porque otros así lo estaban diciendo.

 

En otras palabras, nosotros sabemos que esto es cierto en la conducta humana, pero ¿cómo lo sabemos? Una cosa es reconocer, en forma relativamente vaga e incómoda (que probablemente incluye la esperanza de que nunca volvamos a encontrarnos en tan difícil situación), y otra totalmente distinta es dar ese frío paso hacia una especie de objetividad donde pueda decirse: «Muy bien, si así son los seres humanos, incluyéndome a mí, reconozcámoslo, y examinemos y organicemos en consecuencia nuestras actitudes».

 

Este mecanismo de obediencia al grupo no sólo significa obediencia o sumisión a un grupo pequeño, o a uno marcadamente determinado, como una religión o un partido político. También significa adaptarse a esas grandes reuniones de personas vagamente definidas que acaso nunca pensarán que tienen una mente colectiva porque están conscientes de sus diferencias de opinión... pero a los ojos externos, a los de la otra cultura, esas diferencias les parecen insignificantes. Las suposiciones y aserciones subyacentes que gobiernan el grupo nunca se analizan, nunca se desafían, quizá nunca se notan, y la principal de ellas es precisamente esta: que nos encontramos en una mentalidad de grupo muy resistente al cambio, poseedora de suposiciones irrefutables que nunca pueden discutirse.

 

Dado que mi campo de actividad es la literatura, es en ella donde encuentro con más facilidad mis ejemplos. Yo vivo en Londres y la comunidad literaria de allí, para decirlo de manera moderada, no se consideraría en lo absoluto una mente colectiva, pero así es como yo la veo. En esta comunidad se dan por sentados unos cuantos mecanismos que se repiten con suficiente frecuencia como para referirse a ellos y esperar que ocurran de manera habitual, por ejemplo, la llamada «regla de los diez años» que consiste en que cuando un escritor muere, generalmente su obra cae de la gracia del público, o de su atención, y luego resurge. Ahora bien, podemos pensar vagamente que es probable que esto ocurra, pero ¿es útil? o, lo que es más, ¿tendría que ocurrir así? Otro mecanismo muy notable es el modo en que un escritor puede caer en el olvido por muchos años —aún vive pero pasa casi inadvertido— y luego, de pronto, se le recuerda y se le cubre de elogios. Un ejemplo es Jean Rhys, que vivió muchos años en el país; nunca se le mencionó, bien habría podido estar muerta y la mayoría creía que lo estaba; tenía una desesperada necesidad de amistades y de ayuda y no la recibió durante mucho tiempo. Luego, gracias a los esfuerzos de un editor perspicaz, terminó Ancho mar de los Sargazos, y de súbito volvió a ser visible, pero —y este es mi argumento— todos los libros anteriores que no habían recibido menciones ni honores de pronto también fueron recordados y elogiados. ¿Por qué no recibieron el menor elogio durante todo ese largo periodo de olvido? Bueno, porque así es como funciona la mente colectiva: todos hacen lo mismo al mismo tiempo.

 

Podemos decir, desde luego, que sencillamente «así es el mundo», pero ¿tiene que ser así? Si tiene que serlo, entonces al menos podríamos anticiparlo, comprenderlo y tomar algunas precauciones. Si esto se convirtiera en un mecanismo ampliamente conocido quizá sería más fácil para los críticos mostrarse más intrépidos y parecerse menos a las ovejas en sus afirmaciones. ¿Han de tener tanto miedo a la presión de su grupo? ¿De veras no se dan cuenta de cómo repiten lo que dicen los demás?

 

Es fácil darse cuenta de cómo una idea o una opinión —y a veces hasta una frase— surge, se repite en cientos de críticas, en numerosas reseñas y conversaciones... y luego desaparece. Mientras tanto, cada uno de los que valerosamente han repetido esta opinión o frase ha sido víctima de una compulsión de ser como todos los demás, compulsión que nunca ha sido analizada... o, por lo menos, no por él, incluso si esto es fácilmente observable para «los de fuera».

 

Desde luego, este es un mecanismo del que dependen los periodistas cuando visitan un país: saben que si entrevistan a una pequeña muestra de cierto grupo o de determinada clase de personas, estos dos o tres ciudadanos representarán a todos los demás pues en cualquier momento todas las personas de cualquier grupo o clase o índole estarán diciendo las mismas cosas e, incluso, usarán las mismas palabras.

 

Mi experiencia como Jane Summers ilustra estos puntos y otros muchos; por desgracia no tengo tiempo para narrar la historia completa. Escribí dos libros con otro nombre, Jane Summers, que ofrecí a unos editores como si se tratara de una autora desconocida. Hice esto por curiosidad, para poner en relieve ciertos aspectos de la maquinaria editorial y para elucidar los mecanismos que gobiernan las críticas. El primero, The Diary of a Good Neighbour [Diario de una buena vecina], fue rechazado por mis dos editores principales, y fue aceptado por un tercero y también por tres editores fuera de Gran Bretaña. El libro fue enviado deliberadamente a todos los que se consideran expertos en mi obra, los cuales no me reconocieron. Como casi todas las novelas, con el tiempo recibió críticas (breves y a menudo condescendientes) y se habría desvanecido para siempre dejando atrás sólo unas cuantas cartas de admiradores. Dado que Jane Summers sí recibió algunas cartas de admiradores de la Gran Bretaña y los Estados Unidos, los pocos que conocían el secreto se quedaron asombrados de que nadie lo hubiera adivinado. Entonces escribí la segunda novela, llamada If the Old Could [Si la vejez pudiera] y nadie adivinó; de manera que algunos empezaron a decirme: «¿Cómo es posible que nadie te haya reconocido? ¡Yo te habría reconocido al instante!». Bueno, quizá. Sin embargo, tal vez todos dependemos de los nombres y de la envoltura más de lo que nos gustaría creer. Poco antes de revelar el secreto a todos, un entrevistador norteamericano me preguntó qué creía yo que iba a ocurrir; dije que seguramente el círculo literario británico se pondría furioso y diría que los libros no eran buenos, pero que todos los demás quedarían encantados. Pues bien, eso fue exactamente lo que ocurrió. Recibí muchas cartas de felicitación de escritores y de lectores a quienes les había gustado la broma... y unas cuantas críticas amargas y furiosas. Sin embargo, en Francia y en Escandinavia los libros se publicaron como Los diarios de Jane Summers escritos por Doris Lessing. Rara vez he tenido tan buenas críticas como las que recibí en Francia y en Escandinavia por los libros de Jane Summers. Desde luego, podríamos llegar a la conclusión de que los críticos de Francia y Escandinavia no saben lo que es el buen gusto, pero sí los críticos británicos.

 

Todo eso fue muy divertido, pero me ha dejado, asimismo, con una sensación de tristeza y vergüenza por mi profesión. ¿Tiene que ser todo siempre tan predecible? ¿Tiene la gente que ser como una manada?

 

Por supuesto que sí hay espíritus originales, personas que siguen su línea y no son víctimas de la necesidad de decir o de hacer lo que hacen todos los demás, pero son pocos, muy pocos. De ellos depende la salud y la vitalidad de todas nuestras instituciones, no sólo de la literatura, de la que he estado sacando mis ejemplos.

 

Ya se ha dicho que un diez por ciento de la población consiste en los que podemos llamar líderes natos, personas que siguen sus propias ideas y las aplican a todas sus decisiones y elecciones. Se ha estudiado esto hasta el punto de que se ha instruido a los que dirigen cárceles, campos de concentración y campamentos para prisioneros de guerra: hay que apartar ese diez por ciento; una vez conseguido eso, los presos se volverán dóciles y conformistas.

 

Tocamos aquí la idea del elitismo que ahora está tan desprestigiada (es tan desagradable que en grandes esferas de la política y hasta de la educación la idea de que algunas personas puedan estar por naturaleza mejor dotadas que otras tropieza con enorme resistencia), pero ya volveré más adelante a este tema. Por lo pronto, podemos observar que todos dependemos de esta idea del individualista solitario que desdeña la conformidad y la respetamos. Este es el tema recurrente en las películas norteamericanas arquetípicas, por ejemplo Mr. Smith Goes to Washington [Caballero sin espada, en España].

 

Hablemos ahora de cómo todos mantienen una actitud hacia cierto escritor o cierto libro, repitiendo todos las mismas cosas, sean de elogio o de censura, hasta que ocurre un cambio de opinión. A veces esto puede obedecer a algún cambio social más vasto; tomemos como ejemplo el movimiento feminista; en Londres, para citar un caso específico, hay una editorial audaz y diligente llamada Virago que es dirigida por mujeres; ellas han conseguido revalorar a muchas escritoras que habían sido ignoradas o que no habían sido tomadas en serio. No obstante, vemos que a veces el cambio se debe a que una persona se levanta contra la opinión prevaleciente y las demás se alinean con ella; entonces la nueva actitud se vuelve general.

 

Por supuesto que este mecanismo es aprovechado todo el tiempo por las editoriales: cuando hay que lanzar a un nuevo escritor, una nueva novela, los editores buscarán a un escritor ya consagrado para que lo elogie. Como un «nombre» dice que es bueno los editores de obras literarias prestan atención y entonces se lanza el libro. Es fácil ver esta maquinaria en acción incluso en nosotros mismos: si alguien a quien respetamos dice que tal o cual cosa es buena, cuando creemos que no lo es, nos resulta difícil diferir; si varias personas dicen que es buena, entonces resulta todavía más difícil.

 

Del mismo modo, en un momento en que un conjunto de actitudes está por cambiar resulta fácil ver en acción mecanismos para no correr riesgos: un crítico escribirá un artículo hábilmente equilibrado entre una posibilidad y otra. Esto se lleva a cabo a menudo con un tono ligero, enterado, cortés; este tono en particular se utiliza mucho en radio y televisión cuando se tocan temas dudosos, por ejemplo, cuando se creía que era imposible que lleváramos hombres a la Luna (recuérdense las palabras de Richard Woolley, astrónomo de la reina, pocos años antes del Apolo 11). Este tono ligero, burlón y desdeñoso separa al locutor de su tema: se dirige al radioescucha, al espectador, como si pasara por encima de las cabezas de los estúpidos que creen que podemos poner un hombre en la Luna, o que puede haber monstruos en el lago Ness o en el lago Champlain, o que... complete el lector con su opción preferida.

 

Una vez que hemos aprendido a ver en acción este mecanismo puede verse lo poco de nuestra vida que está libre de él. Casi todas las presiones del exterior nos llegan como creencias de grupo, necesidades de grupo, necesidades nacionales, así ocurre con el patriotismo y con las exigencias de las lealtades regionales, como las de nuestra ciudad y nuestros grupos locales, así como muchas otras de todas índoles. Sin embargo, más sutiles y más exigentes — más peligrosas— son las presiones del interior que nos exigen que nos conformemos; estas son las más difíciles de observar y de contener (si acaso es posible).

 

Hace muchos años visité la Unión Soviética durante uno de sus periodos de censura literaria, particularmente severo. El grupo de escritores que conocimos estaba diciendo que ya no había necesidad de que censuraran sus obras porque en ellos se había desarrollado lo que llamaban una «censura interna». A los occidentales nos escandalizó que dijeran esto con orgullo; lo alarmante era que se mostraran tan ingenuos al respecto, apartados como estaban de toda información sobre los avances de la psicología y la sociología. Esta «censura interna» constituye lo que los psicólogos llaman «internalizar» una presión exterior —como por ejemplo la presión de alguno de nuestros padres— y consiste en que hacemos nuestra una actitud que antes había provocado nuestra resistencia y disgusto. Esto sucede todo el tiempo y a menudo no es fácil que sus propias víctimas se den cuenta de ello.

 

Hay otros experimentos de psicólogos y sociólogos que sirven para hacer patente ese conjunto de experiencias al que damos el nombre popular de «naturaleza humana». Estos experimentos son recientes; es decir, se han llevado a cabo en los últimos veinte o treinta años; ha habido incluso algunos experimentos clave, seminales, que han hecho surgir muchos otros similares (como lo he dicho antes) y que resultan muy familiares para los profesionales, pero son desconocidos por la mayoría.

 

Uno de ellos se llama experimento de Milgram. Lo he escogido precisamente porque causó y sigue causando controversias, porque fue extremadamente debatido y porque la mayoría de los profesionales del campo se estremecen tan sólo con oír hablar de él. No obstante, el grueso de la gente nunca ha oído hablar de él y —es mi creencia— si nos enteramos de un experimento como este, si estamos familiarizados con las ideas en que está fundado, entonces realmente habremos conseguido algo. El experimento de Milgram se originó por la curiosidad de saber cómo era posible que personas decentes y bondadosas, como ustedes y yo, llegaran a perpetrar actos abominables si se les ordena hacerlos: como es posible, por ejemplo, que innumerables oficiales del régimen nazi dieran como excusa que sólo «estaban obedeciendo órdenes».

 

El investigador puso en una habitación a varias personas elegidas al azar, a quienes se les informó que estaban tomando parte en un experimento. Una pantalla dividía la habitación de tal manera que pudieran oír lo que ocurría en la otra parte, pero no verla. En esta segunda parte se había sentado a unos voluntarios, que en apariencia estaban conectados por medio de cables a un aparato que aplicaba descargas eléctricas cada vez más fuertes, hasta poder causar la muerte, como la silla eléctrica. Este aparato les indicaba cómo debían responder a las descargas: con gruñidos, luego gemidos, luego gritos, luego súplicas de que se pusiese fin al experimento. La persona que había en la primera parte de la habitación creía que en la segunda había, en realidad, una persona conectada a la máquina; se le dijo que su tarea consistía en aplicar las descargas cada vez más fuertes, siguiendo exclusivamente las instrucciones que le diera el experimentador y sin hacer caso de los gritos de dolor y las súplicas que oía del otro lado de la pantalla. Así, sesenta y dos por ciento de las personas que participaron en la prueba continuaron aplicando descargas hasta un nivel de 450 voltios cuando, desde un nivel de los 258 voltios, el supuesto «conejillo de indias» ya había dado un grito de agonía para luego guardar silencio. Las personas que aplicaban lo que parecían ser, por lo menos, dosis sumamente dolorosas de electricidad, mostraban gran tensión pero seguían haciéndolo. Después casi no podían creer que hubiesen sido capaces de este acto; algunos dijeron: «Bueno, yo sólo estaba siguiendo instrucciones».

 

Este experimento, como muchos otros parecidos, nos informa de manera objetiva que la mayoría de las personas, sean negras o blancas, hombres o mujeres, viejas o jóvenes, ricas o pobres, obedecerán órdenes, por muy bárbaras o brutales que sean. En suma, esta obediencia a la autoridad no es exclusiva de los alemanes bajo el régimen nazi, sino parte de la conducta humana en general. Las personas que han participado en movimientos políticos en épocas de extrema tensión, las personas que recuerdan cómo eran en la escuela, saben ya esto... pero una cosa es soportar una carga de conocimiento, a medias consciente, tal vez con vergüenza, esperando que se vaya si no la recordamos mucho, y otra es decir abiertamente, con toda calma y sensatez: «Exacto. Esto es lo que debemos esperar en estas y aquellas condiciones».

 

Imagínese que esto se enseñara en la escuela, imagínese que se les dijera a los niños: «Si se ven en este o aquel tipo de situación, si no tienen cuidado se encontrarán comportándose como bárbaros y salvajes si se les ordena serlo. ¡Cuidado con estas situaciones! Deben estar en guardia contra sus más primitivas reacciones e instintos».

 

Otra serie de experimentos muestra cómo aprenden mejor los niños en la escuela. Algunos resultados van directamente en contra de algunas de nuestras más queridas suposiciones; por ejemplo, ahora sabemos que los niños no aprenden mejor cuando están «interesados» o «estimulados», sino cuando están aburridos, pero, dejando eso de lado, es bien sabido que los niños aprenden mejor de los maestros que esperan que aprendan bien y la mayoría lo hará mal si no se espera mucho de ellos. Ahora bien, sabemos que en clases mixtas, de niños y niñas, la mayoría de los maestros, inconscientemente, les dedicarán más tiempo a los niños que a las niñas, esperarán mucho más de los niños y continuamente subestimarán los dones de las niñas. En las clases mixtas los maestros blancos denigrarán —asimismo, inconscientemente— a los niños no blancos, esperarán menos de ellos y les dedicarán menos tiempo. Ya dije que estos hechos son conocidos, pero ¿dónde se les menciona?, ¿dónde se les aplica en las escuelas? En ningún pueblo se dice a los maestros lo siguiente: «Como maestros deben tener conciencia de esto, de que la atención es uno de nuestros más poderosos útiles para ayudar a la enseñanza. La atención —palabra que aplicamos a cierta calidad de respeto, un interés dinámico en una persona— es lo que alimentará a sus alumnos». (A lo cual, desde luego, ya puedo oír la respuesta: «Pero ¿qué haría usted si tuviera a treinta niños en su clase?, ¿cuánta atención podría prestar a cada uno?»). Sí, ya lo sé, pero si estos son los hechos, si la atención es tan importante, entonces en algún punto las personas que asignan el dinero para las escuelas y los programas de preparación deberán decirse simplemente: «Los niños florecen si se les presta atención y si las expectativas de sus maestros son de que triunfarán; por tanto, deberemos pagar suficiente dinero a los educadores para que presten suficiente atención».

 

Hay otra serie de experimentos que se llevó a cabo ampliamente en los Estados Unidos y, hasta donde yo sé, también en Canadá: un equipo de médicos, por ejemplo, hace que se les admita como pacientes en un hospital para enfermos mentales, sin que lo sepa el personal. Desde el inicio empiezan a mostrar los síntomas que se esperan de las personas mentalmente enfermas, y muestran una serie de conductas descritas como típicas de los enfermos mentales. Los médicos verdaderos, sin excepción, dicen que están enfermos y los clasifican de varias maneras, según los síntomas que les han descrito, pero curiosamente no son los médicos ni las enfermeras quienes se dan cuenta de que estos supuestos enfermos están sanos; quienes lo notan son los otros pacientes. No se dejan engañar, ellos son quienes pueden ver la verdad; luego ocurre que sólo con gran dificultad estas personas sanas convencieron al personal de que están realmente sanas y logran ser dadas de alta del hospital.

 

Del mismo modo, un grupo de ciudadanos comunes, que en realidad son investigadores, hace que los metan en prisión, algunos de ellos como si fueran presos ordinarios, otros en puestos de guardias. Al punto, ambos grupos empiezan a comportarse como deben: los «guardias» empiezan a actuar como si fueran auténticos guardias, con autoridad, tratando mal a los presos, quienes, por su parte, muestran la clásica conducta de la prisión, se vuelven paranoicos, desconfiados, etcétera. Los «guardias» confesaron después que no pudieron dejar de disfrutar la posición de poder, de gozar de la sensación de dominar a los débiles y, una vez fuera, los supuestos presos no podían creer que en realidad se habían comportado como lo habían hecho. ¿Qué ocurriría si este tipo de cosas se enseñara en las escuelas?

 

Supongámoslo por un momento... al punto quedará claro el meollo del problema. Imaginen que decimos a los niños: «En los últimos cincuenta años, poco más o menos, la especie humana ha cobrado conciencia de mucha información acerca de sus mecanismos; de cómo se comporta y de cómo se ve obligada a comportarse en ciertas circunstancias. Para que esto sea útil, deberán aprender a analizar estas reglas con calma, desapasionada y desinteresadamente, sin emoción. Es una información que liberará al hombre de sus lealtades ciegas, de la obediencia gratuita a ciertas consignas, a retóricas, a jefes, a emociones de grupo». Ahí está: ¿qué gobierno, en cualquier parte del mundo, verá con satisfacción que sus súbditos aprendan a liberarse de la retórica y las presiones del gobierno y del Estado? Todo Estado depende precisamente de la lealtad apasionada y de la sujeción a la presión de grupo. Desde luego, unos más que otros. El Irán de Jomeini y las sectas extremistas islámicas, así como los países comunistas, se encuentran en un extremo de la escala; países como Noruega, en cuya fiesta nacional los niños, vestidos con atuendos folclóricos, llevan flores, cantan y bailan sin que haya a la vista un solo tanque o un cañón, se encuentran en el otro. Resulta interesante hacer especulaciones: ¿qué país, qué nación, dónde y cuándo, habría puesto en marcha un programa para enseñar a sus hijos a ser gente que resistiera a la retórica, que examinara los mecanismos que los gobiernan? Sólo puedo pensar en uno: los Estados Unidos al nacer, en aquel periodo embriagador de la Declaración de Gettysburg. Mas aquel tiempo no habría podido sobrevivir a la Guerra Civil, pues cuando estalla una guerra los países no pueden permitirse un examen desinteresado de su conducta; cuando estalla una guerra las naciones enloquecen; y tienen que enloquecer si quieren sobrevivir. Cuando recuerdo la segunda Guerra Mundial veo algo que por entonces sólo sospeché vagamente, y es que todos estaban locos. Hasta quienes no se encontraban inmersos directamente en el escenario de la guerra. No estoy hablando de las aptitudes para matar y para destruir que se enseñan a los soldados como parte de su entrenamiento, sino de una especie de atmósfera, del veneno invisible que se difunde por doquier. Entonces la gente, por todas partes, empieza a actuar como nunca podría hacerlo en tiempos de paz. Después miramos hacia atrás, asombrados: ¿hice yo realmente eso?, ¿creí eso?, ¿me tragué esa propaganda?, ¿creí que todos nuestros enemigos eran malos?, ¿que todas las acciones de nuestra nación eran buenas?, ¿cómo pude tolerar ese estado mental, día tras día, mes tras mes, perpetuamente estimulado, perpetuamente animado a sentir unas emociones contra las cuales mi cerebro quieta y desesperadamente protestaba?

 

No, no puedo imaginar a ninguna nación —al menos, no por mucho tiempo— que enseñe a sus ciudadanos a volverse personas capaces de resistir a las presiones del grupo. Y tampoco puedo imaginar ningún partido político. Conozco muchas personas que son socialistas de varios matices y he probado esto con ellas, diciendo: «En estos días, todos los gobiernos, para asesorarse, emplean psicólogos sociales, expertos en el comportamiento del grupo y en la conducta de la chusma; las elecciones se preparan como si se tratase de una obra de teatro, los asuntos públicos se presentan de acuerdo con las reglas de la psicología de masas, los militares aprovechan esta información, los interrogadores, los servicios secretos y la policía la utilizan»: sin embargo, ninguno de ellos, ninguno de estos partidos y grupos, que afirman representar al pueblo, se han puesto a analizar jamás, hasta donde yo sé, estas cuestiones.

 

Por una parte, hay gobiernos que manipulan, utilizando conocimientos y habilidades de expertos; por la otra, hay personas que hablan de democracia, de libertad y de todo lo demás, como si estos valores fuesen creados y mantenidos simplemente hablando de ellos, repitiéndolos suficientes veces. ¿Cómo es posible que estos movimientos llamados democráticos no se hayan propuesto instruir a sus miembros en las leyes de la psicología de la multitud, de la psicología de grupo?

 

Cuando hago estas preguntas la respuesta siempre es una incómoda y quejumbrosa renuencia, como si todo el tema fuera realmente de muy mal gusto, desagradable e improcedente. Como si fuera a desaparecer con sólo no hacerle caso.

 

Y así en este momento, si miramos en cualquier lugar del mundo a nuestro alrededor, la paradoja es que constatamos que esta nueva información se estudia ávidamente por los gobiernos, por los poseedores y los usuarios del poder. Se estudia y se pone en práctica, mientras que la gente que dice oponerse a la tiranía literalmente no quiere saber nada al respecto.




en Las cárceles elegidas, 1986

























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