Era una mañana luminosa. El sol brillaba sobre las aceras y jardines mojados, y se reflejaba en los centelleantes autos estacionados. El funcionario caminaba a toda prisa, mientras pasaba las páginas del manual de instrucciones con el ceño fruncido. Se detuvo un momento frente a la casa de estuco verde. Subió por el camino privado y entró en el patio trasero. El perro dormitaba dentro de su cabaña, dando la espalda al mundo. Solo se veía su gruesa cola.
—Por el amor de Dios —exclamó el funcionario, con los brazos en jarras. Golpeó ruidosamente el sujetapapeles con su lápiz mecánico—. ¡Tú, despierta!
El perro se removió. Asomó la cabeza por la puerta de la cabaña, bostezando y parpadeando.
—Ah, eres tú. ¿Ya?
Volvió a bostezar.
—Importantes acontecimientos. —El dedo del funcionario recorrió con habilidad la hoja de control del tráfico—. Esta mañana ajustarán el sector T137. Empezarán exactamente a las nueve en punto. —Consultó su reloj de bolsillo—. Una alteración de tres horas. Acabarán a mediodía.
—¿T137? No está lejos de aquí.
Los finos labios del funcionario se torcieron en una mueca de desdén.
—En efecto. Demuestras una sorprendente perspicacia, mi peludo amigo. Quizás puedas adivinar qué hago aquí.
—Nos superponemos a T137.
—Exacto. Hay elementos de este sector implicados. Cuidaremos que se acomoden adecuadamente cuando empiece el ajuste. —El funcionario miró la casa de estuco verde—. Tu tarea concreta concierne al hombre que vive ahí. Trabaja como empleado en una empresa situada en el sector T137. Es esencial que llegue a su centro de trabajo antes de las nueve.
El perro examinó la casa. Las persianas estaban levantadas, y la luz de la cocina encendida. Tras las cortinas de encaje se vislumbraban formas borrosas que se movían alrededor de una mesa. Un hombre y una mujer. Estaban tomando café.
—Esos son —murmuró el perro—. ¿Has dicho el hombre? No va a sufrir ningún daño, ¿verdad?
—Por supuesto que no, pero tiene que llegar pronto a su oficina. Por lo general, no sale de casa hasta pasadas las nueve. Hoy debe marcharse a las ocho y media. Tiene que encontrarse en el sector T137 antes de que empiece el proceso; de lo contrario, no quedará alterado a fin de coincidir con el nuevo ajuste.
—Eso significa que debo llamar —suspiró el perro.
—Exacto. —El funcionario consultó su hoja de instrucciones—. Has de llamar a las ocho y media en punto. ¿Entiendes? A las ocho y media. Ni un segundo más tarde.
—¿Y qué se logrará con eso?
El funcionario hojeó el manual de instrucciones y examinó las columnas en clave.
—Dará como resultado un Amigo Motorizado, para que le lleve en auto al trabajo. —Cerró el libro y se cruzó de brazos, dispuesto a esperar—. Así llegará a la oficina con casi una hora de adelanto. Es una cuestión de vital importancia.
—Vital —murmuró el perro. Se tendió en el suelo, con medio cuerpo dentro de la cabaña. Cerró los ojos—. Vital.
—¡Despierta! Hay que ser puntual. Si llamas demasiado pronto o demasiado tarde...
—El perro cabeceó, adormilado.
—Lo sé. Lo haré bien. Siempre lo hago bien.
Ed Fletcher añadió más leche a su café. Suspiró y se reclinó en la silla. El horno emitía un leve silbido a sus espaldas y llenaba la cocina de cálidos vapores. La luz amarilla que había encima se apagó.
—¿Otro panecillo? —preguntó Ruth.
—Ya no puedo más. —Ed tomó su café—. Cómetelo tú.
—Debo irme. —Ruth se levantó y se desanudó la bata—. Es hora de ir a trabajar.
—¿Ya?
—Claro. Ojalá pudiera seguir sentada un rato. —Ruth se dirigió al cuarto de baño y se pasó los dedos por su largo cabello negro—. Trabajar para el gobierno equivale a empezar temprano.
—Pero tú te levantas temprano —observó Ed. Desdobló el Chronicle y examinó la página de deportes—. Bueno, que lo pases bien. No cometas errores de máquina, y ten cuidado con las palabras de doble sentido.
La puerta del baño se cerró. Ruth se quitó la bata y empezó a vestirse. Ed bostezó y echó un vistazo al reloj colgado sobre el fregadero. Le quedaba mucho tiempo. Ni siquiera eran las ocho. Tomó más café y se frotó la barbilla hirsuta. Tendría que afeitarse. Se encogió de hombros perezosamente. Tal vez en unos diez minutos. Ruth salió corriendo del cuarto de baño en ropa interior y entró en el dormitorio.
—Voy con retraso.
Se puso a toda prisa la blusa, la falda, las medias y los zapatos blancos. Por fin, se inclinó y dio un beso a su marido.
—Adiós, cariño. Iré a comprar por la noche.
—Adiós. —Ed bajó el periódico y rodeó con el brazo el esbelto talle de su mujer, a quien abrazó con cariño—. Hueles muy bien. No coquetees con el jefe.
Ruth salió como un rayo. Ed oyó el repiqueteo de sus tacones sobre los peldaños, que disminuía a medida que se alejaba. La casa quedó en silencio. Estaba solo. Ed se levantó y empujó la silla hacia atrás. Arrastró los pies hacia el cuarto de baño y tomó su navaja de afeitar. Se mojó la cara, la cubrió de espuma y empezó a afeitarse, sin prisas. Tenía mucho tiempo. El funcionario se inclinó sobre su reloj de bolsillo y se humedeció los labios, nervioso. El sudor le resbalaba por la frente. El minutero señaló las ocho y catorce minutos. Casi era la hora.
—¡Prepárate! —gritó el funcionario. Su cuerpo se puso en tensión—. ¡Faltan diez segundos! ¡Tiempo!
No ocurrió nada. El funcionario se volvió, con los ojos dilatados de horror. Una gruesa cola blanca sobresalía de la perrera. El perro se había dormido otra vez.
—¡Tiempo! —bramó el funcionario. Pateó con furia la peluda cola—. ¡En el nombre de Dios...!
El perro se movió y salió a toda prisa de la perrera.
—Santo cielo. —Se dirigió corriendo hacia la reja. Se irguió sobre las patas traseras y abrió la boca cuanto pudo—. ¡Guau! —llamó. Dedicó una mirada de disculpa al funcionario—. Perdóname. No comprendo cómo...
El funcionario tenía la mirada clavada en el reloj. Un terror frío se enroscó en su estómago. Las manecillas señalaban las ocho y dieciséis.
—¡Has fallado! —rezongó—. ¡Has fallado! ¡Miserable perro sarnoso devorado por las pulgas! ¡Has fallado! El perro bajó y volvió corriendo.
—¿Dices que he fallado? ¿Te refieres a que ha pasado la hora de...?
—Has llamado demasiado tarde. —El funcionario guardó su reloj poco a poco, con una expresión vidriosa en el rostro—. Has llamado demasiado tarde. No conseguiremos ningún Amigo Motorizado. No hace falta decirte lo que vendrá en su lugar. Temo ver lo que nos traerá las ocho y dieciséis.
—Confío en que llegue al sector T137 a tiempo.
—No lo hará —aulló el funcionario—. No llegará a tiempo. Hemos cometido un error. ¡Hemos logrado que todo salga mal!
Ed se estaba quitando la espuma de afeitar de la cara cuando el ladrido ahogado del perro resonó en la silenciosa casa.
—Maldita sea —masculló Ed—. Despertará a toda la manzana. —Se secó la cara y escuchó. ¿Se acercaba alguien?
Una vibración. Y después... Sonó el timbre de la puerta. Ed salió del cuarto de baño. ¿Quién podía ser? ¿Habría olvidado algo Ruth? Se puso una camisa blanca y abrió la puerta. Un joven de rostro fofo y ansioso le sonrió alegremente.
—Buenos días, señor. —Inclinó su sombrero—. Lamento molestarle tan temprano...
—¿Qué desea?
—Soy de la Compañía Federal de Seguros de Vida. Vengo a verle para...
Ed empezó a cerrar la puerta.
—No me interesa. Tengo prisa. Debo ir a trabajar.
—Su esposa me dijo que solo podría localizarle a esta hora. —El joven recogió su maletín y abrió la puerta unos centímetros más—. Ella fue quien insistió en que viniera tan temprano. No tenemos por costumbre empezar a esta hora, pero ella me lo rogó. Tomé nota para recordarlo.
—De acuerdo. —Ed dejó entrar al joven mientras suspiraba cansadamente—. Explíqueme las condiciones de la póliza mientras me visto.
El joven abrió el maletín sobre el sofá y sacó montones de folletos ilustrados.
—Me gustaría enseñarle algunas cifras, si no le importa. Es de gran importancia para usted y su familia que...
Ed no tuvo otro remedio que sentarse y mirar los folletos. Contrató una póliza de vida de diez mil dólares y echó al joven. Consultó su reloj. ¡Casi las nueva y media!
—Maldita sea.
Llegaría tarde al trabajo. Terminó de anudarse la corbata, tomó el abrigo, cerró el horno y las luces, tiró los platos en el fregadero y salió corriendo. Mientras galopaba hacia la parada del autobús se maldecía a sí mismo. Agentes de seguros. ¿Por qué había aparecido aquel pelmazo cuando estaba a punto de marcharse? Ed rezongó. Las consecuencias de llegar tarde a la oficina eran incalculables. No lo lograría antes de las diez. Solo de pensarlo se puso frenético. Un sexto sentido le dijo que era inevitable. Algo funesto. Era el día menos oportuno para llegar tarde. Si el vendedor no se hubiera presentado... Ed saltó del autobús a una manzana de su oficina. Caminó con rapidez. El enorme reloj situado frente a la joyería Stein le informó que eran casi las diez. El corazón le dio un vuelco. El viejo Douglas le pondría a parir. Lo veía venir: Douglas, resoplando y rabiando, con el rostro purpúreo, acusándole con su grueso dedo; la señorita Evans, sonriendo tras su máquina de escribir; Jackie, el botones, sonriendo por lo bajo; Earl Hendricks, Joe y Tom; Mary, con sus ojos oscuros, grandes pechos y largas pestañas. Todos le tomarían el pelo durante el resto del día.
El semáforo le detuvo en la esquina. Al otro lado de la calle se alzaba un gran edificio blanco de hormigón, una altísima columna de acero y cemento, vigas maestras y ventanas vidrieras: la oficina. Ed se acobardó. Tal vez podía alegar que el ascensor se había quedado parado, entre el segundo y el tercer piso. El semáforo cambió. Nadie más cruzaba. Ed sí lo hizo, solo. Llegó a la esquina y... Y se detuvo, petrificado. El sol se había apagado. Un segundo antes brillaba en lo alto, pero en aquel momento se había desvanecido. Ed forzó la vista. Nubes grises se arremolinaban sobre su cabeza, nubes gigantescas, informes. Nada más. Una niebla espesa y siniestra que lo ocultaba todo. Todo su cuerpo fue recorrido por escalofríos de inquietud. ¿Qué era eso? Avanzó con cautela entre la niebla. Todo estaba en silencio. Ni el menor ruido... Ni siquiera el del tráfico. Ed miró frenéticamente a su alrededor, esforzándose por vislumbrar algo en la movediza neblina. Ni gente, ni autos, ni sol. Nada de nada. El edificio de oficinas se cernía sobre él como una sombra fantasmal. Era de un color gris borroso. Extendió la mano, vacilante...
Parte del edificio se derrumbó; desprendió un torrente de partículas. Como arena. Ed tragó saliva. Una cascada de escombros grises cayó alrededor de sus pies. Y una cavidad dentada bostezaba en el punto donde había tocado el edificio, un feo orificio que taladraba el cemento. Avanzó hacia la escalera, aturdido. La subió. La escalera cedió bajo sus pies, que se hundieron como si caminara sobre arena o un material frágil y podrido que se rompiera bajo su peso. Entró en el vestíbulo. Estaba oscuro. Las luces del techo brillaban tenuemente en la penumbra. Un manto sobrenatural lo cubría todo. Escudriñó el puesto de cigarrillos. El vendedor se hallaba apoyado en el mostrador, silencioso, con un palillo entre los dientes y una expresión ausente en el rostro. Y estaba gris. Gris de pies a cabeza.
—Hola —gruñó Ed—. ¿Qué pasa?
El vendedor no contestó. Ed alargó la mano y tocó el brazo gris del vendedor... y lo atravesó.
—Dios de los cielos —gimió Ed.
El brazo del vendedor se soltó. Cayó al suelo del vestíbulo y se desintegró en fragmentos grises, de textura similar al polvo. Los sentidos de Ed flaquearon.
—¡Socorro! —gritó al recobrar la voz.
No hubo respuesta. Miró en torno suyo. Distinguió algunas formas: un hombre que leía el periódico, dos mujeres que esperaban el ascensor. Ed se dirigió hacia el hombre. Alargó la mano y le tocó. El hombre se desplomó lentamente, convertido en un montón de ceniza gris. Polvo. Partículas. Las dos mujeres se desintegraron cuando las tocó. En silencio. No hicieron el menor ruido al desmenuzarse.
Ed encontró la escalera. Se agarró al pasamanos y subió. La escalera se hundió bajo él. Apresuró el paso. Iba dejando un sendero irregular; las huellas de sus pisadas se veían con toda nitidez en el hormigón. Cuando llegó al segundo piso volaban nubes de cenizas a su alrededor.
Contempló el silencioso pasillo. Vio más nubes de ceniza. No oyó el menor ruido. Solo había tinieblas... Tinieblas que avanzaban. Subió como pudo al tercer piso. Su zapato atravesó de parte a parte un peldaño. Durante un horroroso segundo colgó sobre un hueco bostezante que se abría a un abismo sin fondo. Prosiguió su ascensión y llegó ante su propia oficina: Douglas y Blake, bienes inmuebles. Más nubes de cenizas oscurecían el pasillo. Las luces del techo centelleaban a intervalos. Tanteó el pomo de la puerta, y se le quedó en la mano. Lo dejó caer y hundió las uñas en la puerta; el cristal se rompió en pedazos. Abrió la puerta y entró en la oficina. La señorita Evans estaba sentada frente a su máquina de escribir. Sus dedos descansaban inmóviles sobre las teclas. No se movía. Su cabello, su piel, su ropa, todo era gris. Carecía de color. Ed le tocó el hombro, pero sus dedos pasaron a través y se hundieron en algo seco y escamoso. Retrocedió, mareado. La señorita Evans no se movió.
Ed siguió andando. Tropezó con un escritorio. El escritorio se transformó en polvo. Earl Hendricks se encontraba de pie junto a la fuente de agua, con un vaso en la mano. Era una estatua gris, inmóvil. Nada se movía. Ningún ruido. Ni señal de vida. Toda la oficina era polvo gris..., sin vida ni emoción. Ed salió de nuevo al pasillo. Sacudió la cabeza, desconcertado. ¿Qué estaba pasando? ¿Se había vuelto loco? ¿Estaba...?
Un ruido. Ed se volvió y oteó la neblina gris. Alguien se acercaba corriendo. Un hombre... Un hombre con una bata blanca. Otros le seguían. Hombres vestidos de blanco, que arrastraban una compleja máquina.
—Oigan... —jadeó débilmente Ed.
Los hombres se detuvieron, boquiabiertos. Parecía que los ojos se les iban a salir de las órbitas.
—¡Miren!
—¡Algo ha salido mal!
—Todavía hay uno cargado.
—Traigan el desenergizador.
—No podemos proceder hasta que...
Los hombres rodearon a Ed. Uno arrastraba una manguera larga terminada en una especie de boquilla. Un pequeño carro portátil venía rodando. Se gritaron rápidas instrucciones. Ed salió de su parálisis. El miedo le invadió. Pánico. Algo espantoso estaba sucediendo. Tenía que largarse, poner sobre aviso a la gente. Huir. Dio media vuelta y bajó corriendo la escalera, que cedió bajo su peso. Cayó envuelto en nubes de ceniza seca. Se incorporó y siguió corriendo hacia la planta baja.
El vestíbulo estaba oculto por nubes de cenizas gris. Ed se abrió paso hasta la puerta, sin ver nada. Los hombres vestidos de blanco le perseguían, tirando de sus aparatos y gritándose entre sí. Ed salió a la acera. El edificio osciló y se hundió a su espalda entre torrentes de ceniza. Corrió hacia la esquina, perseguido por los desconocidos. Una nube gris flotaba a su alrededor. Ed atravesó la calle con las manos extendidas. Llegó a la acera opuesta... El sol apareció. Una cálida luz amarilla se derramó sobre él. Las bocinas de los autos aullaban. Las luces del semáforo cambiaron. Hombres y mujeres ataviados con ropas primaverales se apresuraban y empujaban por todos lados: amas de casa, un policía uniformado de azul, vendedores con maletines. Tiendas, escaparates, letreros... Autos ruidosos que circulaban por la calle en ambos sentidos... Y en lo alto, el brillante sol y el familiar cielo azul.
Ed se paró, sin aliento. Miró hacia atrás. Al otro lado de la calle se alzaba el edificio de oficinas, como siempre. Firme y sólido. Hormigón, acero y vidrio. Retrocedió un paso y tropezó con un ciudadano apresurado.
—Fíjese por donde camina —gruñó el hombre.
—Perdón.
Ed sacudió la cabeza intentando aclararse. Desde donde estaba, el edificio parecía el mismo de siempre, grande, solemne y firme, elevándose hasta una altura considerable al otro lado de la calle. Pero un minuto antes...
Tal vez había enloquecido. Ed había visto el edificio convertirse en polvo. El edificio... y la gente. Reducidos a nubes grises de polvo. Y los hombres de blanco le habían perseguido. Hombres con batas blancas, vociferantes, que transportaban un equipo muy complicado. Había perdido el juicio. No existía otra explicación. Ed, sin fuerzas, dio media vuelta y caminó por la acera, tambaleante. Su mente no carburaba. Se movía sin ver, sin propósito, perdido en una bruma de confusión y terror.
*
El funcionario fue conducido a las dependencias administrativas de máximo nivel. Le indicaron que esperara.
Paseó arriba y abajo, presa de nerviosismo, enlazando y retorciéndose las manos, esperando lo peor. Se quitó las gafas y las limpió con manos temblorosas. Santo Dios. Tantos problemas y desastres. Y no era culpa suya, pero tendría que sufrir las consecuencias. Era el responsable de encaminar a los Convocadores y que sus instrucciones se siguieran. Aquel miserable Convocador devorado por las pulgas se había vuelto a dormir y él tendría que responder por ello. Se abrieron las puertas.
—Muy bien —murmuró una voz, en tono preocupado.
Era una voz cansada, cargada de inquietud. El funcionario tembló y entró lentamente. El sudor que resbalaba por su garganta se introdujo por el cuello de celuloide. El viejo levantó la vista y apartó el libro a un lado. Examinó al funcionario con calma; sus apagados ojos azules reflejaban bondad, una profunda y antigua bondad que intensificó los temblores del funcionario. Sacó su pañuelo y se secó la frente.
—Tengo entendido que se produjo un error —murmuró el viejo—. En relación con el sector T137. Tiene que ver con un elemento de una zona colindante.
—Exacto —dijo el funcionario, con voz hueca y débil—. Una gran desgracia.
—¿Qué ocurrió exactamente?
—Salí esta mañana con mis instrucciones. El material relacionado con T137 tenía máxima prioridad, por supuesto. Comuniqué al Convocador de mi zona que era precisa una convocatoria a las ocho y quince minutos.
—¿Comprendió el Convocador la urgencia?
—Sí, señor, pero...
El funcionario vaciló.
—Pero, ¿qué?
El funcionario se retorció, presa de angustia.
—Mientras le daba la espalda al Convocador, este se metió en su perrera y se durmió. Yo estaba ocupado, comprobando la hora exacta en mi reloj. Indiqué el momento, pero no obtuve respuesta.
—¿Lo hizo a las ocho y quince en punto?
—¡Sí, señor! Exactamente a las ocho y quince, pero el Convocador se había dormido. Cuando conseguí despertarle, ya eran las ocho y dieciséis. Convocó, pero en lugar de un Amigo Motorizado apareció un Vendedor de Seguros de Vida. —El funcionario hizo una mueca de disgusto—. El vendedor retuvo al elemento en su casa hasta las nueve treinta. Por consiguiente, llegó tarde a trabajar, en lugar de temprano.
El viejo guardó silencio durante un momento.
—Por tanto, el elemento no se hallaba en el sector T137 cuando empezó el ajuste.
—No. Llegó a eso de las diez.
—En pleno ajuste. —El viejo se levantó y paseó de un lado a otro, tenía el rostro serio y las manos enlazadas detrás de la espalda. Su larga túnica flotaba tras él—. Un incidente muy grave. Durante el ajuste de un sector, todos los elementos relacionados de otros sectores tienen que estar incluidos. De lo contrario, sus orientaciones se pierden su fase. Cuando este elemento entró en T137, hacía cincuenta minutos que se estaba llevando a cabo el ajuste. El elemento encontró el sector en su período más desenergizado. Deambuló hasta que se tropezó con un equipo de ajuste.
—¿Le apresaron?
—Por desgracia, no. Huyó y salió del sector; entonces, se refugió en una zona cercana, plenamente energizada.
—Y qué..., ¿qué ocurrió después?
El viejo dejó de pasear. Su rostro arrugado seguía demostrando enfado. Acarició su largo cabello blanco con una gruesa mano.
—No lo sabemos. Perdimos contacto con él. No tardaremos en restablecerlo, desde luego, pero por el momento se halla fuera de control.
—¿Qué van a hacer?
—Es preciso contactar con él y retenerle. Hay que traerle aquí. No hay otra solución.
—¡Aquí!
—Es demasiado tarde para desenergizarlo. Ya se lo habrá dicho a otra gente cuando le recuperemos. Borrar los recuerdos de su mente solo complicaría más las cosas. Los métodos habituales no servirán. Debo encargarme del asunto en persona.
—Confío en que le localicen con rapidez —dijo el funcionario.
—Así será. Todos los vigilantes están alertados. Todos los vigilantes y todos los convocadores. —Los ojos del viejo centellearon—. Hasta los funcionarios, aunque vacilamos en contar con ellos.
El funcionario enrojeció.
—Me alegraré cuando todo haya terminado —musitó.
*
Ruth bajó la escalera y salió a la calle, bañada por el cálido sol de mediodía. Encendió un cigarrillo y apresuró el paso. Su pequeño pecho se movía cadenciosamente mientras respiraba el aire primaveral.
—Ruth —la llamó Ed desde atrás.
—¡Ed! —Ruth giró sobre sus talones, asombrada—. ¿Qué haces fuera de...?
—Vamos. —Ed la tomó por el brazo y la obligó a continuar—. Sigamos andando.
—Pero, ¿qué...?
—Te lo contaré más tarde. —El rostro de Ed estaba pálido y sombrío—. Vamos a algún sitio donde podamos hablar. En privado.
—Iba a comer a Louie’s. Hablaremos allí. —Caminaban a tal velocidad que Ruth estaba casi sin aliento—. ¿Qué pasa? ¿Qué ha ocurrido? Estás muy raro. ¿Por qué no estás trabajando? ¿Te han... te han despedido?
Cruzaron la calle y entraron en un pequeño restaurante, atestado de hombres y mujeres que comían. Ed encontró una mesa algo apartada, aislada en un rincón.
—Esta es perfecta.
Ed se dejó caer en la silla. Su mujer ocupó la otra. Ed pidió una taza de café. Ruth eligió ensalada, tostada de atún cubierta de crema, café y tarta de melocotón. Ed la vio comer en silencio, sombrío y preocupado.
—Cuéntame, por favor —rogó Ruth.
—¿De veras quieres saberlo?
—¡Pues claro que quiero saberlo! —Ruth apoyó su mano en la de Ed—. Soy tu mujer.
—Hoy ha ocurrido algo. Esta mañana. Llegue tarde a trabajar. Un maldito agente de seguros se presentó en casa y me retuvo. Llegué media hora tarde.
Ruth contuvo el aliento.
—Douglas te despidió.
—No. —Ed destrozó metódicamente una servilleta de papel. Embutió los trozos en un vaso de agua medio lleno—. Yo estaba muy preocupado. Bajé del autobús y me puse a correr. Me di cuenta al pararme frente a la oficina.
—¿Te diste cuenta de qué?
Ed se lo contó. Todo. De principio a fin. Cuando terminó, Ruth se reclinó en su silla, pálida. Sus manos temblaban.
—Entiendo —murmuró—. No me extraña que estés tan trastornado. —Bebió un poco de café frío. La taza tintineó contra el platillo—. Qué horror.
Ed se inclinó hacia su esposa.
—Ruth, ¿crees que me estoy volviendo loco?
Los labios rojos de Ruth se fruncieron.
—No sé qué decir. Es tan extraño...
—Sí, y extraño es poco. Mis manos les atravesaron, como si fueran de arcilla. Arcilla vieja y seca. Polvo. Figuras de polvo. —Ed tomó un cigarrillo del paquete de Ruth y lo encendió—. Cuando salí miré atrás. El edificio seguía en pie, igual que siempre.
—Tenías miedo que el señor Douglas te echara a patadas, ¿verdad?
—Por supuesto. Tenía miedo y me sentía culpable. —Los ojos de Ed centellearon—. Sé lo que estás pensando. Llegué tarde y no fui capaz de dar la cara, así que sufrí un brote psicótico protector. Hui de la realidad. —Aplastó el cigarrillo con violencia—. Ruth, me he dedicado a pasear por la ciudad desde entonces. Dos horas y media. Claro que tengo miedo. Tengo un miedo espantoso a volver.
—¿De Douglas?
—No. De los hombres de blanco. —Ed se estremeció—. Dios mío.
Me persiguieron con sus malditas mangueras y otros aparatos. Ruth calló. Por fin, miró a su marido. Sus ojos oscuros brillaban.
—Ed, tienes que volver.
—¿Volver? ¿Por qué?
—Para demostrar algo.
—¿Demostrar qué?
—Que todo está normal. —Ruth le apretó la mano—. Tienes que hacerlo, Ed. Tienes que volver y enfrentarte a ello, para demostrarte que no debes temer nada.
—¿Después de lo que vi? Oye, Ruth, vi el tejido de la realidad desgarrarse. Vi el otro lado. Lo que tapa. Vi lo que encubría. Y no quiero volver. No quiero volver a ver gente de polvo. Nunca más.
Ruth clavó la vista en su marido.
—Iré contigo —dijo.
—Por el amor de Dios...
—Por tu amor. Por tu cordura. Así sabrás la verdad. —Ruth se levantó bruscamente y se puso el abrigo—. Vamos, Ed. Te acompañaré. Subiremos juntos a la oficina de Douglas y Blake, Bienes Inmuebles. Incluso entraré contigo cuando vayas a hablar con el señor Douglas.
Ed se levantó poco a poco y dirigió una dura mirada a su mujer.
—Piensas que me ofusqué, que me acobardé, que no fui capaz de dar la cara ante el jefe. —Hablaba en voz baja y tensa—. ¿Verdad?
Ruth ya se estaba abriendo paso hacia la caja.
—Vamos. Lo verás por ti mismo. Todo seguirá en su lugar, como siempre.
—De acuerdo —se rindió Ed. La siguió sin apresurarse—. Volveremos allí y veremos quién de los dos tiene razón.
Cruzaron la calle juntos. Ruth tomó del brazo a Ed. Vieron el edificio frente a ellos, la imponente estructura de hormigón, acero y cristal.
—Ahí lo tienes —dijo Ruth—. ¿Te das cuenta?
Allí estaba, en efecto. El gran edificio se erguía firme y sólido, brillando a la luz de la tarde. Las ventanas centelleaban. Ed y Ruth pisaron el bordillo de la acera. Ed se puso en tensión. Se encogió cuando sus pies tocaron el pavimento... Pero no sucedió nada. Los ruidos de la calle no cesaron: autos, gente que pasaba a toda prisa, un chico que vendía periódicos. Sonidos, olores, el estrépito de una ciudad en pleno día. En lo alto brillaba el sol, en medio del cielo azul.
—¿Lo ves? —dijo Ruth—. Yo tenía razón.
Subieron la escalera y entraron en el vestíbulo. El vendedor estaba de pie detrás del puesto de cigarrillos, con los brazos cruzados, escuchando el partido de béisbol.
—Hola, señor Fletcher —saludó, con una expresión amable en el rostro—. ¿Quién es la dama? ¿Ya lo sabe su mujer?
Ed rió, inseguro. Siguieron hacia el ascensor. Cuatro o cinco ejecutivos estaban esperando. Eran hombres de edad madura, bien vestidos, que formaban un grupo impaciente.
—Hola, Fletcher —dijo uno—. ¿Dónde has estado todo el día? Douglas se ha puesto a gritar como un energúmeno.
—Hola, Earl —murmuró Ed. Aferró el brazo de Ruth—. No me encontraba muy bien.
Llegó el ascensor y entraron. El ascensor se puso en marcha.
—Hola, Ed —dijo el ascensorista—. ¿Quién es ese bombón? ¿Por qué no nos la presentas?
—Mi mujer.
Ed sonrió mecánicamente. El ascensor les dejó en la tercera planta. Ed y Ruth salieron y se dirigieron hacia la puerta de cristal de Douglas y Blake, Bienes Inmuebles. Ed se detuvo y respiró con dificultad.
—Espera. —Se humedeció los labios—. Yo...
Ruth esperó con calma a que Ed se secara la frente y el cuello con su pañuelo.
—¿Estás preparado?
—Sí.
Ed avanzó. Empujó la puerta de cristal. La señorita Evans levantó la vista y dejó de teclear.
—¡Ed Fletcher! ¿Dónde diablos te has metido?
—Me encontraba mal. Hola, Tora.
—Hola, Ed. Oye, Douglas está pidiendo a gritos tu cabeza. ¿Dónde has estado?
—Lo sé. —Ed miró con preocupación a Ruth—. Lo mejor será que entre y me enfrente al chaparrón.
Ruth le apretó el brazo.
—Todo irá bien, lo sé. —Sonrió y exhibió un alentador panorama de dientes blancos y labios rojos—. ¿De acuerdo? Llámame si me necesitas.
—Claro. —Ed le dio un breve beso en la boca—. Gracias, cariño. Muchas gracias. No sé qué diablos me ha pasado. Espero que no se repita.
—Olvídalo. Hasta luego.
Ruth salió de la oficina y la puerta se cerró detrás de ella. Ed escuchó sus pasos apresurados en dirección al ascensor.
—Una chica preciosa —comentó Jackie en tono de admiración.
—Sí —asintió Ed, arreglándose la corbata.
Avanzó con aspecto desolado hacia la oficina interior, procurando hacer acopio de fuerzas. Bien, tenía que dar la cara. Ruth tenía razón, pero le iba a costar mucho explicárselo al jefe. Ya veía a Douglas, su enorme y rojiza papada, sus rugidos de toro enfurecido, su rostro contorsionado de rabia... Ed se paró en seco al entrar en la oficina interior, petrificado. La oficina interior... estaba cambiada. Sintió un escalofrío en la nuca. Un frío terror le invadió y le atenazó la garganta. La oficina interior era diferente. Ladeó la cabeza poco a poco para abarcar el conjunto: escritorios, sillas, lámparas, ficheros, fotos. Cambios. Pequeños cambios. Sutiles cambios. Ed cerró los ojos y los volvió a abrir, poco a poco. Su respiración era agitada y el pulso había enloquecido. Se puso sobre aviso. Estaba cambiada, de acuerdo. No existía duda.
—¿Qué pasa, Ed? —preguntó Tom.
Los empleados dejaron de trabajar y le miraron con curiosidad. Ed no dijo nada. Avanzó con lentitud. La oficina estaba alterada. Lo sabía. Alterada, dispuesta de otra forma. Nada concreto, nada que pudiera señalar con el dedo. Pero lo sabía. Joe Kent le saludó, inquieto.
—¿Qué pasa, Ed? Pareces un perro enloquecido. ¿Hay algo...?
Ed examinó a Joe. Era diferente. No era el mismo. ¿En qué radicaba la diferencia? La cara de Joe. Un poco más llena. Llevaba una camisa a rayas azules. A Joe no le gustaban las rayas azules. Ed examinó el escritorio de Joe. Vio papeles y cuentas. El escritorio... estaba demasiado apartado a la derecha. Y era más grande. No era el mismo escritorio. La foto colgada en la pared. No era la misma. Era diferente por completo. Y los objetos que había sobre el archivador... algunos eran nuevos, otros habían desaparecido. Miró por la puerta que había dejado atrás. Ahora que lo pensaba, el cabello de la señorita Evans era diferente, peinado de otra forma. Y más claro. Mary, por su parte, se limaba las uñas cerca de la ventana. Era más alta, de curvas más generosas. Tenía el bolso sobre el escritorio, frente a ella... Un bolso rojo, de malla roja.
—¿Es el bolso... de siempre? —preguntó Ed.
Mary levantó la vista.
—¿Qué?
—Ese bolso. ¿Es el de siempre?
Mary rió. Se alisó la falda sobre sus rotundos muslos y sus largas pestañas parpadearon con modestia.
—Caray, señor Fletcher. ¿Qué quiere decir?
Ed se alejó. Lo sabía, aunque ella no fuera consciente. La habían transformado, cambiado: el bolso, sus ropas, su figura, todo. Nadie lo sabía... excepto él. La cabeza le daba vueltas. Todos estaban cambiados. Todos eran diferentes. Todos habían sido modificados, reconstruidos. Sutilmente, pero de una forma efectiva. La papelera era más pequeña. No era la misma. Las persianas de la ventana no eran de color marfil, sino blanco. El dibujo del papel pintado no era el mismo. Las lámparas... Interminables, sutiles cambios. Ed volvió a la oficina interior. Levantó la mano y llamó a la puerta de Douglas. Adelante. Ed empujó la puerta. Nathan Douglas le miró con impaciencia.
—Señor Douglas... —empezó Ed.
Entró en el despacho, inseguro... y se detuvo. Douglas no era el mismo. En absoluto. Todo el despacho estaba cambiado: las alfombras, las cortinas. El despacho no era de caoba, sino de roble. Y el propio Douglas... Douglas era más joven, más delgado. Cabello castaño. Piel menos rojiza. Rostro más suave, sin arrugas. Barbilla bien afeitada. Sus ojos no eran negros, sino verdes. Era un hombre diferente, pero seguía siendo Douglas... Un Douglas diferente. ¡Una versión diferente!
—¿Qué pasa? —preguntó Douglas, impaciente—. Ah, eres tú, Fletcher. ¿Dónde estabas esta mañana?
Ed retrocedió. A toda prisa. Cerró la puerta de un golpe y atravesó corriendo la oficina interior. Tom y la señorita Evans le miraron sorprendidos. Ed pasó a su lado y abrió la puerta que daba al pasillo.
—¡Oye! —gritó Tom— ¿Qué...?
Ed corrió por el pasillo. El terror le invadía. Tenía que darse prisa. Había visto. No le quedaba mucho tiempo. Llegó al ascensor y apretó el botón. No había tiempo. Bajó por la escalera. Llegó a la segunda planta. Su terror aumentó. Era cuestión de segundos. ¡Segundos! El teléfono público. Ed se metió en la cabina. Cerró la puerta a su espalda. Introdujo una moneda y marcó el número. Tenía que llamar a la policía. Apretó el auricular contra la oreja. Su corazón latía con rapidez. Avisarles. Cambios. Alguien manipulaba la realidad. La alteraba. Estaba en lo cierto. Los hombres vestidos de blanco... Los aparatos... Recorrían el edificio...
—¡Hola! —chilló Ed, como un poseso.
No obtuvo repuesta. Ni un zumbido. Nada. Ed miró por la puerta. Y se hundió, derrotado. Colgó poco a poco el auricular. Ya no estaba en la segunda planta. La cabina telefónica ascendía, dejaba atrás el segundo piso y se elevaba cada vez más. Subió de piso en piso, rápida y silenciosamente. La cabina atravesó el techo del edificio y salió a la brillante luz del sol. Aumentó la velocidad. El suelo se alejaba por momentos. Edificios y calles disminuían de tamaño. Manchas diminutas se movían a lo lejos, autos y gente, que empequeñecían rápidamente. Las nubes flotaban entre él y la tierra. Ed cerró los ojos, mareado de miedo. Se aferró con desesperación a los tiradores de la puerta. La cabina ascendía a una velocidad de vértigo. La tierra no tardó en perderse de vista. Ed miró hacia lo alto. ¿Adónde? ¿Adónde iba? ¿Adónde le llevaban? Se quedó agarrado a los tiradores de la puerta, esperando.
*
El funcionario movió la cabeza levemente.
—Es él, en efecto. El elemento en cuestión.
Ed Fletcher miró a su alrededor. Se hallaba en un enorme aposento. Los extremos se perdían entre sombras borrosas. Frente a él se erguía un hombre que portaba notas y libros mayores bajo el brazo. Le miraba a través de sus gafas con montura metálica. Era un hombrecillo nervioso, de ojos penetrantes, cuello de celuloide, traje de sarga azul, reloj de cadena. Calzaba zapatos negros muy bien lustrados. Y detrás de él... Un anciano estaba sentado en una inmensa silla moderna. Contempló a Fletcher en silencio, con calma. Sus ojos eran bondadosos y reflejaban fatiga. Un extraño escalofrío recorrió a Fletcher. No era de miedo, sino una especie de vibración que le arañaba los huesos... Una profunda sensación de temor reverente, mezclada con fascinación.
—¿Dónde...? ¿Qué es este lugar? —preguntó con voz débil.
Seguía mareado a causa de la rápida ascensión.
—¡No haga preguntas! —le espetó el hombrecillo nervioso, irritado, golpeando los libros con su lápiz—. No está aquí para preguntar, sino para responder.
El viejo se movió un poco. Levantó una mano.
—Hablaré a solas con el elemento —murmuró. Su voz era tenue.
Vibró y atronó en toda la estancia. Una oleada de fascinación inundó a Ed.
—¿A solas? —El hombrecillo se retiró, cargado con sus libros y papeles—. Por supuesto. —Miró con hostilidad a Ed Fletcher—. Me alegro que por fin se halle bajo custodia. Tantos esfuerzos y quebraderos de cabeza, solo por...
Desapareció por una puerta, que se cerró tras él sin hacer ruido. Ed y el viejo se quedaron solos.
—Siéntese, por favor —dijo el viejo.
Ed encontró una silla. Se sentó con torpeza, nervioso. Sacó sus cigarrillos y los volvió a guardar.
—¿Qué sucede? —preguntó el viejo.
—Creo que empiezo a comprender.
—¿Comprender qué?
—Que estoy muerto.
El viejo sonrió.
—¿Muerto? No, no está muerto. Está..., de visita. Un acontecimiento inusual, pero necesario, dadas las circunstancias. —Se inclinó hacia Ed—. Señor Fletcher, se ha metido en un lío.
—Sí —asintió Ed—. Me gustaría saber por qué o cómo ocurrió.
—No fue culpa suya. Fue víctima de un error burocrático. Un error que fue cometido por... No fue usted, pero le implicó.
—¿Qué error? —Ed se frotó la frente, preocupado—. Yo... irrumpí en algo. Vi el otro lado. Vi algo que no debía ver.
—Exacto —asintió el viejo—. Vio algo que no debía ver... Algo que pocos elementos han sospechado, y mucho menos presenciado.
—¿Elementos?
—Un término formal. Dejémoslo correr. Se cometió un error, pero confiamos en rectificarlo. Confío en que...
—Aquellas personas —le interrumpió Ed—. Montoncitos de ceniza seca. Gris. Como si estuvieran muertos. Todo tenía el mismo color: las escaleras, las paredes y el suelo. Ni color, ni vida.
—Ese sector había sido desenergizado temporalmente, para que el equipo de ajuste entrara y procediera a los cambios.
—Cambios —repitió Ed—. Exacto. Cuando volví después, todo había recobrado la vida, pero no era igual. Todo era diferente.
—El ajuste se completó a mediodía. El equipo finalizó su trabajo y energizó nuevamente el sector.
—Entiendo —musitó Ed.
—En teoría, usted debía encontrarse en el sector cuando empezara el ajuste. No fue así por culpa de un error. Entró tarde en el sector, durante el ajuste. Usted huyó y cuando volvió ya había terminado. Usted vio y no tendría que haber visto. En lugar de testigo, debería haber formado parte del ajuste. Como los demás, habría experimentado algunos cambios.
El sudor inundó la frente de Ed Fletcher. Lo secó con el pañuelo. Se le revolvió el estómago. Carraspeó, falto de fuerzas.
—Me hago la idea.
Su voz era casi inaudible. Le asaltó una escalofriante premonición.
—Tenía que haber cambiado como los demás, pero imagino que algo salió mal.
—Algo fue mal. Se produjo una equivocación. Y ahora existen serios problemas. Usted ha visto cosas. Sabe mucho. Y no está coordinado con la nueva configuración.
—Dios mío —murmuró Ed—. Bueno, no se lo diré a nadie. —Un frío sudor le cubría de la cabeza a los pies—. Le doy mi palabra.
Como si hubiera cambiado, para el caso.
—Ya se lo ha dicho a alguien —dijo el viejo con frialdad.
—¿Yo? —Ed parpadeó—. ¿A quién?
—A su mujer.
Ed tembló. El color abandonó su cara, que se tiñó de un blanco enfermizo.
—Tiene razón. Se lo conté.
—Su mujer sabe. —El viejo hizo una mueca de irritación—. De entre todos los seres...
—No lo sabía. —Ed retrocedió, loco de pánico—. Pero ahora sí. Puede contar conmigo. Considéreme cambiado.
Los penetrantes ojos azules del anciano escrutaron sus pensamientos.
—Iba a llamar a la policía. Quería informar a las autoridades.
—Pero yo no sabía quién estaba haciendo los cambios.
—Y ahora lo sabe. Hay que complementar el proceso natural... Hacer algunos ajustes, correcciones necesarias. Tenemos todo el derecho a realizar tales correcciones. Nuestros equipos de ajuste se encargan de ese trabajo vital.
Ed reunió una pizca de valor.
—Este ajuste en concreto: Douglas, la oficina. ¿Para qué? Estoy seguro que ha servido para algo que valía la pena.
El viejo movió la mano. Un inmenso plano brilló en las sombras, detrás del Viejo. Ed contuvo el aliento. Los bordes del plano desaparecían en la oscuridad. Vio una infinita red de secciones detalladas, una malla de cuadrados y líneas rectas. Cada cuadrado estaba marcado. En algunos brillaba una luz azul. Las luces cambiaban constantemente.
—El plano del Sector —dijo el viejo—. Un trabajo descomunal. A veces nos preguntamos cómo sobreviviremos a otro período, pero debe hacerse. Por el bien de todos. Por su bien.
—El cambio. En nuestro... nuestro sector.
—Su oficina se dedica al negocio de bienes inmuebles. El viejo Douglas era un hombre astuto, pero su carácter se iba debilitando, al tiempo que su salud. Dentro de pocos días, Douglas tendrá la oportunidad de adquirir una enorme zona forestal no explotada en el oeste de Canadá. Le costará casi todo su capital. El Douglas más viejo y menos enérgico habría titubeado. Es fundamental que no vacile en ningún momento. Debe comprar el terreno y despejarlo cuanto antes. Solo un hombre más joven, un Douglas más joven, será capaz de aceptar el reto. Cuando el terreno se haya despejado, se descubrirán ciertos restos antropológicos. Ya han sido colocados convenientemente. Douglas arrendará la zona al gobierno canadiense para estudios científicos. Los restos descubiertos provocarán una gran conmoción en los círculos culturales de todo el mundo. Se desencadenará una serie de acontecimientos. Hombres de numerosos países irán a Canadá para estudiar los restos. Científicos soviéticos, polacos y checoslovacos harán el viaje. La cadena de acontecimientos reunirá a estos científicos por primera vez en años. La investigación nacional será relegada durante un tiempo, gracias al revuelo despertado por este descubrimiento supranacional. Un científico ruso de gran importancia entablará amistad con un científico belga. Antes de separarse, acordarán escribirse, sin el conocimiento de sus gobiernos, por supuesto.
El círculo se ampliará. Otros científicos de ambos bandos cooperarán. Se fundará una sociedad. Muchos hombres cultos dedicarán cada vez mayor tiempo a esta sociedad internacional. La investigación estrictamente nacional sufrirá un leve eclipse, aunque muy crítico. La tensión bélica disminuirá. Esta alteración es vital. Y depende de la compra y desmonte de esa zona salvaje de Canadá. El viejo Douglas no se atrevería a correr el riesgo, pero el Douglas alterado y su personal más joven y alterado emprenderán este trabajo con total entusiasmo, lo cual desencadenará esta cadena vital de acontecimientos. Los beneficiarios serán ustedes. Es posible que nuestros métodos le parezcan extraños e indirectos, incluso incomprensibles, pero le aseguro que sabemos muy bien lo que estamos haciendo.
—Ahora lo sé —dijo Ed.
—Sí, sabe muchas cosas. Demasiadas. Ningún elemento posee tanto conocimiento. Tal vez debería llamar ahora mismo a un equipo de ajuste...
Una imagen se formó en la mente de Ed: nubes grises flotando, hombres y mujeres grises. Se estremeció.
—Escuche —dijo con voz destemplada—, haré lo que sea, cualquier cosa, pero no me desenergice. —Tenía el rostro cubierto de sudor—. ¿De acuerdo?
El viejo reflexionó.
—Quizá deberíamos encontrar alguna alternativa. Existe otra posibilidad...
—¿Cuál? —preguntó ansiosamente Ed—. ¿Cuál es?
—Si le permito regresar —dijo el viejo, lenta y pensativamente—, ¿jura que nunca volverá a hablar del tema? ¿Jura que nunca revelará a nadie lo que vio, lo que sabe?
—¡Claro! —jadeó Ed, invadido por una oleada de alivio—. ¡Lo juro!
—Su esposa no debe oír una palabra más del asunto. Debe pensar que solo fue un trastorno psicológico pasajero... Un rechazo a la realidad.
—Ya lo piensa.
—Así debe continuar.
Ed apretó la mandíbula.
—Me ocuparé de que ella siga considerándolo una aberración mental. Nunca sabrá lo que sucedió en realidad.
—¿Está seguro que podrá ocultarle la verdad?
—Claro —dijo Ed, con voz firme—. Sé que podré hacerlo.
—Muy bien. —El viejo movió la cabeza lentamente—. Le enviaré de vuelta, pero no debe decírselo a nadie. —Adoptó un aire amenazador—. Recuerde que algún día comparecerá ante mí. Al final, todo el mundo lo hace. Y su suerte no será envidiable.
—No se lo diré —aseguró Ed, sudoroso—. Se lo prometo. Le doy mi palabra. Sé manejar a Ruth, pierda cuidado.
*
Ed llegó a casa al anochecer. Parpadeó, aturdido por el veloz descenso. Durante un momento se quedó inmóvil en la acera para recobrar el equilibrio y el aliento. Después, subió a toda prisa por el camino particular. Abrió la puerta y entró en la casa de estuco verde.
—¡Ed! —Ruth acudió como un rayo, llorosa. Le echó los brazos al cuello y le abrazó con fuerza—. ¿Dónde diablos te has metido?
—Pues... —murmuró Ed—. En la oficina, por supuesto.
Ruth le soltó al instante.
—No, no es verdad.
Una vaga sensación de alarma se apoderó de Ed.
—Claro que sí. ¿Dónde, si no...?
—Llamé a Douglas a eso de las tres. Dijo que te habías marchado. Te largaste en cuanto te di la espalda. Eddie...
Ed le palmeó la espalda, nervioso.
—Tranquilízate, cariño. —Empezó a desabrocharse el abrigo—. Todo va bien, ¿entendido? Todo va bien.
Ruth se sentó en el brazo del sofá. Se sonó y se restregó los ojos.
—Si supieras lo preocupada que estaba. —Guardó el pañuelo y se cruzó de brazos—. Quiero saber dónde has estado.
Ed, preocupado, colgó el abrigo en el armario. Se acercó y la besó. Los labios de su mujer estaban fríos como el hielo.
—Ya te lo contaré, pero antes me gustaría comer algo. Me muero de hambre.
Ruth le examinó con gran concentración. Después, se levantó.
—Me cambiaré y prepararé la cena.
Corrió al dormitorio y se quitó las medias y los zapatos. Ed la siguió.
—No tenía intención de preocuparte —dijo con cautela—. En cuanto te fuiste, comprendí que tenías razón.
—Ah, ¿sí? —Ruth se quitó la blusa y la falda. Las colgó de una percha—. ¿Sobre qué?
—Sobre mí. —Compuso una sonrisa forzada—. Sobre... lo que ocurrió.
Ruth examinó a su marido y luchó por embutirse en los ajustados vaqueros.
—Sigue.
Había llegado el momento. Era ahora o nunca. Ed Fletcher se armó de valor y eligió sus palabras con sumo cuidado.
—Comprendí que ese desagradable incidente era producto de mi imaginación —declaró—. Tú tenías razón, Ruth. Toda la razón. Y hasta sé el motivo.
Ruth se puso la camiseta de algodón y logró ceñirse los tejanos.
—¿Cuál fue el motivo?
—Exceso de trabajo.
—¿Exceso de trabajo?
—Necesito unas vacaciones. Hace años que no hago vacaciones. No me concentro en el trabajo. Me paso los días distraído. —Lo dijo con firmeza, pero estaba con el alma en un hilo—. Necesito airearme. Ir a la montaña, a pescar, o... —Se estrujó los sesos frenéticamente—. O...
Ruth avanzó hacia él con aire amenazador.
—¡Ed! —gritó—. ¡Mírame!
—¿Qué pasa? —El pánico dominó a Ed—. ¿Por qué me miras así?
—¿Dónde has estado esta tarde?
La sonrisa de Ed se desvaneció.
—Ya te lo he dicho. Estuve paseando. ¿No te lo he dicho? Di un paseo para reflexionar.
—¡No me mientas, Eddie Fletcher! ¡Sé que estás mintiendo! —Ruth rompió a llorar de nuevo. El pecho se le movía agitado bajo la camisa de algodón—. ¡Admítelo! ¡No fuiste a pasear!
Ed tartamudeó, cubierto de sudor. Se apoyó contra la puerta, falto de fuerzas.
—¿Qué quieres decir?
Relámpagos de cólera brillaron en los ojos negros de Ruth.
—¡Vamos! ¡Quiero saber dónde has estado! ¡Dímelo! Tengo derecho a saberlo. ¿Qué ha pasado en realidad?
Ed retrocedió, aterrorizado. Su determinación se derretía como cera. Todo estaba saliendo mal.
—Te juro que fui a...
—¡Dímelo! —Ruth le hundió sus afiladas uñas en el brazo—. Quiero saber dónde has estado... ¡y con quién!
Ed abrió la boca. Intentó dibujar una sonrisa, pero su rostro se negó a reaccionar.
—No sé qué intentas insinuar.
—Sabes muy bien lo que intento insinuar. ¿Con quién estuviste? ¿Adónde fuiste? ¡Dímelo! Lo averiguaré tarde o temprano.
No había escapatoria. Estaba atrapado... y lo sabía. No podría ocultárselo. Retrocedió desesperado, rezando para ganar tiempo. Si pudiera distraerla, centrar su mente en otra cosa. Si bajara la guardia, siquiera un segundo. Si pudiera inventar algo, una historia mejor. Tiempo... Necesitaba más tiempo.
—Ruth, debes...
De repente, se oyó el ladrido de un perro, que resonó en la casa a oscuras. Ruth ladeó la cabeza un momento.
—Ha sido Dobbie. Creo que alguien viene.
Sonó el timbre de la puerta.
—Quédate aquí. Vuelvo en seguida. —Ruth salió corriendo de la habitación, en dirección a la puerta—. Maldita sea. —Abrió la puerta.
—¡Buenas noches! —El joven se coló en el interior como una exhalación, cargado de objetos, y dedicó una amplia sonrisa a Ruth—. Soy de la Compañía de Aspiradoras Barrelotodo.
Ruth le miró con el ceño fruncido, impaciente.
—La verdad, íbamos a sentarnos a la mesa para cenar.
—Oh, solo tardaré un momento.
El joven ajustó los accesorios a la aspiradora con un chasquido metálico. Desenrolló con toda rapidez un largo folleto ilustrado, que mostraba a la aspiradora en acción.
—Ahora, si sostiene esto mientras enchufo la aspiradora... Correteó por el salón como un niño con zapatos nuevos, desenchufó el televisor, enchufó la aspiradora y apartó las sillas.
—Primero, le haré una demostración del limpiacortinas. —Adaptó al reluciente cuerpo central del aspirador un tubo terminado en una boquilla—. Ahora, siéntese y le enseñaré cómo funciona cada uno de estos accesorios, tan fáciles de utilizar. —Su voz jovial se impuso al rugido de la aspiradora—. Observará que...
Ed Fletcher se sentó en la cama. Rebuscó en el bolsillo hasta encontrar sus cigarrillos. Encendió uno con dedos temblorosos y se apoyó contra la pared. El alivio le había dejado sin fuerzas. Levantó la vista. Una mirada de gratitud alumbró en sus ojos.
—Gracias —musitó—. Creo que, después de todo, lo conseguiré. Muchas gracias.
en Cuentos completos, 1991
Adjustment Team © 1954
* La película Los agentes del destino (The adjustment Bureau, 2011),
protagonizada por Matt Damon y Emily Blunt, está basada en este cuento
y actualmente se exhibe en la plataforma de streaming Netflix.
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