Aunque el cine cumpla una función narrativo-expresivo-onírica de primer orden, esta dimensión, sin embargo, no es única. Hay otra función, insuficientemente destacada pero crucial, que abre una perspectiva del todo distinta: y es que el cine construye una percepción del mundo. No sólo según el papel clásico que se concede al arte, cuya función estética es, en efecto, hacer ver, a través de la obra, lo que en principio no se ve en la realidad. Sino, en un sentido más radical, produciendo la realidad. Lo que nos pone delante el cine no es sólo otro mundo, el mundo de los sueños y de la irrealidad, sino nuestro propio mundo, que se ha vuelto una mezcla de realidad e imagen-cine, una realidad extracinematográfica vertida en el molde de lo imaginario cinematográfico. Produce sueño y realidad, una realidad remodelada por el espíritu de cine, pero en modo alguno irreal. Si bien permite la evasión, también invita a retocar los perfiles del mundo. Ofrece una visión del mundo, que aquí llamamos cinevisión.
El cine viene a ilustrar aquello que decía Osear Wilde provocativamente en 1889, refiriéndose a las artes entonces dominantes, la literatura y la pintura: «La vida imita el arte mucho más que el arte la vida». El propio Wilde dice de esta paradoja que «es una teoría no propuesta por nadie hasta ahora, pero es muy fructífera y arroja una luz completamente nueva sobre la historia del Arte»,[1] un arte interpretado desde Platón a través del prisma de la mimesis. En este sentido, Alain Roger habla con acierto de una «revolución copernicana de la estética»;[2] basándose en el arte del paisaje, su análisis adelanta un concepto clave utilizado por Charles Lalo, que a su vez lo tomó de Montaigne: la artificación de la vida.[3] Este problema teórico es fundamental y de una utilidad excepcional para comprender la función transcultural o civilizadora del séptimo arte: ajustándose perfectamente al caso del cine, la idea de artificación es incluso más válida para él que para las demás formas de arte. Ese cine que durante mucho tiempo se consideró únicamente el lugar de lo irreal, hasta el punto de originar expresiones para indicarlo -«eso es cine», «no me cuentes películas»-, ese cine cuya mágica fuerza para ilusionar ha hecho vivir a su público los sueños más inverosímiles, ese cine resulta que ha forjado la mirada, las expectativas, las visiones del ciudadano moderno y, más aún, ampliándolas, agrandándolas, expandiéndolas, las del ciudadano hipermoderno. El cine es hoy uno de los principales instrumentos de artificación del universo hipermoderno.
El proceso está en marcha desde que las estrellas iluminaron la pantalla con su belleza. Estrellas, vampiresas, divas, toda aquella constelación que transfiguró el universo cinematográfico en los años veinte, han producido y alimentado no solamente sueños, sino también comportamientos muy reales que afectan a la moda, a la indumentaria, el peinado, el maquillaje, la forma de ser. Manteniéndose en la lejanía, inaccesible, estelar, la estrella de los tiempos modernos transformó conductas, evolucionó costumbres, engendró posturas. En Al final de la escapada, Belmondo, nuevo astro de los años sesenta, se pasa el pulgar por el labio, como ha visto hacer a Bogart en muchas películas. Actualmente, el lookcine, esa forma de concebirse y de presentarse ante los demás, se ha impuesto y difundido socialmente a través de una nueva estética del individuo: el glamour, la seducción anunciada y espectacular, mostrándose como tal al desnudo, sin falso pudor, como por exceso. Aunque el tabaco haya desaparecido por orden sanitaria, las gafas negras, el abrigo largo, la cazadora de aviador, las bufandas largas, la camiseta de tirantes, la guerrera de explorador, el 4x4, todo un concentrado de novela policíaca, la saga de Indiana Jones, Matrix, Hombres de negro, que eleva al cuadrado la seducción, que se exhibe con ostentación deslumbrante y espectacular. El propio erotismo, que parecía tener alguna complicidad con la vampiresa y la chica de calendario, se ha vuelto forma natural de ser, como si el cine lo hubiera adaptado y bollicaizado. El mundo de las apariencias se baña en el presente en un glamour que resulta legítimo casi en todas las edades: el cine le ha impuesto su ley. Queremos vernos y que nos vean un poco como los ídolos del cine cuando aparecen en resplandeciente primer plano y llenando la pantalla.
Esta cinematización se ha infiltrado un poco en todas partes y muchas esferas de la vida social han acabado imitando el universo-cine. El propio fenómeno de la estelarización, nacido de la gran pantalla, ha invadido el medio de los creadores, la política, el deporte, la gente guapa cuya imagen difunden las revistas especializadas para consumo de multitudes. Pero el proceso desborda ampliamente el círculo de las celebridades estelarizadas. En el dominio de la moda y el lujo, más allá de las meras colecciones de maquillaje, ropa y joyas y de las estrellas que hacen de embajadoras de marcas, lo que rige de manera creciente las misas solemnes del sector es el espíritu de cine: no hay un solo desfile que no se guionice previamente, que no se transforme en imagen y en espectáculo como una película. Hasta hace poco se presentaban las últimas creaciones en la discreta intimidad de la casa de modas: hoy se monta un hiperespectáculo, un show con tema, decorados, instalaciones, luces destellantes, música en dolby. En las arquitecturas comerciales sucede lo mismo: las galerías y centros comerciales, los bares, los restaurantes, los locales, se organizan como decorados de película. Los Tex Mex y los Buffalo Grill se visten de western, Planet Hollywood anuncia su procedencia con su nombre. Los sonidos y las luces, los parques de ocio, Disneylandia, el Puy du Fou presentan espectáculos guionizados previamente, atracciones temáticas, decorados de estudio, actores y extras.
Esta dinámica no se detiene aquí. En Las Vegas, creación totalmente irreal, surgida en pleno desierto, hay un largo tramo de bulevar, el célebre Strip, donde, en medio de cascadas y surtidores, decorados de cartón piedra, casinos, luces y oropel, se ha concentrado todo lo imaginario de Hollywood, Cecil B. DeMille y Steven Spielberg, tigres de Bengala y Harley-Davidsons, Piratas del Caribe y jugadores de Casino. Ciudades enteras son como escenarios de cine: Solvang, en California, cuenta la historia de la inmigración danesa, con casas típicas, molinos de viento, granjas con huerto, panaderías y pastelerías escandinavas; el centro de Praga, restaurado, se repintó con colores de decorado de ópera para recibir a su Amadeus. Los centros de las ciudades se tratan de manera creciente como decorados, se iluminan con juegos de reflectores proyectados por urbanistas-escenógrafos, diseñados por diseñadores-decoradores y puestos en escena según una dramaturgia de intención turística que, por organizar la mirada, impone una cinevisión. Visitamos estos centros como vamos a ver una película. Los músicos callejeros, convocados para amenizar los lugares, crean un baño sonoro permanente que sumerge al turista en algo que se parece a una película, porque escucha y cree. La realidad se ha convertido en un sueño filmado y musicalizado con los esperados aires de violines y acordeones. La iluminación y el aparato musical dialogan en una realidad verdadera-falsa, en una película verdadera-falsa: el turismo como universo-cine.
Estados Unidos en particular es un país percibido de manera inmediata como cine, por quienes llegan por primera vez, a causa de sus dos grandes y privilegiados decorados: la inmensidad de sus espacios, que se dirían salidos de un western o de una road movie, y la verticalidad de sus ciudades: los rascacielos, las calles, los ruidos, las sirenas de la policía, el humo que sale de los rótulos callejeros, las luces en la noche, todo nos produce la impresión de estar en una comedia sentimental o en una película de intriga y acción. El país que más ha contribuido a crear el cine parece creado por el cine.[4]
Ni siquiera las obras de arte se libran ya de la guionización y la espectacularización extrema, criterios fomentados, magnificados, superdesarrollados por el cine. La gran pantalla, que ha acostumbrado el ojo a los primeros planos gigantes y a las vistas panorámicas en Cinemascope, sin duda no es ajena a la aparición de obras de gran formato en el arte surgido en la segunda posguerra mundial. El expresionismo abstracto, el land art, los environments y las instalaciones revientan el formato pequeño y presentan a quien mira el gigantismo desmesurado de lo espectacular. Los artistas del pop dan al primer plano toda la fuerza de su impacto en cuadros de grandes dimensiones que concentran en un solo objeto, en tecnicolor y en blanco y negro, y el hiperrealismo utiliza el plano rectangular, «cinemascópico», como forma nueva de enfocar la realidad. Aparecen arquitecturas-espectáculo (Gehry, Mayne, Foster, Sanaa, Libeskind, Herzog & De Meuron) que se presentan al público como imágenes enormes y fascinantes, sacadas de una película. La museografía concibe las visitas a los museos como itinerarios llenos de aventura y las exposiciones oficiales parecen contar una historia que despliega paneles, fotografías y vídeos. La iluminación, la puesta en escena, la colocación de las obras: son elementos de una auténtica escenografía que no desdeña a veces el recurso a los efectos especiales. Hasta el extremo de que, cuando se expone a Poussin a la luz natural del Grand Palais, sin efectos, sin puestas en escena, sin iluminación, el público tiene la impresión de que no ve nada y se queja de que falta espectáculo. Ocurre lo mismo con las puestas en escena del teatro o la ópera: los decorados, las luces, el vestuario se toman de buena gana de los grandes almacenes del cine y, mientras los grandes teatros internacionales hacen desfilar ya la traducción de lo que se está cantando, como en las v.o. subtituladas, no es raro que al fondo de la escena haya una gran pantalla para que el público tenga como si dijéramos un efecto de eco iconográfico.
El estilo-cine ha invadido el mundo: hoy lo vemos ya sin mirarlo siquiera, dado que estamos modelados por él, sumergidos en imágenes que han partido de él y han vivificado las pantallas que nos rodean. Algunos dicen que el espectáculo nos enajena, nos despoja de la «verdadera» vida. Sin duda. A pesar de lo cual, en la era de la todopantalla, nos la devuelve bajo un aspecto igual de interesante pero diferente, «cinematizada», reconfigurada por la espectacularización venida de la pantalla. En un momento en que se habla de second life virtual, la vida misma es ya, en gran medida, cinevida. De un modo u otro, el cine se ha colado en la vida concreta de los individuos, en los genes de nuestra cotidianidad. Truffaut decía que el cine es mejor que la vida. Osear Wilde, a su modo, le daba la razón: en los tiempos hipermodernos, la vida acaba por imitar al cine.
Esta generalización del proceso de cinematización ha dado lugar a un torrente de críticas que denuncian el control de las conductas, el empobrecimiento de la vida, el hundimiento de la razón, la pérdida de contacto con la realidad, el formateo de la cultura. Hay muchos interrogantes filosófico-sociales de fondo y los plantean pensadores que critican la hipermodernidad, lo cual demuestra que el cine no ha quedado reducido a simple entretenimiento de masas: se ha convertido en mundo, en estilo de vida, pantalla global y cinevida. En este sentido no habría que enfocar la cinevisión hipermoderna sin una reflexión de tipo transpolítico, transocial y transmediático que contemple el devenir de la individualidad en su relación con la vida.
Que seamos testigos de la fuerza que está adquiriendo la superficialidad de las imágenes, testigos del creciente «personalismo» de los medios, de una tendencia a elaborar hit-parades con los productos culturales, todo esto es innegable y justifica, y cuánto, las numerosas denuncias y advertencias relativas a la espectacularización del mundo. Pero ¿es lícito condenar la estandarización de las mentes y los modos de vida, y el empobrecimiento del mundo estético e imaginario, basándonos en esto? No está tan claro. La verdad es que la difusión generalizada del estilo-cine suele ser inseparable de una tendencia a elevar las exigencias estéticas de la mayoría. No estamos tanto en la época de la proletarización del consumidor y de la destrucción de la vida personal como en la época de la artistificación general de los gustos y los modos de vida. Cinevida, cinemanía, cinevisión no quiere decir inmersión total en el mundo de las imágenes. Si aumenta la influencia de éstas, también crece la capacidad individual de reflexionar y guardar distancias respecto del mundo y la cultura, tal como se presentan ambos. Lo que ha traído el universo de la pantalla al individuo hipermoderno no es tanto el reino de la alienación total, como se afirma con demasiada frecuencia, cuanto una capacidad nueva para crearse un espacio propio de crítica, de distancia irónica, de opinión y deseos estéticos. La singularización ha ganado más terreno que el aborregamiento.
Ese honor le corresponde al cine: cuando la vida quiere parecerse al cine, crecen los objetivos estéticos y la afirmación de las singularidades. Pero, al mismo tiempo, en ese emparejamiento infernal en el que la sed individualista de satisfacciones va de la mano con la decepción, se disparan los sueños y su estela de desilusiones y frustraciones. La luz de la pantalla tiene su parte de sombra: cuando se vuelve refugio, la vida se difumina en el señuelo de la experiencia delegada y en la tibia banalidad de lo ya formateado. Ningún hundimiento de la cultura de la singularidad en el reino de la barbarie estética, pero tampoco ningún triunfo para lo que Valéry llamaba «valor de espíritu». Se acabó la película de catástrofes, se acabó el happy end.
Notas
[1] Oscar Wilde, Le Déclin du mensonge (1889), Allia, París, 1997, p. 71 [trad. esp.: La decadencia de la mentira, Siruela, Madrid, 2001; para la presente traducción se ha consultado el pasaje original en Complete Works of O.W., Collins, 1968, p. 992].
[2] Alain Roger, Court Traite du paysage, Gallimard, París, 1997, p. 13 [trad. esp.: Breve tratado del paisaje, Biblioteca Nueva, Madrid, 2007].
[3] Ibid., pp. 16-17. Alain Roger habla de una «artificación doble»: «La primera es directa, in situ; la segunda indirecta, in visu, por la mirada».
[4] Hasta el punco de que nt siquiera los acontecimientos más trágicos están libres de referencias cinematográficas: los aviones que el 11 de septiembre de 2001 se estrellaron contra las Torres Gemelas parecían salidos de las películas hollywoodenses de catástrofes, con las que se los vinculó inmediatamente, con la sensación de que la realidad escribía un guión más dramático todavía que la ficción.
en La pantalla global: Cultura mediática y cine
en la era hipermoderna, 2009
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