domingo, julio 10, 2022

«La iglesia de Bergheim», de Pascal Quignard

Traducción de Silvio Mattoni




 

La iglesia estaba helada. Estaba vacía. Yo bordeaba los palcos de madera a la derecha de la puerta alta tras haber empujado la batiente de cuero. Prendía la lamparita transparente y despojada que colgaba en la escalera. Subía la estrecha escalera de caracol que conducía al órgano lleno de vapores y totalmente marrón de madera repintada en el siglo XIX. Me ayudaba con la baranda grasosa y fría bajo los dedos. Me sentaba en la banqueta de cuero forrada. Entonces, acuclillado a medias detrás de mí, se alzaba el fantasma voluminoso, en traje de terciopelo, de un hombre con la cabeza toda roja, con patillas blancas. Ese hombre empezaba a caminar, lentamente, sobre los enormes fuelles para introducir el aire. Era un hombre cada vez más rojo que empujaba sin cesar el aire dentro de los tubos que a su vez hacían que bramara el canto. Porque conocí esa época en que no había electricidad en las iglesias. Vuelvo a ver a esos sopladores que caminaban sin parar, de la manera más regular posible, como metrónomos humanos que marcaban el movimiento del canto, junto a intérpretes que miraban en el retrovisor adherido encima de los guiones de interpretación los gestos que hacían los curas y los niños del coro más abajo. Unos bailaban sobre sus pedales y la pedalera mirando a los curas y a los niños que se movían levantando sus túnicas rojas o blancas, otros bailaban sobre los fuelles mirando al organista y toda la iglesia cantaba lentamente, y el aire se tomaba todo su tiempo para rebotar contra los muros elevados y curvos de la nave, soplando y regresando.




en El origen de la danza, Interzona Editora, 2017

















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