Las rutas de Anne-Marie en busca del lugar perfecto podían coincidir en algún momento, pero eso no era lo normal. Lo normal era que tomara caminos muy diferentes para llegar hasta el rincón que reuniera las mejores condiciones para sacar el violín de su caja y empezar a tocar con un pequeño recipiente delante —podía ser un sombrero—, en el que recoger las monedas.
Nunca se situaba en el mismo sitio porque había estado a punto de perder su violín para siempre en el país del que había salido solo tres días antes para, desde allí, llegar a Portugal. Con un tono no demasiado amable y en un inglés bastante malo, le dijeron que hiciera el favor de largarse a tocar a otra calle o, mejor aún, a otra ciudad, y eso fue exactamente lo que hizo. Dejó atrás casas salpicadas a ambos lados de la carretera, con las luces encendidas y las persianas medio bajadas. Hombres y mujeres viendo la televisión, cenando, dejando pasar el tiempo hasta quedarse dormidos en el sofá… Y ahora se perdía por las estrechas y húmedas calles de Oporto, en busca de cualquier lugar apropiado en el que poder apostarse y, después de un breve instante, empezar a tocar. Recorría los jardines, subía y bajaba las escalinatas, y atravesaba las plazas con la mirada siempre puesta en la localización de algún rasgo peculiar que le sirviera para identificar con cierta exactitud las tiendas, los restaurantes o los monumentos que iba dejando atrás. Aquella era la mejor manera de evitar futuras confusiones. Debía reconocer los lugares en los que ya había estado y en los que no debía volver a tocar jamás.
Al principio todos los barrios parecían el mismo, todos los edificios resultaban similares, y cada sombra era idéntica a la anterior. Pero, con el tiempo, se iría acostumbrando a definir las características particulares de cada zona, las diferencias de cada ángulo y la inclinación de cada cuesta.
Estornudó. Era verano, pero Oporto es una ciudad húmeda. El río la inunda y la enmohece. Anne-Marie recordaba en la piel el frío de Polonia, seco, completo, que también, muy a menudo, hacía que estornudara. Se pasó un dedo por el borde de la nariz y razonó de nuevo, una vez más, que aquel verano por el sur de Europa, la Europa cálida, con su violín bajo el brazo, no era lo que había imaginado. No estaba resultando ni didáctico ni interesante. En ocasiones ni siquiera parecía auténtico. A veces la realidad no se le presentaba de forma muy coherente y no veía mucha relación entre los comportamientos y los ambientes. En cualquier caso, no regresaría a Polonia hasta mediados de septiembre y entonces, a la vuelta, seguramente todo aquello, con la distancia, le parecería irrepetible, tierno y entrañable. En septiembre regresaría a casa y volvería a la rutina. A las conversaciones con su madre, que se acercaría a ella e, invariablemente, preguntaría:
—¿Qué tal hoy en la universidad, cariño?
—Igual que ayer, mamá.
—¿Todo bien? —insistiría su madre, intentando mirar a su hija a los ojos.
Y ella apartaría la cabeza.
—Perfectamente.
—Hija… Te pasa algo. Lo sé. ¿Por qué no me lo cuentas? Sé que te pasa algo y no me gusta. No quiero verte así.
—Mejor hablamos de otra cosa, ¿de acuerdo?
Sería entonces cuando la nostalgia, con todas sus armas, atacara el conjunto de lo pasado, y las líneas defensivas de Anne-Marie resultarían inútiles, debilitadas desde la raíz. Los recuerdos del verano nómada serían tan implacables como destructores, arrancarían toda certeza de lo vivido para dejarlo limpio, puro, y eliminarían cualquier aspecto desagradable o peligroso, presentando una imagen de completa armonía y de un entorno perfecto. Sería en ese momento cuando apareciera la inevitable sensación de no haber sabido aprovechar los placeres que el viaje pudo haber ofrecido, y cuando cierto desconsuelo se asentara, durante algún tiempo, en sus actos y en su ánimo.
Pero eso sería en septiembre. Hasta entonces seguiría acordándose de las notas múltiples que repercutían por los callejones de la ciudad de Polonia que había dejado hacía dos meses, en junio, a principios del verano europeo, cuando creyó que había llegado el momento de viajar, observar y permitir que esas notas sonaran por callejones distintos, más lejanos. Hasta entonces tendría ante sí una perspectiva tan imponente como, en ocasiones, indeseable: Oporto, Lisboa, Roma, tal vez... Cuando todo hubiera terminado, Polonia sería, una vez más, el lugar monótono y hasta aborrecido de siempre. Y Oporto, desde la distancia, con todos sus puentes y todas sus torres, la cima del arte.
Volvió a estornudar. Algunas parejas se tomaban de la mano al pasear por delante de ella o al sentarse debajo de alguna sombrilla en las terrazas que los dueños de los bares colocaban a la orilla del río. Caminaba sin rumbo, mirando cómo una mujer bajaba los escalones de una casa encalada y cómo otra saludaba con la cabeza desde un banco de piedra. Ambas iban vestidas de negro. Ambas tenían el rostro arrugado y la piel oscura. Ambas sentirían la humedad del Duero en los huesos. Se cambió el violín de brazo y se acercó a una fuente. Bebió. El agua refrescó su cara y sus manos al instante, y, al erguirse de nuevo, reparó en que, de repente, no reconocía el paisaje que se abría a su alrededor. Cerró los puños con fuerza y supo que estaba demasiado cansada. De albergar deseos mediocres; de la intensidad de su propio desfallecimiento; de su sonrisa, que no era la sonrisa de la felicidad espontánea. ¿Alguien iba a dedicarse alguna vez a escuchar lo que ella pudiera interpretar? ¿Esperaba que alguien real fuese a hablar con ella, en voz baja, pronunciando solo frases inteligentes? ¿Hasta qué punto podía desear que la gente se fijase en ella y escuchase con atención lo que tenía que contar con su violín?
Había llegado a la puerta de una iglesia. Pocos lugares eran tan buenos como aquél para ponerse a tocar. Estaba en la iglesia de San Antonio y, por el momento, allí solo había un hombre sentado en el umbral, con la mano extendida. Pero sabía que pronto llegaría alguien más. Asomó la cabeza, y al principio no pudo ver nada a causa de la profunda oscuridad del interior. Vaciló un instante, pero finalmente se decidió a entrar. Lo primero que sintió fue el repentino frescor de las piedras, la autoridad del fuerte olor y el silencio ancestral y eterno. Con solo sacar el violín y comenzar a hacer vibrar sus cuerdas, ella podría romper ese silencio perpetuo. Podría hacer que en aquel lugar donde solo se oían rezos, murmullos y expresiones lentas, de repente, sonara la melodía osada, casi irreverente, de su violín. Pero, por supuesto, no lo haría. Había una mujer en el primer banco, arrodillada y reclinada sobre las dos manos unidas para la oración.
Anne-Marie permaneció un segundo de pie, observándola. Luego se acercó, se arrodilló como ella, con la misma postración, en el banco posterior, y, dejando el violín sobre el asiento, a su lado, se echó a llorar.
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