Como el alma que canta por sí misma
en su limpia casa de cristal
Hermann Broch
Tuve que viajar a Nevada para verte. Una gran planicie rodeaba la casa donde me esperabas con una túnica blanca, más alta que de costumbre. Presentí que la casa existía en la memoria, cosa que confirmaste atravesando con tu brazo el hielo que suplantaba ahora a las paredes. Acostumbrada a esconderme en las palabras, quise darte una carta. Esa carta hablaba de las diferencias del río: lo que fue, lo que es, lo que será. Pero vos eras el río y la imagen del río, visto desde la altura (quiero decir, la furia misma). Me miraste, morada de ternura, bajo el color inconstante de la niebla. Terminé por tratar de pinchar la carta a tu plumaje pero te negaste, afable, como quien aprecia el esfuerzo de simular lo imposible. El pico tembló ligeramente. Me dejaste a merced de la felicidad, contemplándote, ahora que eras un enorme pájaro blanco.
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