Viel Temperley nació en Buenos Aires
en 1933. Con su primer libro, a los 23 años, obtuvo la Faja de Honor de la
SADE. Entre ese libro y el último volaron 30 años. Sus lectores, pocos, hablan
de Viel Temperley como uno de los mejores actuales. Ahora –el presente vale- llega
de una sesión de rayos y está en la cama, una frazada prolijamente doblada a la
altura del pecho. Ojóó- hace, sonriendo, y en el piso suena el teléfono.
Por todas partes hay pequeños cuadros pintados por él o por Luisa, su mujer.
Hay una biblioteca fina y alta rodeada de fotografías y un Cristo azul acosado
por un bosquecillo de plantas sin flores. Viel no es un poeta de cuchicheo
mallarmeano. No dice “un texto por fin real que será la explicación órfica
de la tierra”, ni “un Cosmos organizado bajo el signo de la belleza”. Él dice:
“lo mío tenía que ser todo un mundo”. (Tiempo atrás, hojeando la novela de un
sabio, rozado yo por el eco de su éxito, se me ocurrió que la percepción de la
belleza tiene que ver más con las sensaciones que con el juicio –lábil
ocurrencia, pero me gusta esa antigüedad. ¿No hay un dios que desaparece
automáticamente si se lo toca demasiado?). Y si habla de sus libros –en este
caso Legión Extranjera (1978), Crawl (1982) y Hospital
Británico (1986)-, hace justamente lo contrario de las gentes que, diría
Arreola, caen unas en brazos de otras sin detallar la aventura.
-Desenchufá-
pide. No quiero que me interrumpan.
Le
digo que parece que hubiera entrado en escena de golpe, en este último año,
cuando tiene nueve libros editados.
-Creo
que eso es culpa mía. No hice ningún movimiento para acercarme. No estuve en
ningún grupo. Siempre rehuí las presentaciones. Y hasta Carta de Marear,
que apareció en 1978, había publicado cinco libros..., pero yo tenía la
intención de romper mi poesía; la notaba demasiado rígida, como atada a un
molde, un principio, un medio, un fin: sabía qué iba a decir. Después pasé a
decir, a ver, empezó a interesarme la poesía que me permitía no solamente
esconderme sino evadirme y hacer un mundo, tener un mundo.
¿Evadirte
de qué?
De
lo excesivamente claro. Yo me destrozo en cada imagen para esconderme, pero
dejo (por ejemplo, en Legión Extranjera) citas y personajes que hacen de
distintos poemas un solo poema. Así que después de esto, cuando tuve
oportunidad de mandar todo al diablo, me encierro con un título, Crawl,
y la intención de dar un testimonio de mi fe en Cristo, al que nunca había
nombrado: decía “Dios”; un dios panteísta, no el hijo, el hombre. Y el hecho es
que me encuentro con mi poesía al no saber cómo hacerla. Termino explicando
cómo se nada, cómo poner una mano al nadar. Pero descubro que para escribir Crawl
tengo que aprender a rezar, y empiezo a tener una relación distinta con la
oración y con el aliento. Y al fin de todo consigo mencionarlo como “éste” o
“ése”, con minúscula, porque en aquel momento de mi vida espiritual hubiera
sido una mentira poner reiteradamente “Jesucristo”. A lo largo del libro, lo
nombro una sola vez. Yo no era dueño de ese nombre.
Más
que la búsqueda de el nombre parece la búsqueda de un nombre. ¿O
pensás que sos un poeta religioso?
¿Un
poeta religioso? No. De ninguna manera. Seré un místico, un poeta surrealista,
cualquier cosa, pero no religioso. Hablo de marineros y de nadadores.
Jesucristo aparece a través de un rufián, de un vago, de un bañero. Pongo
“Besarme el rostro en Jesucristo” queriendo decir que Cristo me había llevado a
besarme a mí mismo en él. En él, pero a mí mismo, eso es lo que me interesa. No
me dirijo a él dejando de lado mi amor por esa chica al lado de la lámpara: lo
busco ahí. Me bastó con haberlo puesto una vez. Di testimonio. Macanudo. Ya
después me copo con la tapa, con el marinero de la caja de cigarros John Player.
Yo creía que existía. Me lo había presentado un tío en una pieza empapelada con
flores. Y recuerdo que lo quise. Pero ahí dejé de verlo y no volví a
encontrarlo hasta mucho tiempo después en un atado de cigarrillos. Había soñado
con él, y lo tomé como la cara de Cristo. Dios es idéntico a un marinero, tal
vez un marinero judío, por la mandíbula tan fuerte, cuadrada. En lugar de un
salvavidas, entonces, le pedí a un amigo que dibujara una corona de espinas.
Finalmente, se me ocurrió acompañarlo con la diagramación. Si mirás Crawl,
arriba es como un cuerpo que va nadando. Yo desplegaba el poema en el suelo y
me paraba en una silla para ver dónde había algo que se saliera del dibujo. Me
pasaba horas arriba de la silla fumando y mirando, y corrigiendo para que
tuviera esa forma. Incluso trato de que las estrofas no tengan puntos hasta la
tercera parte, porque quería que fuera un respirar, quería que cada brazada
fuera una respiración. Solamente al final, cuando habla con otros hombres, hay
puntos y cortes. Pero donde es pura natación, son estrofas.
¿Y
en cuanto al leit motiv “Vengo de comulgar y estoy en éxtasis”?
Eso
sucedió un día en que estaba terriblemente angustiado y me metí en el
Santísimo, la iglesia que está acá atrás del Kavanagh. Sin embargo, no soporté
estar ahí adentro. Salí, me senté en el pasto, en la plaza, y tuve de pronto
una sensación de éxtasis extraordinaria. Y me dije que ese era el motivo para
empezar cada parte. Y en la primera sigue “aunque comulgué como un ahogado”.
Eso, como un ahogado. Otra vez, yo venía caminando por el puerto, y entre una
fila de plátanos sentí un ataque de Dios, el golpe de Dios, y me puse a llorar.
Hay un plátano en Crawl. También recuerdo que cuando yo era muy chico
vivía en Vicente López, y todas las mañanas mamá me llevaba al río, cargado en
la espalda. Yo todavía no sabía caminar. Y un día me caí al agua. Recuerdo que
estaba sentado debajo del agua en paz, sin extrañar absolutamente la vida, la
respiración, el mundo. Lo único que sentía era el éxtasis de ver una pared
color tierra cruzada por el sol: era un manto anaranjado que yo tenía ante los
ojos. Y era feliz.
En
El Nadador escribís: “agua tan azul que el hombre / entraba en ella y
respiraba”...
Respira
el cielo. Por eso en Crawl me quedo tranquilo hasta que un día nublado
estoy en una playa y al cerrar los ojos sale el sol y veo dos figuras
blanquísimas, y me dije que iba a escribir acerca de esos dos tipos haciendo
guardia en la arena. Ese libro sería Hospital Británico. Yo estuve en el
Británico. Caí enfermo cuando vi a mamá que quería morirse, y murió cuatro días
después de que a mí me trepanaran. Habíamos pasado tres meses los dos tirados
en la cama. Bueno, me operan del mate y a los dos o tres días salgo al jardín.
Iba del brazo de mi mujer. Nos sentamos delante de un pabellón, al que llamo Pabellón
Rosetto. Volaban unas mariposas y había unos eucaliptus muy hermosos, nada
más que esto, y fui rodeado y traspasado por una sensación de amor tan intensa
que me arruinó la vida en el mundo.
¿Cómo?
Sí,
la sensación de estar rodeado por cielo, y de que ese cielo me tocara como
carne, y que podía ser la carne de Cristo y que al mismo tiempo lo tenía a
Cristo adentro... Yo era amado con una intensidad que estaba en el límite de lo
soportable. Eso duró una semana. Cuando volví a casa me tiré en el living y
abrí la ventana para que el viento moviera la enredadera y estuve hasta el
amanecer tratando de recuperar ese estado de comunión, pero no apareció nada.
Bueno,
apareció Hospital Británico...
El
libro de un trepanado. El que escribió ese poema no existe más. Yo, en aquel
entonces (no sabía que iban a darme rayos) salí volando con la cabeza abierta:
iba a escribir. Se me ocurrió la solución de las esquirlas, lo ordené, escribí
lo que habla de la muerte de mamá, y el resto en el estado de un tipo que se
había salido de la realidad porque tenía un huevo en la cabeza. Después, sí,
después tienen que darme rayos. ¿Quién carajo armó todo eso? No tengo idea.
Llega gente, vienen a visitarme, caen cartas, pero lo que yo tengo que ver con
el efecto de ese libro es muy poco. No soy el autor de eso, como de Crawl.
Hospital Británico es algo que estaba en el aire. Yo no hice más que
encontrarlo. Hospital Británico me permite creer que me salí del mundo y
no sé para qué. El cielo estaba en la enfermera que pasaba.
Entrevista
aparecida en revista Vuelta Sudamericana,
Nº 12, Julio de 1987,
Buenos Aires.
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