En la calle Ocho,
en el Village, hay un modesto restaurante, con iluminación a escala humana, ni
demasiada luz ni demasiada oscuridad, donde yo solía pasar unas dos horas al
día, a veces por la tarde y otras veces de noche, siempre sentada en una mesita
junto al gran ventanal a la calle. La ventana estaba empotrada, con las
cortinas a la mitad y decorada con una enorme lámpara Tiffany y un jarrón color
bronce con flores u hojas artificiales, según la estación del año. Pasé mucho
tiempo junto a esa ventana. Recuerdo haber estado allí en las noches de
noviembre, cuando nevaba y la gente que se apresuraba parecía iluminada con su
corona y charreteras blancas, y también tardes en pleno verano cuando apenas me
atrevía a mirar afuera por miedo a ver a algún hombre o mujer forcejeando y
finalmente sucumbiendo y enterrándose en el denso calor, desapareciendo para
siempre ante mis ojos. Era una clienta tan fiel que mi Martini solía aparecer
en la mesa mientras yo aún estaba ordenando mis libros para ponerme a mirarlos.
Había una pequeña barra a la mitad de la sala, muy larga y estrecha, pero no
había sitio allí para sentarse y beber. Era un lugar bonito, con tanto estilo
como un sencillo y agradable salón de té. Yo solía llevar tres o cuatro libros
conmigo, y si venía de la librería de enfrente, muchas veces tenía seis o más
para hojear. No prestaba atención al espectáculo de la calle.
Una tarde —era
otoño y había un montón de hojas rojizas de papel en el jarrón cerca de mí—,
levanté la vista para ver pasar a dos monjas, que iban hacia el oeste, hacia la
Sexta Avenida. Todas las monjas parecen iguales. Sus drapeados negros, su paso
resuelto y su aire lejano, todo en ellas me resultaba familiar. Me sorprendió
verlas, pues siempre me sorprende ver monjas en las calles de Nueva York, y
pensé, como había pensado otras veces, que no es corriente ver monjas por aquí,
pero era muy corriente verlas en Dublín, donde nací. Hubo un tiempo, los años
que pasé en un internado religioso y durante muchos años después, en que la
visión de una monja me llenaba de disgusto y aprensión, y esta vez, sentada
junto a la ventana del restaurante, me alegré una vez más de que aquellos años
hubieran pasado.
Aquella tarde yo
había llegado al restaurante cuando ya se había acabado la hora de la comida, y
en aquel momento, excepto los dos camareros, el local estaba vacío. Me gustan
los restaurantes vacíos y había contado con que tendría todas las mesas y los
reservados para mí. Incluso la caja, junto a la puerta, estaba solitaria. Yo me
había tomado la tarde libre, pero no recuerdo qué excusa me había dado a mí
misma para hacerlo. Tal vez me sentía libre porque era otoño. Aun así, las tres
de la tarde no es una hora para estar sentada junto a la ventana de un
restaurante con un Martini, o medio, frente a sí, como ocurrió cuando pasaron
las monjas, y me pareció un milagro ser tan libre e independiente y poder estar
en mi restaurante preferido y beber y comer lo que me gustara y leer los libros
que hubiera escogido y que, al ver pasar a dos monjas, no sintiera nada salvo
una leve sorpresa, sin aprensión, sin el examen de una conciencia aterrada, sin
nada de todo eso.
Las dos monjas
que dirigían aquel internado eran mujeres violentas. La directora era baja y
gorda y su ayudante era alta y delgada, y las dos tenían un acento refinado, la
gorda hablaba bajo y la delgada, más agudo. La directora enseñaba inglés y su
ayudante daba clases de canto, pero pasaban la mayor parte del tiempo buscando
el pecado. Su tarea era fácil porque naturalmente todas estábamos llenas de
pecados, pero ellas se esforzaban mucho. Siempre estaban patrullando, a veces
juntas y otras veces por separado. Patrullaban el silencioso vestíbulo de
estudio, los corredores, las aulas y los lavabos, e incluso patrullaban los
dormitorios, pues a menudo hablábamos de una cama a otra cuando las luces ya
estaban apagadas. Nosotras sabíamos lo que buscaban, por supuesto, y en cuanto
una de ellas aparecía en el umbral de un aula o de cualquier parte, todas sabíamos
que habían acechado el pecado en casa y que al menos una persona de la
habitación iba a tener que responder ante ellas. El problema es que nunca
sabíamos quién de nosotras sería. Yo siempre me sentía pecadora y supongo que
las demás sentían lo mismo. El Diablo trabaja en formas misteriosas y no había
nunca manera de saber cuál de nuestros rostros habría elegido para revelarse.
Nunca sabíamos dónde estábamos. Aquellas dos monjas le seguían incluso en el
refectorio, donde desayunábamos, comíamos, merendábamos y cenábamos. Nunca
parecían advertir lo que teníamos en el plato. Una comida horrible. Siempre era
té y pan con mantequilla, excepto a mediodía, que era patata cocida. Y en la
cena sustituían el té por un cacao inmundo. En el desayuno de los lunes,
miércoles y viernes, el té y el pan con mantequilla iban acompañados de una
cucharada sopera de dátiles hervidos en una fina sopa, o como habría dicho la
monja que los cocinaba, una mermelada. Los martes y jueves el desayuno se
animaba con una oblea de gachas frías mojada en leche azulada, los sábados de
una mota de mermelada y los domingos de un feo pedazo de tocino. La hora de la
merienda y la cena eran solo pan con mantequilla, excepto que con el té nos
dejaban sacar la mermelada y el pastel que recibíamos en paquetes de casa.
Algunas niñas recibían paquetes de su casa y otras no. Las que los recibían
tenían el privilegio de ir de mesa en mesa (eran cinco mesas largas y
estrechas) llevando frascos de mermelada y grandes tartas y otorgando sus
favores a las niñas que les caían bien e ignorando a las que no. Éramos unas
sesenta, de siete a dieciocho años, y a veces la sala estaba abarrotada a la
hora de merendar, sobre todo al principio de cada trimestre, cuando todo el
mundo tenía algo con qué pasear. No recuerdo la comida de los domingos, pero
los lunes y miércoles eran patatas cocidas con una morcilla negra que era casi
toda gris, y los martes y jueves algo que llamaban cecina. Los viernes algo de
pescado y los sábados un estofado, el estofado de las sobras semanales.
Yo estaba
pensando en aquel estofado de los sábados y admirando la inmensa carta que el
camarero había dejado en mi mesa cuando se abrió la puerta del restaurante y
entraron las dos monjas. Buscaban un lugar tranquilo para comer y lo habían encontrado.
Andaban deprisa, sin hacer un solo ruido, directo al restaurante, y yo las
observé todo el tiempo, las observé hasta que se instalaron en un reservado
lejano. Luego volví a mi carta, que seguía en mi mano izquierda, inclinada, tal
como la había sostenido, pero mi mano derecha, con el vaso vacío de Martini, se
había ido no sé cómo debajo de la mesa y estaba allí escondida bajo el mantel.
Sin comentarios. Absolutamente sin comentarios.
10 de noviembre de 1962
en De
Dublín a Nueva York (Antología), 2019
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