Quienes escriben
que la secta del Fénix tuvo su origen en Heliópolis, y la derivan de la
restauración religiosa que sucedió a la muerte del reformador Amenophis IV,
alegan textos de Heródoto, de Tácito y de los monumentos egipcios, pero
ignoran, o quieren ignorar, que la denominación por el Fénix no es anterior a
Hrabano Mauro y que las fuentes más antiguas (las Saturnales o Flavio
Josefo, digamos) sólo hablan de la Gente de la Costumbre o de la Gente del
Secreto. Ya Gregorovius observó, en los conventículos de Ferrara, que la
mención del Fénix era rarísima en el lenguaje oral; en Ginebra he tratado con
artesanos que no me comprendieron cuando inquirí si eran hombres del Fénix,
pero que admitieron, acto continuo, ser hombres del Secreto. Si no me engaño,
igual cosa acontece con los budistas; el nombre por el cual los conoce el mundo
no es el que ellos pronuncian.
Miklosich, en una
página demasiado famosa, ha equiparado los sectarios del Fénix a los gitanos.
En Chile y en Hungría hay gitanos y también hay sectarios; fuera de esa especie
de ubicuidad, muy poco tienen en común unos y otros. Los gitanos son chalanes,
caldereros, herreros y decidores de la buenaventura; los sectarios suelen ejercer
felizmente las profesiones liberales. Los gitanos configuran un tipo físico y
hablan, o hablaban, un idioma secreto; los sectarios se confunden con los demás
y la prueba es que no han sufrido persecuciones. Los gitanos son pintorescos e
inspiran a los malos poetas; los romances, los cromos y los boleros omiten a
los sectarios… Martín Buber declara que los judíos son esencialmente patéticos;
no todos los sectarios lo son y algunos abominan del patetismo; esta pública y
notoria verdad basta para refutar el error vulgar (absurdamente defendido por
Urmann) que ve en el Fénix una derivación de Israel. La gente más o menos
discurre así: Urmann era un hombre sensible; Urmann era judío; Urmann frecuentó
a los sectarios en la judería de Praga; la afinidad que Urmann sintió prueba un
hecho real. Sinceramente, no puedo convenir con ese dictamen. Que los sectarios
en un medio judío se parezcan a los judíos no prueba nada; lo innegable es que
se parecen, como el infinito Shakespeare de Hazlitt, a todos los hombres del mundo.
Son todo para todos, como el Apóstol; días pasados el doctor Juan Francisco
Amaro, de Paysandú, ponderó la facilidad con que se acriollaban.
He dicho que la
historia de la secta no registra persecuciones. Ello es verdad, pero como no
hay grupo humano en que no figuren partidarios del Fénix, también es cierto que
no hay persecución o rigor que éstos no hayan sufrido y ejecutado. En las
guerras occidentales y en las remotas guerras del Asia han vertido su sangre
secularmente, bajo banderas enemigas; de muy poco les vale identificarse con
todas las naciones del orbe.
Sin un libro
sagrado que los congregue como la Escritura a Israel, sin una memoria común,
sin esa otra memoria que es un idioma, desparramados por la faz de la tierra,
diversos de color y de rasgos, una sola cosa —el Secreto— los une y los unirá
hasta el fin de los días. Alguna vez, además del Secreto hubo una leyenda (y
quizá un mito cosmogónico), pero los superficiales hombres del Fénix la han
olvidado y hoy sólo guardan la oscura tradición de un castigo. De un castigo,
de un pacto o de un privilegio, porque las versiones difieren y apenas dejan
entrever el fallo de un Dios que asegura a una estirpe la eternidad, si sus
hombres, generación tras generación, ejecutan un rito. He compulsado los
informes de los viajeros, he conversado con patriarcas y teólogos; puedo dar fe
de que el cumplimiento del rito es la única práctica religiosa que observan los
sectarios. El rito constituye el Secreto. Éste, como ya indiqué, se trasmite de
generación en generación, pero el uso no quiere que las madres lo enseñen a los
hijos, ni tampoco los sacerdotes; la iniciación en el misterio es tarea de los
individuos más bajos. Un esclavo, un leproso o un pordiosero hacen de
mistagogos. También un niño puede adoctrinar a otro niño. El acto en sí es
trivial, momentáneo y no requiere descripción. Los materiales son el corcho, la
cera o la goma arábiga. (En la liturgia se habla de légamo; éste suele usarse
también). No hay templos dedicados especialmente a la celebración de este
culto, pero una ruina, un sótano o un zaguán se juzgan lugares propicios. El
Secreto es sagrado pero no deja de ser un poco ridículo; su ejercicio es
furtivo y aun clandestino y los adeptos no hablan de él. No hay palabras
decentes para nombrarlo, pero se entiende que todas las palabras lo nombran o,
mejor dicho, que inevitablemente lo aluden, y así, en el diálogo yo he dicho
una cosa cualquiera y los adeptos han sonreído o se han puesto incómodos,
porque sintieron que yo había tocado el Secreto. En las literaturas germánicas
hay poemas escritos por sectarios, cuyo sujeto nominal es el mar o el
crepúsculo de la noche; son, de algún modo, símbolos del Secreto, oigo repetir.
Orbis terrarum est speculum Ludi reza un adagio apócrifo que Du Cange
registró en su Glosario. Una suerte de horror sagrado impide a algunos
fieles la ejecución del simplísimo rito; los otros los desprecian, pero ellos
se desprecian aun más. Gozan de mucho crédito, en cambio, quienes
deliberadamente renuncian a la Costumbre y logran un comercio directo con la
divinidad; éstos, para manifestar ese comercio, lo hacen con figuras de la
liturgia y así John of the Rood escribió:
He merecido en
tres continentes la amistad de muchos devotos del Fénix; me consta que el
Secreto, al principio, les pareció baladí, penoso, vulgar y (lo que aun es más
extraño) increíble. No se avenían a admitir que sus padres se hubieran rebajado
a tales manejos. Lo raro es que el Secreto no se haya perdido hace tiempo; a
despecho de las vicisitudes del orbe, a despecho de las guerras y de los
éxodos, llega, tremendamente, a todos los fieles. Alguien no ha vacilado en
afirmar que ya es instintivo.
Sepan los
Nueve Firmamentos que el Dios
es
deleitable como el Corcho y el Cieno.
en Ficciones,
1944
1 comentario:
Qué puedo decir ante ese alud de genio, de ingenio, de esa maestría en combinar hechos imaginarios y fabulaciones reales que nos arrastra y nos hipnotiza. Huelgan palabras de más.
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