Ahora que él se ha ido, que no
volverá nunca más, que ha desaparecido, que se ha borrado de la esfera de la
vida exactamente como si hubiera muerto, a ella, Irene, no le queda más
remedio que armarse de todo el valor que una mujer puede pedir a Dios y
extirpar todas las raíces de ese desgraciado amor que se ha infiltrado hasta
lo más profundo de sus entrañas. Irene siempre ha sido una muchacha fuerte,
esta vez no lo será menos.
¡Ya está! Ha sido menos terrible de
lo que pensaba; y menos largo. No han pasado ni siquiera cuatro meses y ya se
siente completamente liberada. Un poco más delgada, más pálida, más
diáfana, pero ligera, con la suave languidez de la convalecencia, dentro de la
cual ya palpitan vagas ilusiones nuevas. Oh, ha sido muy valiente, incluso
heroica, ha sabido ser cruel consigo misma, ha rechazado con tesón todas las
seducciones de los recuerdos, a los que, sin embargo, habría sido dulce
abandonarse. Destruir todo lo que le quedaba en sus manos, aunque solo fuera un
broche, quemar las cartas y las fotos, tirar la ropa que se ponía cuando
estaba él, sobre la cual quizá sus miradas habían dejado una huella
impalpable, desembarazarse de los libros que él también había leído y cuyo
común conocimiento establecía una complicidad secreta, vender el perro que ya
había aprendido a reconocerlo y corría a recibirlo a la puerta del jardín,
abandonar las amistades que habían pertenecido a ambos, mudarse incluso de
casa, porque en el borde de aquella chimenea él se apoyó con un codo, porque
una mañana aquella puerta se había abierto, y detrás había aparecido él,
porque el timbre de la puerta seguía sonando igual que cuando él venía, y en
cada una de las habitaciones le parecía reconocer una misteriosa impronta
suya. Todavía más: acostumbrarse a pensar en otras cosas, volcarse en un
trabajo agotador gracias al cual, al llegar la noche, cuando el peligro se
vuelva más insidioso, un sueño pesado la venza, conocer a nuevas personas,
frecuentar nuevos ambientes, incluso cambiar el color de sus cabellos.
Todo esto lo ha conseguido hacer, con
empeño desesperado, no dejando desguarnecido ni un solo rincón, ni una sola
hendidura por la que el recuerdo pudiera abrirse paso. Lo ha hecho. Y se ha
curado. Ahora, por la mañana, con un bonito vestido azul que la costurera le
acaba de enviar, Irene está a punto de salir de casa. Fuera hace sol. Se
siente sana, joven, completamente limpia por dentro, fresca como cuando tenía
dieciséis años. ¿Incluso feliz? Casi.
Pero he aquí que de una casa vecina
le llega una breve oleada de sonidos. Alguien ha encendido la radio o ha puesto
el gramófono, y ha abierto una ventana. La ha abierto y después enseguida la
ha cerrado.
Ha sido suficiente. Seis o siete
notas, no más, el fragmento de un viejo estribillo, su canción. Vamos,
valiente Irene, no te pierdas por tan poco, corre al trabajo, no te pares,
¡ríe! Pero un vacío horrendo se le ha formado ya dentro del pecho, ha
excavado un abismo. Durante meses y meses, el amor, esta extraña condena,
había fingido dormir, dejando que Irene se hiciera ilusiones. Ahora una
nimiedad ha bastado para desencadenarlo. Fuera, los autos pasan, la gente vive,
nadie sabe nada de una mujer que, tirada en el suelo detrás de la puerta de la
calle como una niña castigada, estropeándose el bonito vestido nuevo, llora
violentamente. Él está lejos, no volverá nunca más, y todo ha sido inútil.
en Sesenta relatos, 1958
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