Rubén, el pintor
más ilustre de México, estaba profundamente enamorado de su modelo Isabel,
unida a su vez sentimentalmente a un artista rival cuyo nombre no tiene
importancia. Isabel solía llamar a Rubén su pequeño Churro, que es una especie
de pastelillo dulce y, además, un nombre popular entre los mexicanos para los
cachorros. Rubén lo consideraba un nombre delicioso y solía comentar a sus
visitas en el estudio: «Y ahora me llama Churro. ¡Ja, ja!». Cuando reía,
temblaba dentro del chaleco, porque estaba engordando. Entonces Isabel, que era
alta y delgada, con largos y afilados dedos, desgarraba con las manos un
ramillete de flores que Rubén le había llevado y esparcía sus pétalos o gritaba
«¡Yah! ¡Yah!» con tono burlón y le hundía un poco la punta de la nariz con
pintura. También la habían visto tirándole del pelo y de las orejas sin piedad.
La gente bien
pensante recorría en peregrinación la estrecha y empedrada calle, evitaba
cuidadosamente los charcos del patio y subía con estrépito las inseguras escaleras
para echar una ojeada a tan grande, aunque sencillo personaje. Entonces ella
exclamaba: «¡Aquí vienen las bonitas ovejitas!». Le divertía la mirada
asombrada de los visitantes ante su osadía.
Solía aburrirse,
porque a veces tenía que pasar el día entero de pie, trenzándose y
destrenzándose el pelo mientras Rubén hacía bocetos y olvidaban comer hasta
tarde, pero no había lugar al que ella pudiera ir hasta que su amante, el rival
de Rubén, vendiera un cuadro, pues todo el mundo declaraba que Rubén mataría
sin vacilar al hombre que siquiera intentara quitarle a Isabel. Así que Isabel
se quedó, Rubén pintó dieciocho dibujos diferentes de ella para su mural y ella
cocinó para él de vez en cuando, a veces con él, y sacaba su larga y roja
lengua a los visitantes que no le gustaban. Rubén la adoraba.
Precisamente
estaba empezando el dibujo número diecinueve de Isabel cuando su rival vendió
un cuadro muy grande a un hombre rico cuyo decorador le había dicho que
necesitaba un panel verde y naranja en una determinada pared de su nueva casa.
Por una feliz coincidencia, aquel cuadro era prodigiosamente verde y naranja.
El hombre rico le pagó un precio altísimo, pero lo hizo muy contento,
explicaba, porque le hubiese costado seis veces más cubrir ese espacio con
tapices. El rival también se alegró, aunque omitió explicar por qué. Al día
siguiente Isabel y él se marcharon a Costa Rica, y ese es el final de su
historia por lo que a nosotros respecta.
Rubén leyó la
nota de despedida:
¡Pobrecito
Churro! Es una pena que tu vida sea tan aburrida, y yo ya no pueda aguantarla.
Me voy con alguien que nunca me permitirá cocinar para él, pero hará un mural
con cincuenta figuras mías, no solo veinte. También tendré zapatillas rojas y
una vida alegre a más no poder.
Tu vieja
amiga,
Isabel
Cuando Rubén la
leyó, sintió que se ahogaba. Le faltaba el aliento y agitaba muchísimo los
brazos. Luego se bebió toda una botella de tequila, sin limón ni sal para
suavizarla, se echó en el suelo con la cabeza en una paleta de pintura recién
mezclada y lloró con vehemencia.
Después fue por
completo otro hombre. No podía hablar de nada que no fuese Isabel, su rostro
angélico, sus bonitas travesuras y costumbres: «Solía pintarme los tobillos de
negro y azul», decía con cariño, mientras los ojos se le llenaban de lágrimas.
Comía sin parar pastelillos crujientes de una bolsa próxima a su caballete.
«¿Veis? —decía, mostrando uno antes de darle un mordisco—. Me llamaba Churro,
como esto».
Sus amigos,
encantados cuando vieron que Isabel se había ido, decían entre ellos que había
tenido suerte al perder de vista a aquel demonio enjuto. Se dedicaron a
ayudarle a olvidar, pero Rubén no se apartaba de lo suyo. «No hay otra mujer
como ella —decía, negando con la cabeza tercamente—. Cuando se fue, se llevó mi
vida. No tengo ánimos ni siquiera para vengarme». Y añadía: «Les digo que
Isabel, mi pobre angelito, es una asesina, porque me ha roto el corazón».
A veces erraba
ansiosamente por el estudio, dando puntapiés con sus zapatillas de fieltro a
las pilas de dibujos que se amontonaban juntando polvo, o molía colores durante
unos minutos, diciendo con voz dolorida: «Hubo un tiempo en que ella hacía todo
esto para mí. ¡Imaginad su bondad!». Pero siempre regresaba a la ventana, sin
dejar de comer dulces y frutas y tortas de almendra de la bolsa. Cuando sus
amigos le llevaban a cenar, se sentaba tranquilamente y comía enormes platos de
toda clase de comida, tragándoselos con vino dulce. Después se echaba a llorar
y hablaba de Isabel.
Sus amigos
coincidieron en que se estaba poniendo bastante pesado. Isabel se había ido
hacía casi seis meses y Rubén se negaba a tocar siquiera su decimonovena
imagen, mucho más a iniciar la vigésima, así que el mural no iba a ninguna
parte.
—Mira, mi querido
amigo —le dijo Ramón, que dibujaba caricaturas y cabezas de muchachas guapas
para las revistas—, hasta yo, que no soy un gran artista, sé que las mujeres
pueden echar a perder el trabajo de un hombre. Déjame decirte que, cuando
Trinidad me abandonó, no serví para nada en una semana. No hacía nada a
derechas, no era capaz de distinguir un color de otro y perdí por completo el
dominio del matiz. Aquella tramposa sinvergüenza estuvo a punto de arruinarme,
pero tú, amigo, anímate, y termina tu gran mural para el mundo, para el futuro,
y recuerda a Isabel solo para agradecer a Dios que se haya ido.
Masticando
almendras garrapiñadas, Rubén negó con la cabeza al hundirse en su sofá y
gritó:
—El dolor que me
oprime el corazón me matará. No hay otra mujer como ella.
De pronto, el
cuello de la camisa se negó a cerrarse bajo su barbilla. Se aflojó tres
agujeros el cinturón, y explicó:
—Me quedo quieto,
no puedo moverme más. Mi energía se ha ido en penas.
Las capas de
grasa se acumulaban insidiosamente sobre él, se deformó hasta convertirse en un
desconocido hasta para sí mismo. Ramón, mostrando su nueva caricatura de Rubén
a sus amigos, declaró: «Podría haberlo dibujado igual con un compás, lo juro.
Los botones saltan de su camisa. Es decididamente peligroso».
Pese a todo,
Rubén se quedaba allí, comiendo caprichosamente en soledad y, a partir de su
tercera botella de vino dulce, llorando por Isabel noche tras noche. Sus amigos
discutieron el problema y concluyeron que la situación era cada vez más grave;
había llegado el momento de que alguien le dijera cuál era la verdadera causa
de su dolor. Pero cada uno deseaba que fuese otro el elegido para ello. Y se
hizo evidente que no había nadie en el grupo, quizá en todo México, lo bastante
impertinente para decírselo. Decidieron trasladar la responsabilidad a un
médico de la escuela universitaria. En la cabeza de una persona así debía de
combinarse una sensibilidad considerablemente refinada con el más alto grado de
conocimiento técnico. Era una forma de actuar diplomática, prudente y delicada.
Y así se hizo.
El médico
encontró a Rubén sentado ante su caballete, frente a la decimonovena figura de
Isabel a medio terminar. Lloraba y, entre sollozos, comía cucharadas de suave
queso de Toluca con mangos picantes. Rebasaba por todas partes su taburete de
pintor, como un montón de masa sobada. Fue él quien le habló al médico sobre
Isabel.
—Le digo
sinceramente, amigo mío, que ni siquiera yo pude reproducir en pintura las
líneas bellas de su muslo y su empeine. Y, además, era un ángel de bondad.
Después dijo que
el dolor de su corazón le llevaría a la muerte. El médico se sintió
profundamente afectado. Durante largo rato le ofreció consuelo sin atreverse a
prescribir curas materiales a un hombre de tan fina sensibilidad.
—Solo tengo
burdos y vulgares remedios —con un gracioso gesto pareció ofrecerlos entre
pulgar e índice—, pero son todo lo que el mundo de la carne posee para
contribuir a la curación del espíritu herido.
Los nombró uno
tras otro. Era una lista detallada, pero no espectacular: dieta, aire puro, largos
paseos, ejercicio enérgico y frecuente, preferiblemente en barra, duchas
heladas, casi nada de vino... Rubén parecía no oírle. Su continuo y ausente
murmullo fluía cálido a través de los solemnes y redondeados párrafos del
médico: «Los dolores son casi insoportables durante la noche, cuando yazgo en
mi cama solitaria, contemplo los cielos vacíos por mi estrecha ventana y me
digo: “Pronto mi tumba será más estrecha que esa ventana y más oscura que ese
firmamento”, y mi corazón da un vuelco. ¡Ah, Isabelita, ¡mi verdugo!».
El médico se
retiró de puntillas, respetuosamente, y le dejó allí sentado, comiendo queso y
contemplando con ojos húmedos la decimonovena figura de Isabel.
En su compañía,
sus amigos se aburrían desesperadamente y le dejaron cada vez más solo. Nadie lo
vio durante algunas semanas, salvo el propietario de un pequeño café llamado
Los Monitos, donde Rubén solía cenar con Isabel y donde ahora iba solo a comer.
Allí, una noche, repentinamente, Rubén se llevó las manos al corazón con
violencia, se levantó de la silla y volcó el plato de tamales y salsa picante
que había estado comiendo. El propietario del café corrió hacia él. Rubén
susurró algo a toda prisa, hizo un gesto bastante espectacular con un brazo
sobre la cabeza y, para decirlo con toda la delicadeza posible, murió.
Sus amigos
corrieron al día siguiente a ver al propietario del café, quien les ofreció una
versión muy dramática del lamentable episodio. Ramón todavía seguía reuniendo
material para una biografía íntima del más eminente pintor de su país, que
sería ilustrada con muchas caricaturas suyas. Ya estaba compuesta la
dedicatoria a su «Amigo y maestro, inspirado e incomparable genio del arte del
continente americano».
—Pero ¿qué te
dijo —insistió Ramón— en el asombroso momento final? Es muy importante. Las
últimas palabras de un gran artista tienen que ser muy elocuentes. ¡Repítelas
con precisión, mi querido amigo! Dará mayor esplendor a la biografía, más aún,
a la misma historia del arte, si son elocuentes.
El propietario
asintió con el aire de un hombre que lo comprende todo.
—Lo sé, lo sé...
Bien, quizá no me creas cuando te diga que sus ultimísimas palabras fueron un
mensaje verdaderamente sublime para vosotros, sus buenos y fieles amigos, y
para el mundo. Dijo, caballeros: «Diles que soy un mártir del amor. Perezco por
una causa que bien vale el sacrificio. ¡Muero por mi corazón roto!», y luego
dijo: «¡Isabelita, mi verdugo!». Eso fue todo —finalizó el propietario,
sencillo y respetuoso, bajando la cabeza.
Todos bajaron la
cabeza.
—Fue verdaderamente
magnífico —dijo Ramón, tras el adecuado intervalo de duelo silencioso—. Te lo
agradezco. Es un soberbio epitafio. Estoy muy agradecido.
—También era
sumamente aficionado a mis tamales y mi salsa picante —añadió el propietario en
tono modesto—. Fueron su último placer.
—Eso será
mencionado cuando sea pertinente, no temas, amigo mío —dijo Ramón con la voz
rota de generosa emoción—, y el nombre de tu café también. Cuando esta historia
sea conocida se convertirá en un santuario para los artistas. Confía del todo
en que preservaré para el futuro hasta los menores detalles de la vida y el
carácter de ese gran genio. Cada episodio tiene sus propios detalles sagrados,
su precioso y peculiar interés. Sí, en efecto, mencionaré los tamales.
1923
en Cuentos
completos, 2008
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