No cabe duda de que el doble estándar
se ha transformado en el deporte nacional por excelencia, el que más
practicamos, de lado y lado, a derecha e izquierda, y también de extrema
derecha a extrema izquierda, y consiste en lo que todos sabemos: una
vara distinta para medir los defectos y faltas, como también las virtudes,
según si las tenemos nosotros o algún grupo o sector con el que nos
identificamos, o si se las tiene por otros con quienes no simpatizamos, sean
estos personas individualmente consideradas o conglomerados al que pertenecen
varios o muchos individuos. Vara alta para los demás, vara baja para nosotros,
y escándalo por la paja en el ojo ajeno y encogimiento de hombros por la misma
paja, o acaso una viga, en el ojo propio. Así es como funciona el doble
estándar que, visto desde la filosofía, constituye una flagrante falta ética a
la regla que dice que deberíamos tratar a los demás como quisiéramos que estos
nos trataran a nosotros, o sea, con ecuanimidad y justicia, y que todo tendría
que ser sometido a una misma medida.
Los ejemplos abundan: cuando un actor
político que no es de nuestro agrado o no pertenece al sector político con el
que nos identificamos incurre en algún delito, corremos denunciarlo a
viva voz y a pedir las máximas penas para su proceder, sin considerar la presunción
de inocencia, avivando de paso a los medios de comunicación para que estos
alienten a su vez una condena pública que se anticipe al juicio de los
tribunales. En cambio, si el que comete el delito es persona de nuestro agrado
o pertenece a un sector que cuenta con nuestra simpatía, decimos que se trata
de una simple falta, o de un mero desorden administrativo en caso de que el
culpable del delito sea una autoridad, y, por supuesto, invocamos de inmediato
el principio de presunción de inocencia y criticamos abiertamente a los
medios que se adelantan a condenar al afectado antes de que los
tribunales hagan su labor.
“Métanlo a la capacha”, decimos ante
los delitos ajenos o de nuestros rivales políticos o ideológicos; “qué las
instituciones funcionen”, pedimos ante los delitos propios o de quienes son
nuestros afines en ideas. En el primer caso, el abogado defensor del acusado
para a ser un personaje siniestro que actúa solo por dinero, mientras que,
producido el segundo, todos corren a contratar al mejor abogado de la plaza
para que saque de la capacha a quien cayó en ella o corre el riesgo de hacerlo.
Con las dictaduras la cosa ya es
patética: si apruebas a un dictador y su régimen, aquel no es tal, sino el
salvador de la patria, y si repruebas a otro es porque se trata de la
encarnación del mal. Desde la mayor parte de nuestra derecha, esa que dio apoyo
civil incondicional a la dictadura militar, se condena hoy a las dictaduras de
izquierda (salvo a la china, por supuesto, porque con ese país se hacen buenos
y grandes negocios), mientras que parte de nuestra izquierda, que con toda
razón sigue condenando nuestra dictadura local de largos 17 años, no
tiene problemas para aceptar e incluso aplaudir dictaduras que su sector
político ha instalado en otros países. Si la dictadura es de nuestro lado,
resulta inaceptable que la ONU o cualquier organismo internacional venga a
controlarnos, pero si es del otro lado clamamos en favor de esa intervención
desde el primer minuto. El principio de no intervención en los asuntos internos
de un país, aún tratándose de derechos humanos, vale para la dictadura que
respaldamos y carece de toda vigencia para aquellas que rechazamos.
A las gravísimas, sistemáticas y
prolongadas violaciones a los derechos humanos en Chile entre 1973 y 1990 por
agentes del Estado pagados y organizados con ese objetivo, la mayor parte de la
derecha chilena, después de negarlas durante largo tiempo y de considerarlas
solo “presuntas” o puros inventos de chilenos antipatriotas, las justifica hoy
en nombre de la lucha que el gobierno de entonces libraba con el
comunismo internacional, mientras que buena parte de nuestra izquierda, después
de negar que en Cuba hubiera alguna vez violaciones a los derechos
humanos, las justifica ahora porque el ya desfalleciente gobierno de los
hermanos Castro se encuentra hace más de medio siglo en guerra contra el
imperialismo norteamericano.
Para la izquierda, con toda razón, la
“democracia protegida” de Pinochet fue solo un ardid, pero parte importante de
ese sector político no tiene mayores dificultades para admitir y hasta celebrar
las “democracias populares” de los regímenes comunistas, que de democracias
tuvieron solo el nombre. Para la derecha, y también con toda razón, las
“democracias populares” son un engaño, pero no vacilan en seguir dando valor
a nuestra peculiar “democracia protegida” de la que recién vamos a salir
del todo con una nueva Constitución.
No hay dictador ni gobernante
autoritario que haya renunciado a la todavía prestigiosa palabra “democracia”
para autocalificar su régimen, no más que adjetivándola de alguna manera:
“democracia proletaria” (Lenin), “democracia real” (Hitler), “democracia
orgánica” (dictadura franquista en España), “democracia autoritaria” (Chávez),
“democracia bolivariana” Maduro. Nuestro Pinochet y los hermanos Castro, con
distintos motivos (o más bien pretextos) se sumaron a esa lista, el primero con
su “democracia protegida” y los segundos con su “democracia popular”. A fin de
cuentas, nada más parecido que un dictador a otro dictador, cualquiera sea el
color que tenga y ya sea que vista uniforme regular o verde oliva.
Adjetivos como los antes señalados
tienen el efecto de vaciar el sustantivo “democracia”, comportándose como si
fueran palabras comadreja, un mamífero que tiene la habilidad de sorber por
completo el contenido de un huevo sin romper la cáscara.
El doble estándar se practica
escandalosamente dependiendo de si un sector político está en el gobierno o en
la oposición. Si está en el primero, acusa a sus opositores de negativos, no
dialogantes, obstruccionistas, y de impedirle llevar adelante su programa de
gobierno, que es lo mismo que ese sector político hizo cuando estuvo alguna vez
en la oposición. Esta última, por su parte, no más alcanzar el gobierno, pasa a
quejarse amargamente de lo mismo que ella hizo cuando las ahora fuerzas
opositores fueron gobierno.
Ni qué decir del populismo: si
propones alguna medida en favor de los sectores más vulnerables, lo tuyo es la
justicia social, pero si la proponen tus rivales políticos, es puro populismo.
En cuanto al reconocimiento de las
virtudes y logros, la cosa no cambia: si un presidente chileno de derecha
intenta proyectarse como líder del cono sur de América, el aplauso de su sector
es inmediato; pero si una exmandataria chilena, pero del sector opuesto,
alcanza el tercer cargo en importancia de la ONU, no hay nada que celebrar ni
mérito alguno que reconocerle, porque lo conseguido se debe solo a maniobras
políticas de la izquierda internacional.
Es raro que quienes actúan de alguno
de los modos antes señalado antes no se den cuenta del enorme fastidio que
producen en los ciudadanos, excluida la mínima parte de estos que se muestra
dispuesta a comulgar con ruedas de carreta y a tragarse todo lo que le digan
los líderes de su sector o los medios y redes sociales afines a este, perdiendo
así toda capacidad de examen de la realidad, de crítica y de autocrítica. Es
por esa vía que se va produciendo un cierto embrutecimiento de la ciudadanía,
aunque la mayoría de esta consigue librarse y, dándose cuenta del doble
estándar, de los dobles discursos y de las contradicciones e
incoherencias de lado y lado del espectro político, toma primero distancia de
los políticos (personas) y luego de la política (actividad), con el riesgo de
que termine tomándola también de la democracia como forma de hacer política.
Esa es, ni más ni menos, la pendiente
resbaladiza por donde nos hemos ido deslizando, sin que los responsables de las
causas de esa caída hagan nada por detenerla. Ni siquiera una tragedia mundial
y nacional como la pandemia, con sus gravísimos y perdurables efectos
epidemiológicos, hospitalarios, laborales, sociales, económicos y mentales,
parece ser suficiente para que nos decidamos a dejar atrás las malas prácticas,
entre las que el doble estándar ocupa ya el sitial de deporte nacional por
excelencia. Si el doble estándar fuera calificado como juego olímpico, fijo que
estaríamos en el podium de los ganadores de alguna de las
medallas en disputa.
en The Clinic, 21 de abril de 2021
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