viernes, diciembre 17, 2021

«Doña Lucía», de Alejandra Matus

Fragmento del capítulo 3




ENVIDIA 

Augusto Pinochet regresó definitivamente a Chile apenas dos días antes del nacimiento de su quinta y última hija, Jacqueline Marie, el 9 de septiembre de 1959. Y antes de que concluyera el mes y su esposa alcanzara a reponerse del parto, estaba en Antofagasta asumiendo sus nuevas funciones como responsable de Inteligencia y Operaciones del Cuartel General de la Región Militar Norte. Tacaño por formación, Pinochet buscó una casa adecuada a su presupuesto. Lucía, atada de manos en Santiago, no participó de la búsqueda ni tuvo fuerzas para oponerse a la decisión de su marido de arrendar en la Avenida Brasil una casa, que ya en aquel entonces era vieja.

«No me fue posible encontrar casa. Después de buscar cerca de quince días opté por arrendar una casa en la Avenida Brasil, la que ocupé pese a que estaba por demolerse. Pero primero fue acondicionada totalmente. Pedí a Sanidad que la fumigara varias veces y posteriormente tuve que pintarla y arreglar las cañerías de agua y desagües. La necesidad tiene cara de hereje y como no había casas que arrendar en Antofagasta había que aceptar lo que se encontrara y ello sin pedir al Mando Militar ayuda de ninguna especie», rememoró él en sus memorias.

En noviembre. Lucía se trasladó con sus cinco hijos a esa casa oscura y húmeda. Regresar a su Antofagasta natal y el reencuentro con algunas antiguas amistades no fueron razones suficientes para animarla. El dolor por la larga ausencia e infidelidad de su marido seguía ardiéndole en las entrañas como un sentimiento de odio incontrolable. Pero ella no había tenido el valor de separarse definitivamente de él, ni el temple para enfrentar el estigma de convertirse en una mujer separada. Tampoco tenía un oficio que le permitiera ganarse la vida por cuenta propia. En el país, el derechista Jorge Alessandri había asumido la Presidencia y el Partido Radical, si bien no había desaparecido, había perdido parte importante de la influencia que otrora irradiaba. En Santiago, Osvaldo Hiriart, su padre, continuaba como fiscal de Corfo. A sus espaldas, la familia murmuraba sobre su conducta depresiva, porque se había vuelto introvertido, «quitado de bulla». El padre, su héroe y protector de la infancia, no tenía fuerzas para rescatarla de aquel marasmo. En Antofagasta, al menos, estaba a salvo de las críticas larvadas de su madre. Ella siempre le dijo que Augusto no era un buen partido.

«Sin duda contrastarían los Pinochet, sobre todo ella, la escualidez de su nuevo entorno con los agrados —modestos, pero que ahora le parecerían sibaríticos— de Ecuador», afirma Gonzalo Vial.

«¡Milico de mierda!», comenzó a gritarle Lucía a su marido cada vez que discutían. Y cuando empezaba los insultos manaban de su garganta como en una cascada imparable.

«Destinación de mierda que te tocó, ¡inútil!».

«Yo no fui criada para esto, ¡poca cosa!».

«¿Cómo se me fue a ocurrir casarme con un milico?».

«Nunca vamos a salir de este hoyo».

«¡Qué distinto eres a mi padre!».

Lucía gritaba y gritaba, pero no lograba apaciguarse.

El la escuchaba cabizbajo. No decía nada. Imposible saber si quería defenderse o si hacía propias las críticas de su cónyuge, si se sentía culpable. Tampoco él había tenido el coraje de terminar con la relación y pagar el costo de separarse de sus hijos, de aceptar que sus compañeros de armas lo criticaran por abandonar a su indefensa mujer, de frustrar su carrera militar, de inventarse de nuevo, en Ecuador, con Piedad, la mujer separada, liberal y artista. Se quedaba callado y se encerraba en su estudio. Si su mujer gritaba demasiado, si sentía que estaba a punto de perder la paciencia, salía de la casa y volvía tarde para acostarse en silencio, hasta que ella se callaba o él se quedaba dormido.

La nueva casa de Lucía era una vivienda de dimensiones modestas y dos pisos, pareada, de madera, que rechinaba constantemente y con un patio pequeño y yermo. La decoración, obra probablemente de Augusto, consistía en unos sillones de felpa café oscuros y algún que otro adorno escogido sin ganas. Enfrente, aunque tenía menos rango, vivía en una casa fiscal cómoda y en la codiciada esquina, el entonces mayor Augusto Lutz, segundo comandante del Regimiento Esmeralda, con su esposa y sus hijos. Lutz, por tener mando de tropas, tenía a su disposición no sólo la casa fiscal, sino que un chofer que iba a buscar a sus hijas al colegio, un mayordomo y un ordenanza que ayudaban a su esposa con las labores del hogar. El cargo de Pinochet, en cambio, no tenía hombres a su mando y por tal motivo no gozaba de tales regalías. Sólo podía disponer de un chofer que lo trasladaba a él al regimiento, pero que su esposa no podía utilizar. Ella resentía que un subalterno de su marido tuviera mejor pasar.

Los ingresos familiares apenas alcanzaban para pagar una empleada que iba esporádica-mente a cocinar y le dejaba la comida lista en el refrigerador. Lucía tenía que mudar y alimentar a Jacqueline, sin perder de vista a Marco Antonio, quien ya cumplía dos años y caminaba poniéndose en riesgo a cada paso. Los mayores, entonces de 16 (Lucía), 14 (Augusto) y 7 (María Verónica), en la práctica debían valerse por sí mismos.

La carga de la crianza no hubiera sido imposible de soportar para una mujer bien instruida en las labores de la maternidad y resignada a su papel doméstico, pero a Lucía, el contraste entre esta realidad y sus fantasías adolescentes la hundieron en una profunda depresión.

Así los niños se desgañitaran llorando, ella no se levantaba antes de las 11, 12 de la mañana. Se ponía unos tubos en la cabeza y se abrochaba una pintora floreada, con la que chancleteaba el día entero si no tenía alguna obligación social que cumplir. En esos años no tenía amigas, mascotas ni entretención que la sacaran de su amargura.

«Yo tenía en ese tiempo diez años. Mi mamá sentía compasión por la situación de la Lucía, que estaba siempre muy nerviosa. Cuando yo llegaba del colegio, mi mamá me decía: anda a ayudar a la Lucy. Yo iba y me quedaba jugando con la Jacqueline, que era una guagua, de unos diez meses o un año», cuenta Patricia Lutz. «Recuerdo que la Lucía era muy enfermiza, un poco histérica, siempre estaba o con jaqueca o ataques de nervios y tenía que recostarse. Le salían furúnculos, que decían que era por debilidad. Siempre había que guardar silencio porque ella estaba con dolor de cabeza», agrega.

La casa estaba siempre sucia y en la tina del baño se acumulaban los pañales de género sin lavar, en remojo, inundando la casa con mi olor nauseabundo al que Lucía se había vuelto inmune.

Ella no gustaba de cocinar pero, a regañadientes, tenía que servir la comida a sus hijos, a su marido. La vida social, que antaño solía ponerla de buen humor, fue escasa en aquel período de su vida. Cuando salía a aquellos encuentros sociales típicos entre la oficialidad y la elite local, se sacaba los tubos, se escarmenaba el pelo y se arreglaba, pero a donde fuera con Augusto no se quedaba mucho rato y comenzaba a hacerle gestos para que regresaran a la casa. Excusaba su falta de entusiasmo diciendo que estaba cansada. Él tampoco podía, probablemente en penitencia por su comportamiento en Ecuador, salir a los encuentros de oficiales solos. Sin embargo, hacía largos y constantes viajes de campaña entre Aldea y Copiapó, sin la familia. Y si no viajaba, salía de casa muy temprano y llegaba lo más tarde posible. A veces, hacía tiempo sentado en una banqueta de la Avenida Brasil.





2013


















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