jueves, diciembre 16, 2021

“La muerte del dictador”, de Mario Spachiaro





Era el año... no recuerdo.
De eso hace ya tanto.
Terminábamos de almorzar al enterarnos.
Fueron los bocinazos, creo.
Evitábamos la televisión, la radio
y cualquier clase de noticias.
Preferíamos el cine y los bares;
la cerveza y las roncerías.
La expresión emocional escurría
desde y hacia todas partes.
Habitábamos, sin saberlo,
un renglón superior de la existencia dual.
Una emanación extraña, no la de hoy, nos invadió.
Extendimos la bandera fuera de la casa.
La quitamos casi de inmediato
ante una -plausible- mala interpretación.
No era un homenaje.
Era un acto de repudio;
de celebración, quizás.
Guardamos la bandera al abrir la segunda botella.
Me dijiste, hoy no lo vamos a hacer;
pero lo hicimos.
Era una tarde soleada
y el brillo del atardecer
se reflejaba sobre tu piel blanca,
como la muerte.
No estábamos especialmente alegres.
Simplemente estábamos... alegres.
Vendrían días de homenajes,
desaires, desprecios,
escupitajos frente al féretro,
largos discursos,
un traje de gala hecho a la medida
enorme
de ese cuerpo maltratado por instintos débiles,
por órdenes foráneas,
por un plan que no resultó jamás,
porque no debía resultar.
Los ánimos y el tiempo
deshicieron esa tonada medio triste.
La historia marcaba un hito, uno más,
como una campanada a medianoche,
como un río desbordado,
como el castigo que no existe.
Nos deshicimos esa tarde un poco más,
entre manos, piernas
y otras agudas interpelaciones.
Finalmente el mundo continúa
y los platos deben ser quitados de la mesa
cuando están sucios,
malolientes, llenos de moho.
Me dijiste, no sé por qué lo hicimos hoy,
pero no te pusiste la ropa.
Yo tampoco.



en Plegarias del olvido, 1956
Fotografía: Mario Spachiaro




















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