En un breve tratado acerca del desasimiento, atribuido con ciertas
reticencias a Johann Eckhart, se propone este rasgo -el del “desasimiento” o
renuncia a los bienes del mundo-, como elemento central para lograr la unión
con lo divino, incluso por sobre otras virtudes cristianas (amor, humildad,
misericordia) que han sido habitualmente consideradas como capitales por los
teólogos. El desasimiento es definido, de manera muy aproximada, por Eckhart en
los siguientes términos: “Ahora preguntarás acaso: ¿Qué es el desasimiento ya
que es tan noble en sí mismo? A este respecto debes saber que el verdadero
desasimiento no consiste sino en el hecho de que el espíritu se halle tan
inmóvil frente a todo cuanto le suceda, ya sean cosas agradables o penosas,
honores, oprobios y difamaciones, como es inmóvil una montaña de plomo ante [el
soplo de] un viento leve. Este desasimiento inmóvil lo lleva a hombre a la
mayor semejanza con Dios”.
Ahora bien: ¿Cómo opera esta “inmovilidad”, atributo divino,
a nivel humano? ¿De qué manera se manifiesta en aquel que aspira a la unión con
Dios?: para explicar este punto, Eckhart apela a la división que existiría en
cada ser humano entre un “hombre exterior” (el ser “sensual” que se halla
sometido por completo a la acción de los sentidos) y un “hombre interior” (así
llama Eckhart a la “intimidad” del hombre, a su impulso trascendente, desligado
del cuerpo). Refiriéndose a las “potencias” o fuerzas que pueden ser utilizadas
por el ser humano, ya sea en tanto “hombre exterior” u “interior”, Eckhart caracteriza un estado, propio de este “hombre
interior”, que distingue a aquel que busca imitar la inmovilidad divina, del que simplemente habita el mundo y
se conforma con sus objetos; el estado que describe es el del “éxtasis”: “y las
potencias que posee el alma más allá de lo que dedica a los cinco sentidos, las
da todas al hombre interior, y cuando este hombre tiene un objeto elevado [y]
noble, el [alma] atrae hacia sí todas las potencias que ha prestado a los
sentidos, y de este hombre dicen que está fuera de sí y arrobado porque su
objeto es una imagen racional o algo racional sin imagen”. El estado “extático”
señalado sería, entonces, la traducción más cercana de la inmovilidad de Dios,
una inmovilidad que trasciende la temporalidad humana y permanece anclada en la
eternidad.
Este estado de “éxtasis” -descrito por Eckhart en Del desasimiento- responde, de forma
precisa, a la trayectoria dibujada en la obra de Héctor Viel Temperley, tal
como aparece plasmada en la antología El
hombre que nada hasta los cielos, de reciente publicación en Chile por la
editorial Descontexto, puesto que es posible considerar que lo “extático” se
inserta, con mayor o menor justeza, dentro del ámbito de lo “místico”: ya sea
si se lo piensa como una estancia del camino que guía hacia la divinidad o como
una de las consecuencias directas de la fusión con ésta; de cualquier modo,
existe una relación íntima, casi una identificación, que Georges Bataille
recalca en La experiencia interior:
“entiendo por experiencia interior lo
que habitualmente se llama experiencia
mística: los estados de éxtasis, de arrobamiento, cuando menos de emoción
meditada”. Podemos rastrear estos temas a lo largo de los varios libros que se
encuentran seleccionados en El hombre que
nada hasta los cielos: lo encontramos en la sentida plegaria que encabeza
el poema “Polvorín” de Poemas con
caballos (1956): “Debe saltar mi cuerpo hacia los cielos / y estallar hasta
ser, multiplicado, / cada gota, cada hoja, cada arena” (p. 28); lo encontramos
en “Leleque” de Plaza Batallón 40
(1971): “Estallo en mi silencio. Te descubro, / Dios, en mi yo” (p. 77); lo
encontramos en la obsesiva repetición de una frase al comienzo de Crawl (1982): “Vengo de comulgar y estoy
en éxtasis”; lo encontramos en ese sondeo por las profundidades que es Hospital Británico (1986), del cual
Eduardo Milán ha apuntado algunas claves que, haciendo ciertas salvedades,
pueden extenderse a la obra completa de Viel Temperley; particularmente al
destacar el rasgo de viaje místico
que implica la escritura del argentino, en un texto introductorio a una edición
mexicana de Hospital Británico:
“Escrito con una enorme sabiduría, el texto propone un vocabulario excesivamente
concreto en relación con su ubicuidad
frente al referente mayor, que es la divinidad. Como San Juan, Temperley
utiliza un lenguaje de aquí, que es
el único que posibilita una alteridad mayor. El hospital o encierro es el lugar desde donde parte la escritura, la
divinidad es su meta”.
Hay que señalar, en este punto, que la categoría de
“éxtasis” presupone necesariamente la de cuerpo,
pues tal como lo indica con claridad Hugo Gola, poeta argentino, en su libro Prosas: “En el cuerpo sucede todo. Sin
este cuerpo precario, no hay estados especiales, ni éxtasis, ni iluminación.
Basta quizá, para que esto suceda, que los sentidos actúen sin el control del
pensamiento […] En este caso los sentidos se liberan y actúan por sí mismos,
sin prender ningún orden […] Más los sentidos liberados traen al centro
receptor una potencialidad desconocida, un esplendor que trastorna y amplía la
experiencia, la vuelve imprevisible e inagotable”. Este vínculo entre cuerpo y éxtasis (que de alguna manera replica la idea propuesta por Eckhart
en torno a la “liberación” de las potencias subyacentes a los sentidos) es
permanentemente sugerido en los poemas de Viel Temperley: ya sea porque el
primero se presenta como un impedimento para acceder a la fusión con la
divinidad (“Pero sé que si el cuerpo se me tiende/ hacia los cielos, boca
arriba el alma / y nadada por nubes que no vuelven / a cruzar otra vez por mi
mirada, / se resuelven en cepo mis tobillos
/ y siento que me ahogo sin dos alas”, nos dice el poeta en “Cepo”,
p.27), ya sea porque el cuerpo es la plataforma que permite la confusión, que
incita al estallido místico (“debe
saltar mi cuerpo hacia los cielos / y estallar hasta ser multiplicado / cada
gota, cada hoja, cada arena” versos ya citados de “El polvorín”; “y va a
romper, porque ya se hizo labio. / Y va a romper la ola de este instante. /
Todo a lo largo de este mar es una, / y en lo más alto de su labio estira, /
todo a lo largo de este mar, un filo / que me corta el aliento”, “El silencio”,
p. 51; “Soy un Adán del fin, / no del principio. / Mi paraíso tiene un árbol, /
pero color del estallido”, de “Soy un Adán del fin”, p. 59; “Estallo en mi
silencio. Te descubro, / Dios, en mi yo”, “Leleque”, p. 77).
Este vínculo alcanza su paroxismo en Hospital Británico, una de cuyas frases más famosas parece
contrariar de entrada la idea de la relevancia del cuerpo en tanto vehículo del
éxtasis: “voy hacia lo que menos conocí en mi vida: voy hacia mi cuerpo” (p.
167). Pero este reconocimiento “primero” de la realidad corporal declarado en
un fragmento del libro -este reconocimiento que es, a la vez, una llamada a la
exploración del cuerpo textual que
componen los fragmentos de Hospital
Británico- parte por la constatación de un hecho insoslayable, que se
impone al lector desde la primera página del libro: la presencia del arrobo
místico, que une el cuerpo herido del hablante con una instancia trascendente:
“Tengo la cabeza vendada. Permanezco en el pecho de la Luz horas y horas. Soy
feliz. Me han sacado del mundo” (p. 163). El hablante insiste, más adelante, en
la relación que existe entre el cuerpo lacerado, destruido que habita y la
posibilidad innegable de la transfiguración
mística (que es el caso del Christus Pantokrator al que se apela en
distintas ocasiones, cuyo cuerpo emerge victorioso de la vivencia de la Pasión):
“Se nubla y se desnubla. Me hundo en mi carne; me hundo en la iglesia de
desagüe a cielo abierto en la que creo. Espero la resurrección -espero su
estallido contra mis enemigos- en este cuerpo, en este día, en esta playa” (p. 177)
La aspiración que se revela en esta frase, su carácter rimbaudiano marcado (que
apunta al reclamo por un “cuerpo nuevo”, idea presente tanto en Una temporada en el infierno como en un
poema célebre de Iluminaciones,
“Genio”) se refuerza con una pregunta realizada unas páginas después: “Pero
como sitiado por una eternidad, ¿yo puedo hacer violencia para que aparezca Tu
Cuerpo, que es mi arrepentimiento?” (p. 179).
La transfiguración
tan ansiada se alcanza en varios momentos de Hospital Británico; así se nos dice: “el sol entra con mi alma en
mi cabeza (o mi cuerpo –con la Resurrección- entra en mi alma)” (p. 187); o
“soy el lugar donde el Señor tiende la Luz que Él es” (p. 190). Dicha transfiguración conlleva un trance en
que los sentidos humanos se pierden, se extravían en un territorio -el cuerpo-
no habituado a este tipo de experiencias: de ahí el carácter disgregado de Hospital Británico, la perspectiva
visionaria que nos entrega, la de una conjunción de epifanías que el hablante
rescata de su concubinato temporal con la luz, condición que Eckhart explica en
Del desasimiento de la siguiente
manera: “La carrera no es otra cosa que el apartamiento de todas las criaturas
y el unirse dentro de lo increado. Y el alma, cuando llega a esto, pierde su
nombre y Dios la atrae hacia su interior de modo que se anonada en sí misma,
tal como el sol atrae hacia sí el arrebol matutino de manera que éste se
anonada”. El “anonadamiento” que se muestra aquí, que es el volverse nada, el
ser aniquilado en la confusión con lo divino en la misma medida que un pasmo,
una paralización de los sentidos frente a la realidad “imprevisible e
inagotable” que Hugo Gola menciona, describe perfectamente la posición del hablante
de Hospital Británico, que intenta
articularse desde el deslumbramiento, desde la ceguera producida por el
contacto momentáneo con la esfera trascendente.
Tania Favela, poeta y crítica mexicana, escribe en Remar a contracorriente. Cinco poéticas, a propósito de la poesía de Hugo Gola: “El éxtasis y el goce posibilitan una experiencia más abierta, una manera distinta de sentir-pensar el mundo: los sentidos liberados de la racionalidad, de ese orden discursivo que el logos impone como directriz, encuentran una potencialidad desconocida, introducen lo “imprevisible”. Esta visión acerca de la importancia del “éxtasis” en la poesía de Hugo Gola ayuda a comprender, de la mano de la idea del “desasimiento” que desarrolla Johann Eckhart en su breve tratado, una parte central del trabajo de Héctor Viel Temperley: su aproximación a la experiencia mística, la mirada que ofrece del deslumbramiento y la ceguera (que son parte del “anonadamiento” que supone la (con)fusión con la divinidad) asociadas a esta experiencia, a la liberación de los sentidos adonde arrastra, a este “estallido” que facilita, al fin, una cierta, puntual trascendencia: “Soy feliz. Me han sacado del mundo”.
México
D.F., septiembre 2021
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