El
1984 de George Orwell es un libro
espantoso, que, normalmente, hace estremecer a los que lo leen. Sin embargo, no
ha producido el efecto que, sin duda, pretendía su autor. La gente percibió que
Orwell estaba muy enfermo ya cuando lo escribió, y, realmente, murió poco
después. Le resultó casi agradable el frisson
que los horrores del libro le proporcionaba, y pensó: «Bueno; como es natural,
todo no será tan malo como lo pinta, a no ser en Rusia. Es evidente que el
autor gozaba con lo tétrico. Como gozamos nosotros, siempre que no lo tomemos
en serio». Habiéndose tranquilizado a sí misma con estas fáciles falsedades, la
gente prosigue en su labor de hacer que se conviertan en realidades los
pronósticos de Orwell. Poco a poco, paso a paso, el mundo se ha ido acercando a
la realización de las pesadillas de Orwell; pero, como ese acercamiento ha sido
gradual, nadie se ha dado cuenta de lo lejos que se ha llegado por esa ruta
fatal.
Los
únicos que pueden comprobar, de modo adecuado, cuánto se ha perdido ya, son los
que recuerdan el mundo de antes de 1914. En aquella época feliz, se podía
viajar, sin pasaporte, por todos los sitios, con la excepción de Rusia. Se
podía expresar libremente cualquier opinión política, excepto en Rusia. La
censura en la prensa era desconocida, excepto en Rusia. Cualquier hombre blanco
podía emigrar libremente a cualquier parte del mundo. Las restricciones a la
libertad de la Rusia zarista eran consideradas con horror por el resto del
mundo civilizado y el poder absoluto de la policía secreta rusa parecía una
abominación. En la actualidad [mediados
del siglo XX, nota del editor], Rusia sigue siendo peor que el mundo occidental,
pero no porque el mundo occidental haya conservado sus libertades, sino porque,
mientras que éste las ha ido perdiendo, Rusia ha ido más lejos en la tiranía de
lo que cualquier zar pudiera haber pensado nunca.
Durante
bastante tiempo después de la Revolución rusa, se acostumbraba a decir: «No
cabe duda de que el nuevo régimen tiene sus defectos; pero, de cualquier modo,
es mejor que el que ha reemplazado». Los que creían esto, se llevaron una
completa desilusión. Cuando se releen los relatos del destierro en Siberia, en
tiempos de los zares, no es posible volver a sentir la emoción con que se leían
antaño. Los desterrados gozaban de un grado de libertad muy considerable, tanto
mental como físicamente, y su suerte no era comparable, de ninguna manera, con
la de las personas sometidas a trabajos forzados, en los tiempos del gobierno
soviético. Los rusos cultos podían viajar libremente y gozar de los contactos
con los europeos de Occidente, que ahora son imposibles. La oposición al
gobierno, aunque se veía expuesta al castigo, era posible, y el castigo, como
norma, no era, ni mucho menos, tan severo como ha llegado a ser. Ni la tiranía
tenía tampoco la extensión que tiene en la actualidad. He leído, recientemente,
la vida juvenil de Trotski, contada por Deutscher, y en ella se pone de
manifiesto un grado de libertad política e intelectual para el que no hay nada
comparable en la Rusia de hoy. Existe todavía tanta distancia entre Rusia y
Occidente como la que existía en los días del zarismo; pero yo no creo que esa
distancia sea mayor de lo que era entonces, pues, a la vez que Rusia ha
empeorado, Occidente ha perdido, también, gran parte de la libertad de que
gozaba antes.
El
problema no es nuevo; sólo es nuevo el hecho de la magnitud que alcanza. Casi
desde que empezó la civilización, las autoridades de la mayoría de los Estados
se han dedicado a perseguir a los mejores de sus subditos. Todos nosotros nos
conmovemos por la suerte que sufrieron Sócrates y Cristo; pero casi nadie se da
cuenta de que tal ha sido el destino de una gran parte de los hombres que,
después, fueron considerados dignos de una admiración poco corriente. La
mayoría de los antiguos filósofos griegos fueron refugiados políticos.
Aristóteles fue protegido de la hostilidad de los atenienses únicamente por las
tropas de Alejandro y, cuando Alejandro murió, Aristóteles tuvo que huir. En el
siglo XVII, los innovadores científicos fueron perseguidos casi en todas
partes, con la excepción de Holanda. Spinoza no habría tenido la posibilidad de
realizar su obra si no hubiese sido holandés. Descartes y Locke consideraron
prudente huir a Holanda. Cuando Inglaterra, en 1688, adquirió un rey holandés,
adoptó la tolerancia holandesa y, desde entonces, ha sido más liberal que la
mayor parte de los Estados, excepto en el período de sus guerras contra la
Francia revolucionaria y Napoleón. En la mayor parte de los países y en casi
todos los tiempos, los que detentaban la autoridad han mirado con horror todo
lo que, posteriormente, llegó a ser tenido en la mayor consideración.
En
nuestra época, la novedad consiste en el creciente poder de la autoridad para
imponer por la fuerza sus prejuicios. En todas partes, la policía es muchísimo
más poderosa que en anteriores tiempos; y la policía, a la vez que ejerce la
tarea de suprimir los crímenes ordinarios, es capaz de desplegar la misma
diligencia en la supresión de todo lo que tenga un valor extraordinario.
El
problema no se circunscribe a este o a aquel país, aunque la intensidad del mal
no se encuentre igualmente repartida. En mi propio país, las cosas se hacen más
calmosamente y con menos alboroto que en los Estados Unidos, y el pueblo sabe
muchísimo menos de ellas. Ha habido depuraciones en el Civil Service, que se han llevado a cabo sin el aparato de los
Comités del Congreso. El Home Office,
que inspecciona la emigración, es profundamente antiliberal, excepto cuando la
opinión pública puede ser movilizada contra él. Un amigo mío polaco, un
escritor muy ilustre, que nunca ha sido comunista solicitó la nacionalidad
inglesa, después de vivir en Inglaterra durante mucho tiempo, y su solicitud
fue, en principio, rechazada sobre la base de que era amigo del embajador de
Polonia. Su solicitud fue sólo admitida, finalmente, como resultado de las
protestas de varias personas de reputación irreprochable. El derecho de asilo
para los refugiados políticos, que solía ser el orgullo de Inglaterra, ha sido
hoy abandonado por el Home Office,
aunque quizá sea posible su restauración a consecuencia de la agitación.
Hay
una razón para el deterioro general que se observa en lo referente a la
libertad. Esa razón es el creciente poder de las organizaciones y el hecho de
que los actos de los hombres son cada vez más regulados por este o aquel gran
organismo. En toda organización, se dan dos fines: uno, el fin manifiesto para
el que existe la organización; otro, el incremento de poder de sus
funcionarios. Es muy probable que este segundo fin atraiga más a los
funcionarios en cuestión que el fin general y público a cuyo servicio se cree
que están. Si usted choca con la policía, al intentar exponer alguna iniquidad
de la que haya sido culpable, puede estar seguro de ganarse su hostilidad; y,
si ocurre, es muy probable que tenga que sufrir seriamente.
En
muchas personas de mentalidad liberal, he encontrado la creencia de que todo va
bien mientras los tribunales de justicia resuelvan con equidad los casos que se
lleven ante ellos. Esto no es nada realista. Supongamos, por ejemplo, para no
escoger un caso hipotético, que un catedrático es destituido debido a una falsa
acusación de traición. Si da la casualidad de que tiene amigos ricos, puede
obtener una sentencia judicial que establezca que la acusación era falsa; pero
esto probablemente llevará años, durante los cuales se morirá de hambre o
dependerá de la caridad. Al final, será un hombre marcado. Las autoridades
universitarias, que habrán aprendido a ser prudentes, dirán que es un mal
profesor o un investigador poco brillante. Se encontrará otra vez destituido,
pero esta vez sin posibilidad de rehabilitación y sin esperanzas de encontrar
empleo en cualquier otra parte.
Es
verdad que existen en América algunas instituciones educativas que, hasta
ahora, han sido lo bastante fuertes para mantenerse contra la corriente. Pero
esto sólo es posible en el caso de una institución de gran prestigio y que
disponga de hombres valerosos para la dirección de sus asuntos. Pensemos, por
ejemplo, en lo que el senador McCarthy ha dicho sobre Harvard. Dijo que «no
podía concebir que alguien enviase sus hijos a la Universidad de Harvard, donde
serían instruidos por profesores comunistas». En Harvard, dijo, hay «algo
maloliente que debería conocer la gente que envía allí a sus hijas y a sus
hijos». Otras instituciones, con menos prestigio que Harvard, difícilmente
hubieran podido resistir semejante infamia.
El
poder concedido a la policía es, sin embargo, un fenómeno más serio y más universal
que el senador McCarthy. Este poder ha aumentado grandemente, como es natural,
debido a la atmósfera de temor que existe a ambos lados del telón de acero. Si
usted vive en Rusia, y deja de ser partidario del comunismo, tendrá que sufrir
si no guarda silencio, incluso en el seno de su familia. En América si usted ha
sido comunista y después ha dejado de serlo, está también expuesto a ser
condenado, no legalmente —a no ser que haya usted sido cogido en perjurio—,
pero sí, económica y socialmente. Sólo hay una cosa que se puede hacer para
escapar de semejante condena y es venderse, como confidente, al Departamento de
Justicia, y, aun en ese caso sólo se consigue si el FBI cree las historias
fantásticas que usted le cuente.
La
creciente importancia de las organizaciones en el mundo moderno exige, si se ha
de conservar algún resto de libertad, instituciones nuevas. La situación es
análoga a la que se dio en el siglo XVI, debido al creciente poder de los
monarcas absolutos. Fue a ese excesivo poder al que el liberalismo tradicional
dio la batalla y venció. Pero, una vez que se desvaneció ese poder, surgieron
otros, por lo menos, tan peligrosos, y el peor de ellos, en nuestra época, es
el poder de la policía. Por lo que a mí se me alcanza, sólo existe un posible
remedio, que consistiría en el establecimiento de otra fuerza de policía
suplementaria, dedicada a investigar la inocencia y no la culpabilidad. Se
dice, con frecuencia, que, antes de condenar a un inocente, es preferible que
se salven noventa y nueve culpables. Nuestras instituciones se basan en una
concepción opuesta. Si, por ejemplo, se acusa a un hombre de asesinato, todos
los recursos del Estado, en forma de guardias y policías, se emplean para
probar su culpabilidad y, en cambio, la demostración de su inocencia se deja a
sus recursos particulares. Si quiere disponer de policías, han de ser
investigadores privados, que ha de pagar de su propio bolsillo o del bolsillo
de sus amigos. Cualquiera que sea su profesión, no tendrá tiempo ni oportunidad
para continuar ganando dinero con el ejercicio de ella. Los fiscales, que
acusan, son pagados por el Estado. Pero el abogado defensor tiene que ser
pagado por el acusado, a no ser que se acoja a la defensa de oficio por pobre,
y, entonces, sus representantes serán probablemente menos eminentes que los de
la acusación. Todo ello es completamente injusto. Tiene tanto interés público,
por lo menos, la demostración de que un inocente no ha cometido crimen alguno,
como la demostración de que lo ha cometido un culpable. Una fuerza de policía
dedicada a la investigación de la inocencia, nunca intentaría investigar la
culpabilidad, excepto en un caso: cuando las sospechas de criminalidad
recayeran sobre las autoridades. Creo que la creación de semejante fuerza de policía
suplementaria haría posible la conservación de algunas de nuestras libertades
tradicionales; cualquier otra medida, menos radical, no lo conseguirá, en mi
opinión.
Una
de las peores consecuencias del incremento moderno del poder de las autoridades
es la supresión de la verdad y la propagación de falsedades por medio de las
agencias oficiales. A los rusos se les mantiene, en la medida de lo posible, en
la ignorancia acerca de los países occidentales, hasta el punto de que el
pueblo de Moscú se imagina que su «metro» es el único del mundo. Los
intelectuales chinos, desde que China es comunista, han sido sometidos a un
proceso horrible denominado «lavado de cerebro». A los hombres instruidos, que
han adquirido todo el conocimiento que puede obtenerse en su especialidad
respectiva en América o Europa occidental, se les obliga a abjurar de lo que
han aprendido o a afirmar que todo aquello que merece la pena saberse proviene
de fuentes comunistas. Son sometidos a tal presión psicológica que se
convierten en hombres quebrados, sólo aptos para repetir, a manera de cotorras,
las fórmulas vacías que les transmiten sus superiores oficiales. En Rusia y en
China todo esto se consigue por medio de condenas directas, impuestas no sólo a
los individuos recalcitrantes, sino también a sus familias. En otros países, el
proceso no ha ido, hasta ahora, tan lejos. Los que informaban verídicamente de
las maldades del régimen de Chiang Kai-Shek durante los últimos años de su
dominación en China, no fueron liquidados; pero se hizo todo lo humanamente
posible para evitar que sus verdades fueran creídas y se convirtieron en
sospechosos, con una intensidad que variaba de acuerdo con su prestigio. El
hombre que informe verídicamente a su gobierno acerca de lo que ocurre en un
país extranjero, no sólo correrá un riesgo personal grave, sino que sabe que su
información será ignorada, a menos que su información coincida con los
prejuicios oficiales. Claro que esto es nuevo solamente por la amplitud
alcanzada.
En
1899, el general Buller, que estaba al frente de las fuerzas británicas en
África del Sur informó que, someter a los bóers,
exigiría un ejército de doscientos mil hombres. Por esta opinión impopular fue
degradado, y no se le rehabilitó cuando la opinión resultó ser correcta. Pero,
a pesar de que el mal no sea nuevo, su extensión es mucho mayor de lo que solía
ser. Ya no se cree, ni siquiera entre los que se consideran más o menos
liberales, que sea bueno estudiar todos los aspectos de una cuestión. El
expurgo de las bibliotecas de los Estados Unidos en Europa y de las bibliotecas
escolares en América está encaminado a evitar que la gente conozca más de un
punto de vista sobre los problemas. El Index
Expurgatorius ha llegado a formar parte, públicamente, de la política de
los que dicen que luchan por la libertad. En apariencia, las autoridades ya no
creen en la justicia de su causa hasta el punto de estar seguras de que
sobrevivirá a las ordalías de la libre discusión. Solamente confían en ser
creídos mientras no sea oído su contradictor. Esto demuestra un triste
debilitamiento de la solidez de las creencias en nuestras propias
instituciones. Durante la guerra, los nazis no permitieron a los alemanes oír
las emisoras inglesas, pero, en Inglaterra, no se prohibió a nadie oír las
emisoras alemanas, porque la fe en nuestra propia causa era inconmovible.
Mientras impidamos que sean oídos los comunistas, produciremos la impresión de
que deben ser argumentos muy sólidos.
La
libertad de expresión solía ser defendida porque se creía que la libertad de
discusión conduciría a la victoria de la opinión más acertada. Bajo la
influencia del miedo, se va perdiendo esa convicción. Como consecuencia, la
verdad es una cosa y la «verdad oficial» otra. Este es el primer paso hacia el
«doble pensar» y el «doble expresarse» de Orwell. Se dirá que la existencia
legal de la libre expresión se ha conservado; pero su existencia real está
desastrosamente cercenada, si los órganos de expresión más importantes están
solamente abiertos a las opiniones sancionadas por la ortodoxia.
Esto
resulta especialmente evidente en materia de educación. Incluso las opiniones
más suavemente liberales exponen hoy en día, en varios países importantes, a
los que se dedican a la educación, al riesgo de perder sus empleos y de ser incapacitados
para encontrar otros. La consecuencia es que los niños se educan ignorando
muchas cosas cuyo conocimiento es de importancia vital, y que el fanatismo y el
oscurantismo gozan, en una peligrosa medida, del apoyo popular.
El
temor es la fuente de donde brotan todos esos males, y el temor, como es
natural que suceda cuando hay pánico, induce a los mismos actos que son causa
de los desastres temidos. El peligro es real —es, realmente, mayor que en
cualquier otra época anterior de la historia humana—; pero todo lo que fomente
la histeria lo incrementa. Nuestro claro deber en estos tiempos difíciles, es
no sólo conocer los peligros, sino examinarlos serena y racionalmente, a pesar
de la conciencia de su magnitud. El mundo de 1984, tal y como lo imaginó Orwell, no durará mucho, si permitimos
que exista. Será únicamente el preludio de la muerte universal.
en Retratos de memoria y otros
ensayos, 1956
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