viernes, septiembre 17, 2021

“Síntomas de ‘1984’ de Orwell”, de Bertrand Russell





El 1984 de George Orwell es un libro espantoso, que, normalmente, hace estremecer a los que lo leen. Sin embargo, no ha producido el efecto que, sin duda, pretendía su autor. La gente percibió que Orwell estaba muy enfermo ya cuando lo escribió, y, realmente, murió poco después. Le resultó casi agradable el frisson que los horrores del libro le proporcionaba, y pensó: «Bueno; como es natural, todo no será tan malo como lo pinta, a no ser en Rusia. Es evidente que el autor gozaba con lo tétrico. Como gozamos nosotros, siempre que no lo tomemos en serio». Habiéndose tranquilizado a sí misma con estas fáciles falsedades, la gente prosigue en su labor de hacer que se conviertan en realidades los pronósticos de Orwell. Poco a poco, paso a paso, el mundo se ha ido acercando a la realización de las pesadillas de Orwell; pero, como ese acercamiento ha sido gradual, nadie se ha dado cuenta de lo lejos que se ha llegado por esa ruta fatal.

Los únicos que pueden comprobar, de modo adecuado, cuánto se ha perdido ya, son los que recuerdan el mundo de antes de 1914. En aquella época feliz, se podía viajar, sin pasaporte, por todos los sitios, con la excepción de Rusia. Se podía expresar libremente cualquier opinión política, excepto en Rusia. La censura en la prensa era desconocida, excepto en Rusia. Cualquier hombre blanco podía emigrar libremente a cualquier parte del mundo. Las restricciones a la libertad de la Rusia zarista eran consideradas con horror por el resto del mundo civilizado y el poder absoluto de la policía secreta rusa parecía una abominación. En la actualidad [mediados del siglo XX, nota del editor], Rusia sigue siendo peor que el mundo occidental, pero no porque el mundo occidental haya conservado sus libertades, sino porque, mientras que éste las ha ido perdiendo, Rusia ha ido más lejos en la tiranía de lo que cualquier zar pudiera haber pensado nunca.

Durante bastante tiempo después de la Revolución rusa, se acostumbraba a decir: «No cabe duda de que el nuevo régimen tiene sus defectos; pero, de cualquier modo, es mejor que el que ha reemplazado». Los que creían esto, se llevaron una completa desilusión. Cuando se releen los relatos del destierro en Siberia, en tiempos de los zares, no es posible volver a sentir la emoción con que se leían antaño. Los desterrados gozaban de un grado de libertad muy considerable, tanto mental como físicamente, y su suerte no era comparable, de ninguna manera, con la de las personas sometidas a trabajos forzados, en los tiempos del gobierno soviético. Los rusos cultos podían viajar libremente y gozar de los contactos con los europeos de Occidente, que ahora son imposibles. La oposición al gobierno, aunque se veía expuesta al castigo, era posible, y el castigo, como norma, no era, ni mucho menos, tan severo como ha llegado a ser. Ni la tiranía tenía tampoco la extensión que tiene en la actualidad. He leído, recientemente, la vida juvenil de Trotski, contada por Deutscher, y en ella se pone de manifiesto un grado de libertad política e intelectual para el que no hay nada comparable en la Rusia de hoy. Existe todavía tanta distancia entre Rusia y Occidente como la que existía en los días del zarismo; pero yo no creo que esa distancia sea mayor de lo que era entonces, pues, a la vez que Rusia ha empeorado, Occidente ha perdido, también, gran parte de la libertad de que gozaba antes.

El problema no es nuevo; sólo es nuevo el hecho de la magnitud que alcanza. Casi desde que empezó la civilización, las autoridades de la mayoría de los Estados se han dedicado a perseguir a los mejores de sus subditos. Todos nosotros nos conmovemos por la suerte que sufrieron Sócrates y Cristo; pero casi nadie se da cuenta de que tal ha sido el destino de una gran parte de los hombres que, después, fueron considerados dignos de una admiración poco corriente. La mayoría de los antiguos filósofos griegos fueron refugiados políticos. Aristóteles fue protegido de la hostilidad de los atenienses únicamente por las tropas de Alejandro y, cuando Alejandro murió, Aristóteles tuvo que huir. En el siglo XVII, los innovadores científicos fueron perseguidos casi en todas partes, con la excepción de Holanda. Spinoza no habría tenido la posibilidad de realizar su obra si no hubiese sido holandés. Descartes y Locke consideraron prudente huir a Holanda. Cuando Inglaterra, en 1688, adquirió un rey holandés, adoptó la tolerancia holandesa y, desde entonces, ha sido más liberal que la mayor parte de los Estados, excepto en el período de sus guerras contra la Francia revolucionaria y Napoleón. En la mayor parte de los países y en casi todos los tiempos, los que detentaban la autoridad han mirado con horror todo lo que, posteriormente, llegó a ser tenido en la mayor consideración.

En nuestra época, la novedad consiste en el creciente poder de la autoridad para imponer por la fuerza sus prejuicios. En todas partes, la policía es muchísimo más poderosa que en anteriores tiempos; y la policía, a la vez que ejerce la tarea de suprimir los crímenes ordinarios, es capaz de desplegar la misma diligencia en la supresión de todo lo que tenga un valor extraordinario.

El problema no se circunscribe a este o a aquel país, aunque la intensidad del mal no se encuentre igualmente repartida. En mi propio país, las cosas se hacen más calmosamente y con menos alboroto que en los Estados Unidos, y el pueblo sabe muchísimo menos de ellas. Ha habido depuraciones en el Civil Service, que se han llevado a cabo sin el aparato de los Comités del Congreso. El Home Office, que inspecciona la emigración, es profundamente antiliberal, excepto cuando la opinión pública puede ser movilizada contra él. Un amigo mío polaco, un escritor muy ilustre, que nunca ha sido comunista solicitó la nacionalidad inglesa, después de vivir en Inglaterra durante mucho tiempo, y su solicitud fue, en principio, rechazada sobre la base de que era amigo del embajador de Polonia. Su solicitud fue sólo admitida, finalmente, como resultado de las protestas de varias personas de reputación irreprochable. El derecho de asilo para los refugiados políticos, que solía ser el orgullo de Inglaterra, ha sido hoy abandonado por el Home Office, aunque quizá sea posible su restauración a consecuencia de la agitación.

Hay una razón para el deterioro general que se observa en lo referente a la libertad. Esa razón es el creciente poder de las organizaciones y el hecho de que los actos de los hombres son cada vez más regulados por este o aquel gran organismo. En toda organización, se dan dos fines: uno, el fin manifiesto para el que existe la organización; otro, el incremento de poder de sus funcionarios. Es muy probable que este segundo fin atraiga más a los funcionarios en cuestión que el fin general y público a cuyo servicio se cree que están. Si usted choca con la policía, al intentar exponer alguna iniquidad de la que haya sido culpable, puede estar seguro de ganarse su hostilidad; y, si ocurre, es muy probable que tenga que sufrir seriamente.

En muchas personas de mentalidad liberal, he encontrado la creencia de que todo va bien mientras los tribunales de justicia resuelvan con equidad los casos que se lleven ante ellos. Esto no es nada realista. Supongamos, por ejemplo, para no escoger un caso hipotético, que un catedrático es destituido debido a una falsa acusación de traición. Si da la casualidad de que tiene amigos ricos, puede obtener una sentencia judicial que establezca que la acusación era falsa; pero esto probablemente llevará años, durante los cuales se morirá de hambre o dependerá de la caridad. Al final, será un hombre marcado. Las autoridades universitarias, que habrán aprendido a ser prudentes, dirán que es un mal profesor o un investigador poco brillante. Se encontrará otra vez destituido, pero esta vez sin posibilidad de rehabilitación y sin esperanzas de encontrar empleo en cualquier otra parte.

Es verdad que existen en América algunas instituciones educativas que, hasta ahora, han sido lo bastante fuertes para mantenerse contra la corriente. Pero esto sólo es posible en el caso de una institución de gran prestigio y que disponga de hombres valerosos para la dirección de sus asuntos. Pensemos, por ejemplo, en lo que el senador McCarthy ha dicho sobre Harvard. Dijo que «no podía concebir que alguien enviase sus hijos a la Universidad de Harvard, donde serían instruidos por profesores comunistas». En Harvard, dijo, hay «algo maloliente que debería conocer la gente que envía allí a sus hijas y a sus hijos». Otras instituciones, con menos prestigio que Harvard, difícilmente hubieran podido resistir semejante infamia.

El poder concedido a la policía es, sin embargo, un fenómeno más serio y más universal que el senador McCarthy. Este poder ha aumentado grandemente, como es natural, debido a la atmósfera de temor que existe a ambos lados del telón de acero. Si usted vive en Rusia, y deja de ser partidario del comunismo, tendrá que sufrir si no guarda silencio, incluso en el seno de su familia. En América si usted ha sido comunista y después ha dejado de serlo, está también expuesto a ser condenado, no legalmente —a no ser que haya usted sido cogido en perjurio—, pero sí, económica y socialmente. Sólo hay una cosa que se puede hacer para escapar de semejante condena y es venderse, como confidente, al Departamento de Justicia, y, aun en ese caso sólo se consigue si el FBI cree las historias fantásticas que usted le cuente.

La creciente importancia de las organizaciones en el mundo moderno exige, si se ha de conservar algún resto de libertad, instituciones nuevas. La situación es análoga a la que se dio en el siglo XVI, debido al creciente poder de los monarcas absolutos. Fue a ese excesivo poder al que el liberalismo tradicional dio la batalla y venció. Pero, una vez que se desvaneció ese poder, surgieron otros, por lo menos, tan peligrosos, y el peor de ellos, en nuestra época, es el poder de la policía. Por lo que a mí se me alcanza, sólo existe un posible remedio, que consistiría en el establecimiento de otra fuerza de policía suplementaria, dedicada a investigar la inocencia y no la culpabilidad. Se dice, con frecuencia, que, antes de condenar a un inocente, es preferible que se salven noventa y nueve culpables. Nuestras instituciones se basan en una concepción opuesta. Si, por ejemplo, se acusa a un hombre de asesinato, todos los recursos del Estado, en forma de guardias y policías, se emplean para probar su culpabilidad y, en cambio, la demostración de su inocencia se deja a sus recursos particulares. Si quiere disponer de policías, han de ser investigadores privados, que ha de pagar de su propio bolsillo o del bolsillo de sus amigos. Cualquiera que sea su profesión, no tendrá tiempo ni oportunidad para continuar ganando dinero con el ejercicio de ella. Los fiscales, que acusan, son pagados por el Estado. Pero el abogado defensor tiene que ser pagado por el acusado, a no ser que se acoja a la defensa de oficio por pobre, y, entonces, sus representantes serán probablemente menos eminentes que los de la acusación. Todo ello es completamente injusto. Tiene tanto interés público, por lo menos, la demostración de que un inocente no ha cometido crimen alguno, como la demostración de que lo ha cometido un culpable. Una fuerza de policía dedicada a la investigación de la inocencia, nunca intentaría investigar la culpabilidad, excepto en un caso: cuando las sospechas de criminalidad recayeran sobre las autoridades. Creo que la creación de semejante fuerza de policía suplementaria haría posible la conservación de algunas de nuestras libertades tradicionales; cualquier otra medida, menos radical, no lo conseguirá, en mi opinión.

Una de las peores consecuencias del incremento moderno del poder de las autoridades es la supresión de la verdad y la propagación de falsedades por medio de las agencias oficiales. A los rusos se les mantiene, en la medida de lo posible, en la ignorancia acerca de los países occidentales, hasta el punto de que el pueblo de Moscú se imagina que su «metro» es el único del mundo. Los intelectuales chinos, desde que China es comunista, han sido sometidos a un proceso horrible denominado «lavado de cerebro». A los hombres instruidos, que han adquirido todo el conocimiento que puede obtenerse en su especialidad respectiva en América o Europa occidental, se les obliga a abjurar de lo que han aprendido o a afirmar que todo aquello que merece la pena saberse proviene de fuentes comunistas. Son sometidos a tal presión psicológica que se convierten en hombres quebrados, sólo aptos para repetir, a manera de cotorras, las fórmulas vacías que les transmiten sus superiores oficiales. En Rusia y en China todo esto se consigue por medio de condenas directas, impuestas no sólo a los individuos recalcitrantes, sino también a sus familias. En otros países, el proceso no ha ido, hasta ahora, tan lejos. Los que informaban verídicamente de las maldades del régimen de Chiang Kai-Shek durante los últimos años de su dominación en China, no fueron liquidados; pero se hizo todo lo humanamente posible para evitar que sus verdades fueran creídas y se convirtieron en sospechosos, con una intensidad que variaba de acuerdo con su prestigio. El hombre que informe verídicamente a su gobierno acerca de lo que ocurre en un país extranjero, no sólo correrá un riesgo personal grave, sino que sabe que su información será ignorada, a menos que su información coincida con los prejuicios oficiales. Claro que esto es nuevo solamente por la amplitud alcanzada.

En 1899, el general Buller, que estaba al frente de las fuerzas británicas en África del Sur informó que, someter a los bóers, exigiría un ejército de doscientos mil hombres. Por esta opinión impopular fue degradado, y no se le rehabilitó cuando la opinión resultó ser correcta. Pero, a pesar de que el mal no sea nuevo, su extensión es mucho mayor de lo que solía ser. Ya no se cree, ni siquiera entre los que se consideran más o menos liberales, que sea bueno estudiar todos los aspectos de una cuestión. El expurgo de las bibliotecas de los Estados Unidos en Europa y de las bibliotecas escolares en América está encaminado a evitar que la gente conozca más de un punto de vista sobre los problemas. El Index Expurgatorius ha llegado a formar parte, públicamente, de la política de los que dicen que luchan por la libertad. En apariencia, las autoridades ya no creen en la justicia de su causa hasta el punto de estar seguras de que sobrevivirá a las ordalías de la libre discusión. Solamente confían en ser creídos mientras no sea oído su contradictor. Esto demuestra un triste debilitamiento de la solidez de las creencias en nuestras propias instituciones. Durante la guerra, los nazis no permitieron a los alemanes oír las emisoras inglesas, pero, en Inglaterra, no se prohibió a nadie oír las emisoras alemanas, porque la fe en nuestra propia causa era inconmovible. Mientras impidamos que sean oídos los comunistas, produciremos la impresión de que deben ser argumentos muy sólidos.

La libertad de expresión solía ser defendida porque se creía que la libertad de discusión conduciría a la victoria de la opinión más acertada. Bajo la influencia del miedo, se va perdiendo esa convicción. Como consecuencia, la verdad es una cosa y la «verdad oficial» otra. Este es el primer paso hacia el «doble pensar» y el «doble expresarse» de Orwell. Se dirá que la existencia legal de la libre expresión se ha conservado; pero su existencia real está desastrosamente cercenada, si los órganos de expresión más importantes están solamente abiertos a las opiniones sancionadas por la ortodoxia.

Esto resulta especialmente evidente en materia de educación. Incluso las opiniones más suavemente liberales exponen hoy en día, en varios países importantes, a los que se dedican a la educación, al riesgo de perder sus empleos y de ser incapacitados para encontrar otros. La consecuencia es que los niños se educan ignorando muchas cosas cuyo conocimiento es de importancia vital, y que el fanatismo y el oscurantismo gozan, en una peligrosa medida, del apoyo popular.

El temor es la fuente de donde brotan todos esos males, y el temor, como es natural que suceda cuando hay pánico, induce a los mismos actos que son causa de los desastres temidos. El peligro es real —es, realmente, mayor que en cualquier otra época anterior de la historia humana—; pero todo lo que fomente la histeria lo incrementa. Nuestro claro deber en estos tiempos difíciles, es no sólo conocer los peligros, sino examinarlos serena y racionalmente, a pesar de la conciencia de su magnitud. El mundo de 1984, tal y como lo imaginó Orwell, no durará mucho, si permitimos que exista. Será únicamente el preludio de la muerte universal.



en Retratos de memoria y otros ensayos, 1956















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