Debería, por ejemplo, empezar por viajar más, por
viajar menos, por no viajar en absoluto. Debería hacer las paces con mi padre,
debería depender menos de mi padre, debería ver a mi padre más seguido. Debería
salir de esta casa en la que paso tanto tiempo sola, debería quedarme en casa y
no salir a aturdirme con gente que no me importa en absoluto. Debería terminar
mi novela. Debería renunciar a este trabajo que detesto. Debería ir a bailar
antes de ser el más viejo de la discoteca. Debería divorciarme. Debería empezar
a usar toda esa ropa que hace años que no uso. Debería ir a recitales. Debería
invitarla a cenar, invitarlo a un bar, decirles que soy gay. Debería parar con
la cocaína. Debería probar alguna vez un trago, debería beber menos, debería
dejar de beber. Debería aprender a tocar la guitarra. Debería ir a África mientras
todavía puedo caminar. Debería cambiar de analista, conseguir un analista,
dejar de ir al analista. Abandonar las pastillas. Ceder. No ceder. Arrojarme en
paracaídas, tomar un curso de buceo, poner un hotel en la montaña, un bar en
una playa de Brasil. Ir más despacio, ponerme en marcha, no mirar atrás. A fin
de año, más que nunca, la vida no es la vida sino una patética declamación de
buenas intenciones, una renovación del permiso de postergarlo todo, una fe
idiota en que nunca será demasiado tarde para nada. «Toda la inmortalidad que
puedes desear está presente / aquí y ahora», escribió el poeta chileno Gonzalo
Millán en Veneno de escorpión azul,
su diario de vida y de muerte, y esa bestia terrible de la poesía, la uruguaya
Idea Vilariño, dijo, mejor que nadie, peor que nunca: «Alguno de estos días /
se acabarán las bromas y todo eso esa
farsa esa juguetería las marionetas
sucias los payasos / habrán sido la vida».
en
Teoría de la Gravedad, 2019
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