Nos
queda por considerar el grado de autoridad que debe establecerse en esa especie
de asamblea nacional que hemos admitido en nuestro sistema. ¿Deberán impartirse
órdenes a los miembros de la confederación? ¿O bien será suficiente invitarles
a cooperar al bien común, convenciéndoles de la bondad de las medidas
propuestas al efecto, mediante la exposición de argumentos y mensajes
explicativos?
En un
principio será preciso acudir a lo primero. Más tarde, bastará emplear el segundo
método*. El consejo anfictiónico de Grecia no dispuso jamás de otra autoridad
que la que emanaba de su significación moral. A medida que vaya desapareciendo
el espíritu de partido, que se calme la inquietud pública y que el mecanismo
político se vaya simplificando, la voz de la razón se hará escuchar. Un
llamamiento dirigido por la asamblea a los distritos, obtendrá la aprobación de
todos los ciudadanos, salvo que se tratase de algo tan dudoso que fuera aconsejable
promover su fracaso.
Esta
observación nos conduce un paso más allá. ¿Por qué no habría de aplicarse la
misma distinción entre órdenes y exhortaciones que hemos hecho en el caso de
las asambleas nacionales a las asambleas particulares o de los jurados de los
diversos distritos? Admitimos que al principio sea preciso cierto grado de
autoridad y violencia. Pero esta necesidad no surge de la naturaleza humana,
sino de las instituciones por las cuales el hombre fue corrompido. El hombre no
es originariamente perverso. No dejaría de atender o de dejarse convencer por
las exhortaciones que se le hacen si no estuviera habituado a considerarlas
como hipócritas, y si no sospechara que su vecino, su amigo, su gobernante
político, cuando dicen preocuparse de sus intereses persiguen en realidad el
propio beneficio.
Tal
es la fatal consecuencia de la complejidad y el misterio en las instituciones
políticas. Simplificad el sistema social, según lo reclaman todas las razones,
menos las de la ambición y la tiranía. Poned los sencillos dictados de la
justicia al alcance de todas las mentes. Eliminad los casos de fe ciega. Toda
la especie humana llegará a ser entonces razonable y virtuosa. Será suficiente,
entonces, que los jurados recomienden ciertos modos de resolver los litigios,
sin necesidad de usar la prerrogativa de pronunciar fallos. Si tales
exhortaciones resultaran ineficaces en determinados casos, el daño que
resultaría de ello será siempre de menor magnitud que el que surge de la
perpetua violación de la conciencia individual. Pero no surgirán grandes males,
pues donde el imperio de la razón sea universalmente admitido, el delincuente o
bien cederá a las exhortaciones de la autoridad o, si se negara a ello, habrá
de sentirse tan incómodo bajo la inequívoca desaprobación y observación
vigilante del juicio público, que, aun sin sufrir ninguna molestia física,
preferirá trasladarse a un régimen más acorde con sus errores.
Probablemente
el lector se haya anticipado a la conclusión final que se desprende de las
precedentes consideraciones. Si los tribunales dejaran de sentenciar para
limitarse a sugerir, si la fuerza fuera gradualmente eliminada y solo
prevaleciera la razón, ¿no hallaremos un día que los propios jurados y las demás
instituciones públicas, pueden ser dejados de lado por innecesarios? ¿No será
el razonamiento de un hombre sensato tan convincente como el de una docena? La
capacidad de un ciudadano para aconsejar a sus vecinos, ¿no será motivo suficiente
de notoriedad, sin que se requiera la formalidad de una elección? ¿Habrá acaso
muchos vicios que corregir y mucha obstinación que dominar?
He
ahí la más espléndida etapa del progreso humano. ¡Con qué deleite ha de mirar
hacia adelante todo amigo bien informado de la humanidad, para avizorar el
glorioso momento que señala la disolución del gobierno político, el fin de ese
bárbaro instrumento de depravación, cuyos infinitos males, incorporados a su propia
esencia, solo pueden eliminarse mediante su completa destrucción!
* Nota del autor desde la segunda edición: «Tal es la idea del
autor de Viajes de Gulliver, el
hombre tuvo una visión más profunda de los verdaderos principios de justicia
política que cualquier otro escritor, anterior o contemporáneo...».
en De la impostura política, 1993
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