¿Y qué es esta alegría del primer sol? ¿Por qué esta
luz caída sobre la tierra nos llena de este modo de la dicha de vivir? El cielo
está todo azul, la campiña toda verde, las casas todas blancas; y nuestros ojos
embelesados beben estos colores vivos que se vuelven gozo para nuestras almas.
Y nos entran ganas de bailar, ganas de correr, ganas de cantar, una feliz
ligereza de pensamiento, una especie de ternura que lo abarca todo; querríamos
abrazar el sol.
Los ciegos de las puertas, impasibles en su eterna
oscuridad, permanecen tranquilos como siempre en medio de esa alegría nueva y,
sin comprender, calman a cada instante a su perro que quisiera dar brincos.
Cuando vuelven, acabado el día, del brazo de un
joven hermano o de una hermana pequeña, si el niño dice: «¡Qué agradable ha
sido esta tarde!», el otro responde: «Ya me he dado cuenta de que ha sido
agradable, Lulú no se estaba quieto».
Conocí a uno de estos hombres, cuya vida fue uno de
los más crueles martirios que se pueda imaginar. Era un campesino; el hijo de
un granjero normando. Mientras vivieron su padre y su madre, cuidaron poco más
o menos de él; apenas sufrió por su horrible invalidez; pero en cuanto los
viejos murieron, empezó la atroz existencia. Recogido por una hermana, todo el
mundo en la granja lo trataba como a un pordiosero que se come el pan de los
otros. En cada comida le echaban en cara el alimento; lo llamaban vago,
palurdo; y aunque su cuñado se hubiera apoderado de su parte de la herencia, le
daban de mala gana la sopa, lo justo para que no muriese.
Tenía una cara muy pálida, y dos grandes ojos
blancos como obleas; y permanecía impasible bajo las injurias, tan encerrado en
sí mismo que se ignoraba si las sentía. Nunca, por lo demás, había conocido
ternura alguna; su madre siempre lo había maltratado un poco, pues apenas lo
amaba; porque, en el campo, los inútiles son nocivos, y los aldeanos de buena
gana harían como con las gallinas, que matan a las inválidas.
En cuanto había engullido la sopa, iba a sentarse
delante de la puerta en verano, pegado a la chimenea en invierno, y ya no se
movía hasta la noche. No hacía ni un gesto, ni un movimiento; solo sus
párpados, que agitaba una especie de dolencia nerviosa, caían a veces sobre la
mancha blanca de sus ojos. ¿Tenía un espíritu, un pensamiento, una conciencia
clara de su vida? Nadie se lo preguntaba.
Durante algunos años, las cosas siguieron así. Pero
su impotencia para hacer nada, así como su impasibilidad, terminaron por
exasperar a sus parientes, y se convirtió en un hazmerreír, en una especie de
bufón-mártir, de presa ofrecida a la ferocidad congénita y a la alegría salvaje
de los brutos que lo rodeaban.
Se maquinaron todas las bromas crueles que su
ceguera pudo inspirar. Y, para cobrarse lo que comía, de sus comidas se
hicieron horas de diversión para los vecinos y de suplicio para el impotente. Los
aldeanos de las casas cercanas acudían a esa diversión; se lo comunicaban de
puerta en puerta; y la cocina de la granja se llenaba todos los días. Unas veces
colocaban sobre la mesa, delante de su plato, donde él empezaba a tomar el
caldo, algún gato o algún perro. El animal, con su instinto, olfateaba la
invalidez del hombre y se acercaba muy despacio, comía sin ruido, lamiendo con
delicadeza; y cuando un chapoteo ruidoso de la lengua había despertado la
atención del pobre diablo, aquél se alejaba prudentemente para evitar el golpe
de cuchara que él lanzaba al azar delante de sí. Entonces todo eran risas,
empujones, pateos de los espectadores apretujados a lo largo de las paredes. Y
él, sin decir nunca una palabra, se ponía a comer de nuevo con la mano derecha
mientras con la izquierda, adelantada, protegía y defendía su plato.
Otras veces le hacían mascar tapones de corcho,
maderas, hojas o incluso desperdicios que no podía distinguir. Luego se
cansaron hasta de las burlas; y el cuñado, siempre furioso por tener que
alimentarlo, le pegó, lo abofeteó constantemente, riéndose de los inútiles
esfuerzos del otro por parar los golpes o devolverlos. Entonces hubo un juego
nuevo, el juego de las bofetadas. Y los mozos de labranza, el patán, las
sirvientas, le lanzaban en todo momento la mano a la cara, lo cual imprimía a
sus párpados un movimiento precipitado. No sabía dónde esconderse, y permanecía
sin cesar con los brazos extendidos para evitar que se le acercaran.
Finalmente, lo obligaron a mendigar. Lo apostaban en
las carreteras los días de mercado, y, en cuanto oía un ruido de pasos o el
rodar de un carruaje, tendía el sombrero balbuciendo: «Una caridad, por favor».
Pero el campesino no es pródigo, y durante semanas
enteras no conseguía ni un céntimo. Entonces, contra él, y de manera
despiadada, se desencadenó el odio. Y murió de la forma siguiente:
Un invierno, la tierra estaba cubierta de nieve y
helaba horriblemente. Y su cuñado, una mañana, lo llevó muy lejos, a una
carretera principal para obligarlo a pedir limosna. Lo dejó allí todo el día,
y, cuando hubo venido la noche, afirmó ante sus criados que no lo había
encontrado. Luego añadió: «¡Bah!, no hay que preocuparse; alguien se lo habrá
llevado porque tenía frío. ¡Pardiez!, no se ha perdido. Seguro que vuelve
mañana a comerse su sopa».
Al día siguiente, no volvió.
Tras largas horas de espera, asaltado por el frío,
sintiéndose morir, el ciego había echado a andar. Como no podía reconocer la
ruta sepultada bajo aquella espuma de hielo, había vagado al azar, cayendo en
las cunetas, levantándose, siempre sin decir una palabra, buscando una casa. Pero
el entumecimiento de las nieves lo había ido invadiendo poco a poco y, al no
poder seguir llevándole sus débiles piernas, se había sentado en medio de una
llanura. No volvió a levantarse.
Los blancos copos que seguían cayendo lo sepultaron.
Su cuerpo rígido desapareció bajo la incesante acumulación de su multitud
infinita; y nada indicaba ya el lugar donde el cadáver estaba tendido.
Sus parientes fingieron hacer averiguaciones y
buscarlo durante ocho días. Lloraron incluso.
El invierno era duro y el deshielo tardaba en
llegar. Y un domingo, camino de misa, los granjeros observaron un gran revuelo
de cuervos que daban vueltas sin fin sobre la llanura para luego dejarse caer
como una lluvia negra, en montón, sobre el mismo sitio, alzar el vuelo y volver
de nuevo.
A la semana siguiente, los sombríos pájaros aún
seguían allí. El cielo traía una nube de ellos, como si se hubieran reunido
desde todos los rincones del horizonte; y se dejaban caer con roncos graznidos
en la nieve resplandeciente, que manchaban de forma extraña y hurgaban con encarnizamiento.
Un chiquillo fue a ver lo que hacían, y descubrió el
cuerpo del ciego, semidevorado ya, desgarrado. Sus ojos pálidos habían
desaparecido, picoteados por los largos picos voraces.
Y nunca puedo sentir el vivo gozo de los días de sol
sin un recuerdo triste y un pensamiento melancólico hacia el mendigo, tan
desheredado en la vida que su muerte fue un alivio para cuantos lo habían
conocido.
en Cuentos
completos de terror, locura y muerte, 2011
Originalmente
publicado en Le Gaulois, el 31 de
marzo de 1882
No hay comentarios.:
Publicar un comentario