El leve caraquismo, pues, al final y no al
principio, no es un homenaje a Bolívar arando en el mar nuestro, sino una
interjección necesaria. Pues sí, ¿qué es la historia después de todo? O, más
metafísicos, ¿por qué la historia y no más bien la nada? En la frase famosa «la
historia se escribe de noche», aludiendo a la cama pero también a camarada, la
historia es impersonal pero a la vez, cosa curiosa, su propio autor: la
historia se escribe a sí misma. Es decir, la historia es un libro sin autor. En
la frase infame, dicha por Hitler primero y Fidel Castro mucho mas tarde: «La
historia me absolverá», la historia, como la justicia, es una diosa, pero no es
ciega. Esta patética falacia está muy en la línea de la filosofía totalitaria
alemana que va de Hegel a Marx. Asombra, es cierto, encontrarse a Nietzsche,
llamado Niche en el Caribe, en semejante compañía. Pero es que la geografía
suele asombrar más que la historia.
Otro aserto, cierto o falso, proclama que la
historia la escriben siempre los que ganan. Pero el libro primero de la
historia lo escribió un autor excepcional, Heródoto, que nunca tomó partido.
Heródoto (que nació en Halicarnaso, Asia Menor, en 483 antes de Cristo, luego
vecino de Atenas) se veía a sí mismo más como un investigador que como un
participante. «Les doy», escribe en el prefacio, «los resultados de mis
investigaciones». A las que llama en griego istoriai.
Es decir, no historia sino encuesta. Heródoto es en realidad el primer
organizador de surveys que registra,
¿quién si no?, la historia.
Es por otra parte una suerte de justicia (¿poética?)
que no se sepa nada de su vida. Se sabe, eso sí, lo que decían de él sus
detractores, que no fueron pocos. Los griegos lo llamaban el padre de la
mentira y su hija, la historia, era conocida como la madre de la infamia o como
una puta que dormía en el lecho de Procusto. A los que invitaba a dormir con
ella les ajustaba no las cuentas sino los miembros: piernas largas, malo;
piernas cortas, peor. Nada menos que Plutarco, que concibió la historia como
una galería de retratos para leerlos, escribió un ensayo titulado «Sobre la
malicia de Heródoto». El solo empeño de Tucídides, su sucesor, fue reescribir
la historia que escribió Heródoto.
Pero Heródoto, escritor del más decisivo best-seller después de la Biblia, libro
este que escribió un autor que escribía torcido para leer derecho, explica así
su método. Escribe «para que la memoria de lo que han hecho los hombres no
perezca sobre la tierra. Ni sus logros, sean griegos o bárbaros, no tengan
quien los cante: ellos y la causa por la que fueron a la guerra son mi tema».
(Perdonen la traducción, pero mi griego es escaso). Cuando ocurrió esa guerra
(a la que dio nombre para siempre), Heródoto no había nacido todavía. Su
historia es una suerte de hagiografía. «Homero y Hesíodo han atribuido a los
dioses todo lo que es desgraciado y culpable entre los hombres: el robo, el
adulterio y el engaño», escribió, como colofón, Jenófanes de Colofón. Para
Jenófanes, como para muchos antiguos, incluyendo por supuesto a Heródoto, la
historia y la mitología eran una misma fuente de infamias.
El erudito inglés M. I. Finley en su antología Greek Historians dice que pasó mucho
tiempo antes de que se diera a la palabra historia «el uso específico y
estrecho que tiene ahora». Heródoto, como su crítico (a cada autor su review) Plutarco, se apoyaba en reportes
de segunda mano, en leyendas, en mitos y, ¿por qué no decirlo?, en chismes de
aldea, que es lo que eran la mayor parte de las ciudades de la antigüedad.
Tucídides, que viene después de Heródoto, pero que no era en manera alguna un
segundón, creía que conocer los hechos pasados per se era deleznable o fútil. Para Tucídides la tarea era escribir
o más bien reescribir el presente. Este era un paso por delante de Heródoto,
pero Tucídides sin embargo venía detrás. Jenofonte, el tercer hombre siempre,
que forma el trío de epónimos historiadores griegos, creía en la historia en
acción y su Anábasis, famosa retirada
hacia el mar de los diez mil mercenarios griegos al servicio de Darío, tras su
fallido golpe de estado (tal vez el primero, pero por supuesto no el último en
los cuarteles, las cortes y aun en el palacio del Kremlin), esa fue su crónica
épica y es uno de los libros griegos más leídos. Hasta un poeta francés del
Caribe, Saint-John Perse, le pidió prestado su título. Es que Jenofonte fue,
como T. E. Lawrence, un aventurero que escribía bien. No hay historia antigua
mejor escrita ni más emocionante que el Anábasis.
Pero Jenofonte también tenía en el mundo griego (incluido su amante Sócrates)
fama de embustero audaz. Ni más ni menos que Lawrence, ese El Orans de los árabes.
Intriga a los historiadores actuales que Atenas, que
había inventado la historia, ignorara a Alejandro, el macedonio que conquistó a
Grecia y a todo el mundo conocido entonces. Los historiadores griegos también
enmudecieron ante un acontecimiento histórico más digno de atención que las
conquistas griegas: el nacimiento del Imperio romano. Cuando Plutarco, otro
griego que traía el regalo de la historia (caballos de Troya todos), escribe
sobre los romanos, lo hace en la decadencia del imperio. Para revelar (o más
bien exponer) a sus biografiados, Plutarco escoge en sus retratos «una ocasión
ligera, una palabra, un hobby». Pero
sus biografías parecen existir para dar argumentos a Shakespeare y a Shaw, y
aun al cine. No hay que olvidar que Plutarco, además de biógrafo famoso, fue un
oscuro sacerdote en Delfos y tal vez árbitro de augurios. Como historiador no
fue capaz de reseñar el nacimiento, la vida y la muerte de Jesús. Como augur
nunca siquiera soñó en Delfos la creación de una religión que iba a ser más
poderosa que todos los imperios antiguos y, ahora lo vemos, modernos.
Tácito, el Plutarco romano, es un hombre sin nombre
ni fecha de nacimiento: era una no
persona y por ello mismo fue el historiador al estado puro. Sus Anales aparecen tácitamente interesados
en las fallas morales, es decir, inmorales pero entretenidas, de sus
biografiados. Su retrato de Tiberio (a quien una voz precristiana anunció, «El
gran dios Pan ha muerto», para avisar que había nacido Cristo) se puede leer
como una historia más pornográfica que gráfica. Mientras que su pieza de
insistencia es la muerte de Nerón. Su historia es el culto a la personalidad
depravada.
Suetonio, famoso por su Los doce césares, era el historiador renuente. Escritor ejemplar,
escribió mucho pero publicó poco. Con todo, en su época se le consideró
anecdótico, fácil y dado al chisme. Será por eso que es tan divertido. En todo
caso algún día se hará justicia al chisme y se vindicará la necesidad histórica
de saber que Napoleón padecía de pene pequeño o que Hitler se bañaba poco y
olía mal. El chisme, por supuesto, esencial en la literatura, donde se llama
anécdota, ocurrencia o dato, debe ser central a ese otro género literario, la
historia. Pero el chisme es también revelación. Es por Suetonio que sabemos que
Julio César tenía una mirada penetrante y su peinado (copiado por todos los
césares y aun por Marco Antonio: ver Julio
César, la película, como un desfile de modas) era la única forma que tenía
de ocultar su calvicie, vanidad cesárea. De paso, Suetonio, para usufructo de
Shakespeare, hace una detallada narración del asesinato de César y ofrece una
frase para la historia particular de la infamia: «Et tu, Brute?» En Los doce
césares, Suetonio cuenta también que Augusto era bajo de estatura, con
nariz aguileña y vestía togas nada augustas. Si narra las diversiones
bisexuales de Tiberio en Capri, también ha dejado una descripción de la última
depravación moral de Calígula que ha copiado la novela histórica, el cine y
Albert Camus, en ese orden. Robert Graves, historiador de ficciones, le debe
fama y lana por su Yo, Claudio, que
es Suetonio puesto al día y a la noche por televisión. Es que un historiador,
antes y ahora, no es más que un escritor con visión retrógrada. Esa ojeada al
pasado es lo que un marxista llamaría la
Proust valía.
Volviendo a Heródoto (siempre hay que volver a él:
es volver a las fuentes), fue en realidad un escritor de viajes. Era, ni más ni
menos, un viajero que cuenta: una especie de Jan Morris antes de cambiar de
sexo. Pero Heródoto era un viajero griego y creía en los dioses. Su narración
de las guerras persas fue organizada después de su muerte, en nueve libros,
llamados cada uno por el nombre de las nueve musas, como otras tantas ficciones
helénicas. No hay que olvidar que durante su estancia en Atenas se construyó el
Partenón, ese homenaje devoto de Pericles a sus dioses. Una de las historias
atenienses de Heródoto concluye con el cuento de la venganza de los dioses
atenienses contra los heraldos de Esparta. Dice Peter Levi, el erudito clásico:
«...casi toda su información proviene del interrogatorio personal de cada
testigo». Heródoto es, entonces, el primer periodista. Pero, concluye Levi, «no
había Heródotos antes de Heródoto». Antes de Heródoto, simplemente, no existía
la historia. El historiador griego podía haber dicho: «La historia soy yo».
Pero Heródoto pensaba que Homero era un testigo de
excepción de la prehistoria, a la que por supuesto nunca llamó así, aunque creía,
en firme, que el pasado es siempre mitológico. Su historia es, a la manera
pagana, una historia sagrada. «Todos», declaró, «lo sabemos todo de los asuntos
divinos». En otra ocasión escribió que «los tesalios mismos dicen que Neptuno
cavó el canal por donde corre el Peneyo». Para añadir: «y es muy probable».
Plutarco, que mucho más tarde creía en los dioses griegos (y romanos), publicó
un «panfleto perverso» contra Heródoto. Pero a Las vidas paralelas, no para leerlas sino para creerlas, hay que
creer antes en la historia que contó Heródoto primero. Los historiadores,
todos, dependen como Plutarco más del ditirambo y la calumnia, aprecio y
desprecio del pasado, que de la verdad y los hechos. Toda historia es un relato
dudoso, porque no es comprensible. La historia como materia científica, el
materialismo histórico, ha tenido por abogados a los mayores manipuladores de
la historia, los marxistas. Quienes más respetan la historia no son los
historiadores sino los novelistas. Dumas hizo una declaración de principios
para todo novelista histórico: «Si violo a la historia», proclamó, «es para
hacerle hijos hermosos». Por otra parte Henry James dijo: «Esencialmente, el
historiador quiere más documentos de los que puede, en realidad, usar».
Mientras que Federico Schlegel escribió que «el historiador es un profeta al
revés».
La historia, con Tucídides, parece haber nacido en
el exilio. O mejor, se produjo por una suerte de regeneración espontánea. El
verdadero propósito de Tucídides no fue hacer historia sino conseguir una
compilación monumental y al mismo tiempo veraz. Tucídides, que es el inventor
de las cronologías, no cree que la historia la escriben los vencedores sino los
historiadores del vencedor. Pero es irrefutable que, a pesar de tiranos y
totalitarios, antes y ahora, la historia nació de la democracia que los griegos
inventaron. Es la Edad de Pericles la que permite a Heródoto contar su
historia.
Heródoto fue uno de los primeros, si no el primero,
en escribir en prosa en Grecia. Originó también la charla erudita y la lectura
pública por el autor, función que parecían haber inventado Mark Twain y Charles
Dickens en el siglo pasado. Un helenista ha dicho que Heródoto «no escribía
historia» sino que «escribía religión». Al contrario, Heródoto inventó la historia
como género literario. Fue Heródoto quien enseñó a Tucídides y a los demás
griegos el oficio de historiador. Pero Tucídides es un escritor consciente de
que la historia es el estilo. En su narración de la peste en Atenas, además,
Tucídides de paso inventó el reportaje. Lo que confirma la opinión de que los
periódicos no inventaron el periodismo.
Un novelista inglés de este siglo, Ford Madox Ford,
trata a Heródoto como colega en ficciones. «Sabía», escribe, «lo que le pasó
realmente a Helena después de que se fugó, se supone, con Paris», para originar
la guerra de Troya con Homero de corresponsal. Para Ford, Heródoto «se
relacionó con la más notable de todas las historias detectivescas». Pero en vez
de historia, palabra sospechosa, Ford dice cuentos.
Ford, finalmente, declara a Heródoto hombre «a la vez crédulo y cínico». Donde
Ford pone cínico hay que decir escéptico: Heródoto era a la vez crédulo y
escéptico. Fue este equilibrio inestable lo que le obligó a inventarse un
oficio, historiador, y crear una vocación nueva.
Pero en Heródoto realmente la historia supera al
relato que viene de la poesía de Homero y de Hesíodo. Es decir de la mitología:
ambos se tuteaban con los dioses. Más de veinte siglos más tarde con Hegel (que
murió en fecha tan cercana como 1831 y fue contemporáneo de Goethe y de
Beethoven) la historia se escribe con hache mayúscula y se convierte en una
forma de religión, pero con trama. Aunque lleva a cabo (se supone que por sí
misma) los propósitos divinos. La historia ha dejado de ser diosa para ser
Dios. En una vida paralela con Heródoto, Hegel era un ávido coleccionista de
recortes de periódicos ingleses, crónica del siglo que alimentó los sueños y
las pesadillas de Karl Marx.
Las naciones (que se supone que son hechas por la
historia y no al revés), para Hegel no son fundadas por Dios sino por los
héroes, que las sacan del salvajismo gracias a la religión y, por supuesto,
gracias también a esa otra forma de religión: la filosofía. Hegel, que quiso
explicar la historia no como sagrada sino como divina, hubiera encontrado
difícil exonerar a sus sucesores en la compañía no de Dios sino del diablo,
Marx y Nietzsche. Ambos sirvieron, sin saberlo, para justificar en la historia
el regreso del salvajismo con sus seguidores, Hitler y Stalin. Hegel habría
dicho, de haber dicho algo, que ambos tiranos sólo pretendían (hacían ver que)
ser seguidores de una filosofía que no podían comprender. O tal vez, como
querían sus críticos, la historia terminaba con la filosofía de la historia de
Hegel y la barbarie futura era ahistórica:
quedaba voluntariamente fuera de la historia. ¿No sería más acertado decir que
la historia, como la filosofía, no es más que una biblioteca con un libro único
repetido ad infinitum o mejor ad nauseam?
Istoriai,
historia y a veces la Historia, es sólo un libro llamado historia, con autor,
título en la portada y pie de imprenta. Su colofón no es a veces más que una
mala lectura. Toda historia tiene tomo y lomo y su nombre es, en último extremo,
sólo un accidente griego. Ni más ni menos como ocurre con la palabra
metafísica.
Noviembre, 1991
En
Mea Cuba, 1993
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