viernes, julio 30, 2021

«La literatura no pasa por su mejor momento». Entrevista a Roberto Calasso, de Antonio Lozano



(1941-2021)


En la reverenciada figura de Roberto Calasso convergen el editor mítico y el sabio en vías de extinción. Nacido en el seno de una familia erudita –uno de sus abuelos fundó el sello de ensayo La Nuova Italia, su madre era especialista en literatura y filosofía clásicas, su padre fue decano en una universidad y recopiló una enciclopedia de leyes–, a los 21 años entró a trabajar en la editorial Adelphi, una institución en Italia, cuyo catálogo de obras de ficción, de ciencia y de filosofía es sinónimo de brillantez en el contenido y de exquisitez en las formas. En tanto que director literario de la misma firma desde hace más de dos décadas, ha sido responsable de haber culturizado a sucesivas generaciones de italianos. 

A esta faceta se une su condición de ensayista de recursos enciclopédicos con especial querencia por los mitos y el temperamento artístico. Su último libro, La actualidad innombrable (Anagrama), es nada menos que un intento por explicar qué define a la sociedad secular de hoy, débil en el ejercicio de la reflexión y en la solidez de sus certezas.

Calasso, atento y risueño en todo momento, [nos recibe] en la sala del trono, es decir, en su despacho de Adelphi, modesto y silencioso, flanqueado por la biblioteca de su mentor, Roberto Balzen, y sin rastro alguno de tecnología más allá de un sencillo teléfono fijo con el que irá poniéndose en contacto con su equipo para que rastreen datos y documentos que considera que podrán ser de utilidad al periodista. A a sus 77 años, asegura que trabaja más horas que nunca: «No me puedo permitir un descanso, ¡alguien ha de dirigir la editorial!». Comienza el encuentro advirtiendo que no desea hablar de política italiana («un asunto muy desagradable en estos momentos») y lo cerrará mostrando su admiración por Andrés Iniesta («un gran cerebro») y obsequiando ejemplares de los que se siente particularmente orgulloso. 

¿Qué impacto ha tenido sobre su vida el hecho de nacer en 1941, en plena Segunda Guerra Mundial?
Mis primeros recuerdos se remontan a la guerra. Fueron años muy difíciles porque los fascistas arrestaron a mi padre y quisieron fusilarlo, aunque por fortuna la pena fue conmutada en el último momento. Tuvimos que vivir escondidos en un ático en el centro de Florencia. Más tarde, con motivo de los bombardeos, debimos trasladarnos a una villa en las afueras. Veinte años después de estos hechos descubrí que era el domicilio de Giorgio Colli, el filósofo y filólogo que hizo la edición de las obras de Nietzsche para Adelphi. Imagínate mi asombro cuando le visité y reconocí el lugar. Creí estar dentro de una alucinación.

Creció en un ambiente familiar muy culto, con una especial querencia por la filosofía. ¿Sus padres insistían en la importancia de adquirir conocimiento y formación o respiró ese ambiente de forma natural?
Jamás insistieron en nada. Entendieron a la perfección que el modo más inteligente de criar a los hijos era liberándoles de imposiciones. Simplemente me impregné de esa atmósfera de amor por los libros. 

¿Cómo surgió su pasión por los mitos?
Nace con la atracción por ciertas historias con las que entro en contacto de niño, extraídas por ejemplo de La Odisea o La Ilíada. Tuve la fortuna de ir a un instituto en el que las materias de griego y latín se tomaban en serio. Sólo después fui consciente de hasta qué extremo los mitos forman parte de lo que somos, de nuestra sustancia. La vida de uno puede variar mucho dependiendo de si se repara o no en ello. 

¿De qué modo?
Los mitos son una forma particular de conocimiento. El conocimiento no está sólo formado por conceptos y fórmulas, sino por imágenes y relatos. Los necesitamos porque los conceptos por sí solos no nos bastan para entender las cosas. Los relatos nos acompañan y nos explican desde los orígenes.

Una manera de definir su obra literaria es como una búsqueda de mensajes y conexiones a partir de sacar a la superficie conocimientos enterrados.
Llevo más de 30 años escribiendo una secuencia de libros que veo conectados, componentes pues de una única obra. Parto de épocas y materiales distintos, pero los mismos temas vuelven en formas diferentes. Lo invisible es esencial, pero no está tan lejos. Lo invisible empieza en nuestra cabeza y está asociado al mayor enigma que nos rodea, que es la conciencia, de modo que bien disertes sobre textos védicos, Kafka, Tiépolo o la Revolución Francesa –por citar algunos temas de mis libros–, todos están unidos por unos procesos mentales. 

No tiene ordenador en su despacho.
Ya hay suficientes en la editorial. No lo necesito. Bastante atiborrada está mi mesa de trabajo. Yo escribo con mi estilográfica. Además considero que tomar notas en mi bloc es una práctica tecnológicamente mucho más avanzada. 

¿Cómo le hace sentir la etiqueta de «eminente intelectual italiano»?
No me gusta el término intelectual. Jules Renard ya advirtió que era un adjetivo y no un nombre, en él cabe de todo, lo que es prueba de su inutilidad, no añade nada. Uno es un buen o un mal escritor, o un buen o un mal pensador, y se acabó.

En La actualidad innombrable define estos tiempos como una era de insustancialidad, caracterizados por los vínculos débiles y por la infelicidad y la angustia.
Intento describir al tipo de persona que habita hoy el mundo, al cual defino como Homo saecularis, resultado del curso que ha ido tomando la historia. Se trata de un nuevo sujeto antropológico que, por herencia y no elección, es dueño de un potencial enorme, si bien su pobreza simbólica también lo es. La debilidad de su pensamiento es muy acusada.

Lo presenta como un turista que, sin embargo, necesita sentirse especial y que hace bandera de la espiritualidad.
El turismo ha dejado de ser una actividad para definir una actitud, que uno puede mostrar sin moverse del sofá. Igual que el turista, el Homo saecularis mira en todas direcciones, le interesa prácticamente todo y picotea de aquí y de allá, pero lo más probable es que no entienda nada. La gente forma comunidades –enseguida se buscan acrónimos, sobre todo en Estados Unidos–, pero son ejemplos de wishful thinking. Antes uno fundamentaba su condición de creyente, agnóstico o ateo, ahora hay un grupo que se presenta como «espiritual», sea lo que sea lo que esto signifique. Abundan las buenas intenciones y propósitos, pero la base es muy inconsistente. 

Su diagnóstico sobre la democracia en el actual orden mundial no invita al optimismo. 
Lo que denomino «la democracia formal», aquella basada en la observación de unos procedimientos muy precisos, es sin duda la única forma tolerable de vivir hoy, el resto de los modelos son, cada uno a su manera, pesadillas (Estado policial, regímenes autoritarios…) Al mismo tiempo, la democracia formal resulta insostenible y acaba por no funcionar, ya que está sometida a presiones descomunales; el caso, por ejemplo, de la demografía desequilibrada o de la inmigración masiva. Deberíamos prestar más atención a los mapas a la hora de buscar soluciones.

¿Qué función quería que cumpliera la segunda parte del libro, donde reproduce fragmentos de apuntes y diarios de escritores, pensadores y políticos de relumbre en los treinta y cuarenta?
Mientras que la primera parte es sincrónica con los tiempos que corren, una suerte de imagen del estado de las cosas, la segunda parte son fogonazos de lo escrito ese día –entre 1933 y 1945–, por lo que al que levantaba acta le faltaba la perspectiva temporal y no sabía que estaba reflejando la columna vertebral de todo lo que nos ocurre hoy. Y hay muchas sorpresas. Por ejemplo, André Gide meditando en su diario sobre Hitler y Stalin comenta que son los jardineros de Europa.

Lleva 55 años en Adelphi, como director editorial desde 1971 y como presidente desde 1999. ¿De qué se siente más orgulloso? 
De habernos regido por el principio de publicar sólo lo que nos gusta mucho y que potencialmente se podría publicar 50 años después de idéntico modo. Y siempre ha sido esencial para nosotros garantizar la máxima calidad en todos los aspectos que atañen a un libro: la traducción, la solapa, la cubierta, el cuerpo de letra, la calidad del papel… Por fortuna, nada ha cambiado en todo este tiempo. Además, poder incorporar al catálogo a grandes autores que cuando arrancamos estaban en otras manos, como Borges o Nabokov, nos procuró un placer muy especial.

El sello ha sobrevivido a varios terremotos financieros.
En este negocio, si no has perdido dinero de forma ocasional, sobre todo en los primeros diez años de vida, es que algo has hecho mal. En cualquier caso, no recomendaría a nadie meterse a editor si su deseo es enriquecerse. Ahora bien, si quiere perder dinero, seguro que gozará de oportunidades.

¿Cómo diría que ha resuelto la cuadratura del círculo de todo editor que se precie: reconciliar la calidad con las exigencias del mercado? 
Ha sido básicamente una cuestión de suerte. Y no estoy siendo modesto, la suerte es un gran logro. No hay fórmulas. Como decían algunas actrices clásicas de Hollywood «it is all a matter of timing and lighting» (es una cuestión del momento preciso y de la iluminación). Ha habido momentos concretos a lo largo de nuestra historia en que grandes escritores de nuestro sello han alcanzado una enorme popularidad. Milan Kundera en los años ochenta sería un ejemplo. Georges Simenon vende más en Italia que en ninguna otra parte del mundo. Pero todo esto es obviamente ajeno a cualquier cálculo.

Escribió una pieza ya clásica sobre cómo idealmente el catálogo de una editorial debería conformar un único libro.
La idea procede de Roberto Bazlen y se refiere a una colección en particular, la Biblioteca Adelphi, donde ahora llevamos más de 600 títulos. El propósito que nos mueve es que nuestro lector ideal pueda saltar de uno a otro, con independencia de géneros y temáticas, y sentirse igual de seducido. Si para un editor el número 14 y el número 300 de una colección encierran el mismo interés, lo mismo debería ocurrir con el lector final.

¿Qué debe transmitirle un libro para decidirse a publicarlo?
Los libros que prefiero son aquellos donde uno percibe sin ambages que lo que se cuenta o expone fue parte esencial de lo que experimentó o pensó el escritor en un momento determinado o a lo largo de toda su vida. 

¿Hay algo que eche en especial de menos de los viejos tiempos de la edición? 
La estructura de la edición no ha experimentado cambios profundos desde, digamos, la época de Flaubert. Pero, como en el resto de los campos de la actividad humana, la tecnología ha acelerado los procesos. Los agentes quieren saber de inmediato qué piensas de los autores a los que representan y no puedes alegar que el manuscrito no llegó, o su carta de solicitud de noticias. Los mecanismos esenciales, de todos modos, son exactamente los mismos. Y las fluctuaciones entre periodos en los que el público es más receptivo a la buena literatura y los que no siguen vigentes. 

¿Diría que hay motivos para lamentar una falta generalizada de ambición literaria? 
Es un asunto delicado… Excepto en el ámbito de los libros de ciencia, donde están ocurriendo cosas muy interesantes, diría que no me puedo sentir contento con el nivel general de lo que se está escribiendo. La literatura no atraviesa su mejor momento pero, en tanto que editor, cada día sueño que algo maravilloso aterriza sobre mi mesa, si no, no tendría sentido volver cada día al despacho. Así nos ocurrió con el escritor húngaro Sándor Márai, que por entonces estaba totalmente olvidado. 

No sufre de tecnofobia.
Nada ha cambiado en el acto de leer y entender lo que lees. En este aspecto no creo que la tecnología nos pueda ser de ninguna ayuda, sólo el cerebro. Y de la capacidad de percepción del cerebro uno nunca puede estar del todo seguro.

No se puede orillar del todo la política… Italia atraviesa un momento muy delicado, con un Gobierno que aglutina muy diferentes ideologías y voces críticas con la inmigración y la Unión Europea. ¿Esta situación le despierta preocupación o la vive como un episodio más en la tradicional inestabilidad que han mostrado las instituciones de su país? 
Remito al contenido de mi libro para entender lo que pienso sobre todo esto. Me han acusado de muchas cosas, pero nunca de no ser lo suficientemente claro. La vida pública en Italia es bastante penosa, pero el día a día es tolerable en comparación con otros muchos lugares.

¿Cómo definiría el placer que la ha procurado coleccionar libros?
No soy un coleccionista sino un comprador, hablamos de una actitud completamente distinta. Por supuesto que me encantan los libros antiguos, pero si los adquiero es con la idea de usarlos. Uno necesita saber cómo se hacían los libros desde el final del siglo XV hasta nuestros días, estar familiarizado con las primeras ediciones de Balzac o Spinoza. Un ejemplar de un libro comprado hace 80 o 100 años me puede orientar acerca de cómo encarar una reedición hoy.




en Magazine, 11 de noviembre, 2018
























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