jueves, julio 01, 2021

“Fantasmas y vacíos”, de Lauren Groff





No sé cómo me he convertido en una mujer que grita, y como no quiero ser una mujer que grita, cuyos hijos pequeños caminan por la casa con la cara petrificada, alerta, he tomado por costumbre atarme los cordones de las zapatillas de deporte después de cenar y salir a las calles crepusculares para dar un paseo, dejando la tarea de desvestir y asear y leer y cantar y meter en la cama a los niños a mi marido, un hombre que no grita.

El barrio se oscurece mientras camino y un segundo barrio se extiende como una alfombra por encima del diurno. Tenemos pocos faroles y aquellos junto a los que paso vuelven juguetona a mi sombra; remolonea detrás de mí, galopa hasta mis pies, brinca delante. La única otra iluminación procede de las ventanas de las casas que dejo atrás y de la luna, que me ordena que levante la vista, ¡levanta la vista! Gatos salvajes corren como el rayo junto a mis pies, flores de ave del paraíso asoman entre las sombras, el aire está cargado de olores: polvo de roble, moho del fango, alcanfor. En el norte de Florida hace frío en enero y camino rápido para entrar en calor, pero también porque, pese a que nuestro barrio es antiguo (inmensas casas victorianas a cuatro vientos que dan paso a casitas adosadas de la década de 1920 conforme te alejas del núcleo y luego a ranchos modernos de mediados del siglo XX en la periferia), tiene una seguridad imperfecta. Hace un mes hubo una violación, una mujer de cincuenta y tantos a la que arrastraron hacia las azaleas cuando hacía footing; y hace una semana, una jauría de pitbulls sueltos arrollaron a una madre que llevaba a su bebé en el carrito y mordieron a los dos, aunque no los mataron. ¡No es culpa de los perros, es culpa de sus dueños!, gritaron los amantes de los animales en la lista de correo electrónico del vecindario, pero esos perros eran sociópatas. Cuando construyeron los barrios de las afueras, en los años setenta, las casas históricas del centro de la ciudad quedaron abandonadas en manos de universitarios que calentaban latas de judías en hornillos Bunsen apoyados en los suelos de cortes rústicos de pino y convertían los pisos en varias pistas de baile. Cuando la dejadez y la humedad provocaron que las casas se pudrieran y decayeran y desarrollaran escamas oxidadas, hubo un segundo abandono, y pasaron a manos de los pobres, los okupas. Nos mudamos aquí hace diez años porque la casa era barata y tenía una estructura de maderos a la vista, y porque decidí que si tenía que vivir en el sur, con sus cacahuetes hervidos y su musgo español, que cuelga igual que el pelo del sobaco, por lo menos no me atrincheraría con mi blancura en una comunidad cerrada como un gueto. ¿No es peligroso?, decía la gente de la edad de nuestros padres, con una mueca, cuando les contábamos dónde vivíamos, y tenía que hacer acopio de todas mis fuerzas para no contestar: ¿Se refiere a lo negro o solo a lo pobre? Porque era las dos cosas.

Sin embargo, desde entonces la clase media blanca ha infectado el barrio, y ahora todo está inmerso en una frenética renovación. En los últimos años, la mayoría de las personas negras se han marchado. Los homeless aguantaron un tiempo más, porque nuestro barrio limita con la animada Bo Diddley Plaza, donde hasta hace poco las iglesias repartían comida y Dios, y donde el movimiento Occupy se extendió como una marea y reivindicó el derecho a dormir allí, luego se cansó de estar sucio y se retiró, dejando atrás los restos flotantes de los homeless en sacos de dormir. Durante los primeros meses que pasamos en la casa, acogimos a una pareja sin hogar a la que solo veíamos cuando se escabullía al amanecer; cuando anochecía levantaban en silencio la celosía inferior de madera y se colaban entre los postes que apuntalan la casa, en el espacio que queda bajo nuestra vivienda, y allí dormían; su techo era el suelo de nuestro dormitorio, y cuando nos levantábamos en plena noche intentábamos no hacer ruido porque nos parecía de mala educación pisar a pocos centímetros de la cara de una persona que soñaba.

En mis paseos nocturnos se me revelan las vidas de los vecinos, las ventanas encendidas son como acuarios domésticos. En ocasiones, soy testigo silenciosa de peleas que parecen bailes lentos sin música. Es asombroso cómo vive la gente, el desorden en que se mueve, las deliciosas ráfagas de olor a comida que llegan hasta la calle, la decoración navideña que poco a poco se transforma en decoración cotidiana. Durante todo el mes de enero observé un ramo de rosas navideño en la repisa de una chimenea que fue menguando hasta que las flores pasaron a ser capullos secos y deteriorados y el agua, una capa verde y viscosa, con un enorme Papá Noel en un palo todavía contento y reluciente entre los despojos. Las ventanas se suceden unas a otras, se congelan con la neblina azul de la luz de los televisores o con una pareja inclinada sobre una pizza para cenar, se mantienen así mientras paso, luego se pierden en el olvido. Pienso en cómo se acumula el agua al resbalar a lo largo de un témpano de hielo, luego se detiene para formar su henchida gota, engorda tanto que no puede aguantar más y se precipita al suelo.

En el barrio hay un lugar casi desprovisto de ventanas que, a pesar de todo, me encanta, porque aloja a unas monjas. Solía haber seis, pero llegó el momento de la deserción, como ocurre con todas las ancianas, y ahora solo quedan tres amables hermanas que caminan por ese espacio inmenso acompañadas del chirrido de sus cómodos zapatos de suela de goma. Un amigo nuestro, que es agente inmobiliario, nos contó que cuando se construyó la casa, en la década de 1950, se excavó un refugio antiaéreo en la porosa piedra caliza del patio posterior, y durante las noches de insomnio, cuando mi cuerpo está en la cama pero mi mente todavía vaga por las calles en la oscuridad, me gusta imaginarme a las monjas con sus hábitos y sus velos dentro del búnker, cantando himnos y pedaleando en una bicicleta estática para que no se apague la bombilla, mientras que en la superficie todo ha quedado devastado y unos goznes oxidados rechinan al viento.

Como las noches son tan frías, comparto las calles con poca gente. Hay una pareja joven que hace footing a un ritmo ligeramente más lento que mi andar rápido. Los sigo, escucho su diálogo sobre planes de boda y peleas con amigos. Una vez no me di cuenta y me reí de algo que habían dicho, y entonces volvieron la cabeza hacia mí como un par de búhos, irritados, luego apretaron el paso y doblaron la primera esquina que encontraron, así que los dejé desaparecer en la negrura.

Hay una mujer alta y elegante que pasea un gran danés del color de la pelusa de la secadora; me temo que la mujer se encuentra mal, porque camina con rigidez, le palpita la cara como si de vez en cuando se viera electrificada por el dolor. Algunas veces me imagino que, si me la encontrase desplomada en el suelo al doblar una esquina, se enojaría con su perro, le daría una palmada en los cuartos traseros y observaría cómo el animal, con su gran dignidad, la llevaba a casa.

Hay un chico de unos quince años, tremendamente gordo, que siempre va sin camiseta y siempre corre en la cinta de su galería acristalada. Da igual cuántas veces pase por delante de su ventana, allí está él, sus pasos resuenan tan fuerte que los oigo a dos manzanas de distancia. Como tiene todas las luces de la casa encendidas, para él no hay nada más allá que la negrura de la ventana, y me pregunto si contempla su reflejo del mismo modo que yo lo contemplo a él, si ve cómo con cada paso se le ondula el estómago como si fuese un estanque en el que alguien hubiese tirado una piedra del tamaño de un puño.

Hay una tímida mujer indigente que murmura, una recolectora de latas, que transporta sus tintineantes bolsas en la parte trasera de la bicicleta y utiliza los viejos bloques de cemento que hay delante de las casas más imponentes para ayudarse a montar en el sillín; cuando me llega su olor pienso sin querer en las acaudaladas damas sureñas vestidas con sedas oscuras que en otros tiempos utilizaban esos apoyos para subir a sus carruajes y emitían un hedor femenino igual de íntimo. Puede que la higiene haya cambiado con el tiempo, pero los cuerpos humanos no.

Hay un hombre que murmura cochinadas plantado bajo la farola en la puerta de una tienda de ultramarinos con barrotes en las ventanas. Yo pongo cara de no me toques las narices, y de momento no ha pasado de los murmullos, pero una parte de mí está más que preparada y quiere sacar todo lo que se está fraguando.

Algunas veces creo ver a la sigilosa pareja que vivía debajo de nuestra casa, la particular muestra de afecto de él, la mano en la espalda de ella, pero cuando me acerco, no es más que un papayo inclinado sobre un cubo para recoger agua de lluvia o dos chicos fumando entre los arbustos, que se muestran recelosos al verme pasar. Y luego está el psicólogo que noche tras noche se sienta al escritorio en el estudio de su casa victoriana, que parece un galeón medio podrido. Uno de sus pacientes lo sorprendió en la cama con su esposa. Resultó que el paciente llevaba una pistola cargada en el auto. La mujer infiel murió en pleno coito y el psicólogo sobrevivió, pero todavía lleva la bala encastrada en la cadera, lo cual le hace cojear cada vez que se levanta para servirse más whisky. Corren rumores de que visita al asesino cornudo en la cárcel todas las semanas, aunque no está claro si su motivación es la bondad o las ganas de jactarse, pero bueno, en el fondo hay pocas motivaciones que sean totalmente puras. Mi marido y yo acabábamos de mudarnos cuando se produjo el asesinato; estábamos rascando la pintura mohosa de las molduras de roble del comedor cuando los disparos salpicaron el aire, pero por supuesto, pensamos que eran fuegos artificiales que habían encendido los chiquillos que vivían a unas casas de distancia.

Mientras camino veo desconocidos, pero también personas a las que conozco. Levanto la vista a principios de febrero y me encuentro con la estampa de una buena amiga con unas mallas de color rosa apoyada en la ventana, haciendo estiramientos, pero entonces tengo un momento de lucidez y caigo en la cuenta de que no hace ejercicio, sino que está secándose las piernas, y las mallas son en realidad su cuerpo, rosado por la ducha caliente. A pesar de que fui a verla al hospital cuando nacieron sus dos hijos, acuné a sus recién nacidos en mis brazos cuando todavía olían a ella y vi el corte vivo de la cesárea, hasta que la observo secándose no comprendo que es un ser sexual, y entonces la siguiente vez que hablamos no puedo evitar sonrojarme e imaginar escenas en las que aparece en posturas sexuales extremas. No obstante, por norma general, lo que veo son fogonazos de madres a las que conozco, inclinadas como el bastón de una pastora, buscando por el suelo piezas de Lego perdidas o uvas medio masticadas o a las personas que eran antaño, acurrucadas en un rincón.

No puedo más, no puedo más, le grito a mi marido algunas noches cuando vuelvo a casa, y entonces me mira, asustado, ese hombre amable y gigantesco, y se sienta en la cama dejando a un lado el computador y dice, con cariño: Creo que todavía no te has desahogado paseando, amor mío, no te haría mal dar otra vuelta. Y salgo de nuevo, furiosa, porque las calles se tornan más peligrosas conforme avanza la noche, y me irrita que se atreva a proponerme que corra semejante riesgo, cuando he demostrado que soy vulnerable; pero claro, es posible que en esas circunstancias mi cálida casa también se haya vuelto más peligrosa. Durante el día, mientras mis hijos están en el colegio, no puedo evitar leer sobre los desastres del mundo, los glaciares que perecen como seres vivos, el enorme remolino de basura del Pacífico, los cientos de muertes de especies sin registrar, los milenios borrados de un plumazo como si no valiesen nada. Leo y lloro desconsolada esas pérdidas, como si al leer pudiera saciar de algún modo el hambre de dolor, en lugar de conseguir lo que consigo, todo lo contrario, aumentarla.

Por norma general, ya no me importa mucho por dónde paseo, aunque todas las noches intento pasar por el Duck Pond cuando las luces de Navidad, olvidadas desde hace semanas, se apagan y emerge el estanque, con las ranas que entonan su canción sincopada. Nuestro par de cisnes negros voznaban a las ranas con su voz de instrumento de viento desafinado a fin de acallarlas, pero, al verse superadas en número, las aves no tardaban en rendirse y subirse al islote del centro del estanque para entrelazar sus cuellos y ponerse a dormir. Los cisnes tuvieron cuatro crías la primavera pasada, dulces polluelos algodonados y cantarines que hacían las delicias de mis hijos pequeños, quienes les echaban comida para perros todos los días, hasta que una mañana, mientras los cisnes adultos estaban distraídos por la comida que les dábamos, una de las crías soltó un pío ahogado, inclinó la cabeza y luego se hundió; resurgió otra vez en la orilla opuesta del estanque, bajo las garras de una nutria que se lo comió a mordisquitos, mientras flotaba serenamente boca arriba. La nutria se merendó otro polluelo antes de que el servicio de protección de vida salvaje llegase a rescatar a los dos restantes, pero más tarde leímos en la revista del barrio que sus corazoncitos de cisne se habían parado a consecuencia del miedo. Los padres cisnes flotaron durante meses, desconsolados. Tal vez fuese una proyección: como los dos cisnes son negros y progenitores, ya llevan de antemano las plumas del luto.

El día de San Valentín veo a lo lejos luces rojas y blancas que centellean en el convento y aprieto el paso con la esperanza de que las monjas vayan a celebrar una fiesta del amor o una sesión discotequera, pero en lugar de eso veo cómo se aleja la ambulancia, y al día siguiente mis miedos se confirman; el número de monjas ha disminuido de nuevo, ya solo quedan dos. Renunciar al placer erótico por la gloria de Dios parece un anacronismo en nuestra era hedonista y, debido a la fragilidad de las ancianas monjas y al tamaño desproporcionado de la casa por la que deambulan, se ha decidido que las que quedan deben mudarse. Voy a cotillear la noche en que se marchan con la esperanza de ver un camión de la mudanza, pero solo hay unas cuantas maletas de piel y un par de cajas en la parte trasera de la furgoneta del convento. Sus caras arrugadas se relajan, aliviadas, cuando el vehículo se pone en marcha.

El frío perdura hasta marzo. Ha sido un invierno duro para todos, aunque no tan terrible como en el norte, así que pienso en mis amigos y familiares que viven allí, con sus montañas de nieve sucia, e intento recordar que las camelias, los melocotoneros, los cerezos silvestres y los naranjos ya han florecido por aquí, aunque sea de noche. Huelo el intenso aroma a jazmín impregnado en mi pelo a la mañana siguiente, como solía ocurrir con el olor a tabaco y sudor después de salir de juerga, en aquella época en que era joven y podía hacer cosas así de impensables. Hay un estilo arquitectónico popularmente llamado cracker («blancucho»), aunque sin ánimo de ofender, que es todo porches y techos altos; y a mediados de marzo empiezan a hacer reformas en una de las casas de estilo cracker más antiguas de la parte centro-norte de Florida. Conservan la fachada, pero desmantelan todo lo demás. Noche tras noche veo lo que queda de la casa conforme la van desnudando a diario, hasta que una noche ha desaparecido por completo: esa mañana se había desplomado sobre un trabajador, que sobrevivió, igual que Buster Keaton, porque estaba de pie en el hueco de la ventana cuando la estructura cayó. Contemplo el socavón donde durante tanto tiempo hubo una historia humilde y anodina, una casa que observó cómo se apiñaba la ciudad, luego crecía a su alrededor, y pienso en el obrero de la construcción que salió ileso del derrumbamiento, qué debió imaginar. Creo que lo sé. Una noche, justo antes de Navidad, llegué tarde a casa después de un paseo y mi marido estaba en el lavamanos, y abrí su celular y vi lo que vi allí, una conversación que no estaba pensada para que yo la leyera, un atisbo de carne que no era la suya, y sin dejar que él supiera que había entrado en casa, hice de tripas corazón y salí de nuevo y caminé hasta que el frío me impidió seguir andando, casi hasta el amanecer, cuando el rocío bien podría haber sido hielo.

Ahora, mientras me encuentro ante la casa derrumbada, la mujer con el gran danés se desliza entre la oscuridad, y me percato de lo agresiva que se ha vuelto su palidez, tan huesuda que sus pómulos deben tocarse por dentro de la boca, con la peluca torcida de manera que deja a la vista un dedo de cráneo pelado por encima del flequillo. Si ella, a su vez, se percata del particular y oscuro punto álgido de mi desazón, no lo demuestra, sino que se limita a darme las buenas noches en voz baja y su perro me mira con una especie de compasión humana, y juntos se pierden, nobles y delicados, en la negrura.

La mayoría de los cambios no son tan drásticos como el de la casa derrumbada; por ejemplo, no me percato de cuánto ha adelgazado el chico de la galería acristalada hasta que por el sonido de sus pasos deduzco que ya no camina en la cinta sino que corre, y lo miro con atención por primera vez desde hace tiempo, mi querido amigo fofo, a quien daba por hecho, y veo una metamorfosis tan apabullante que es como si una doncella se hubiera transformado en un abedul o en un arroyo. Durante los últimos meses, ese muchacho con sobrepeso se ha convertido en un joven esbelto con unos pectorales bien marcados, que suda y sonríe ante su imagen en el espejo, y exclamo admirada en voz alta al advertir la rapidez de la juventud, los fabulosos cambios que insisten en que no todo decae antes de que podamos amarlo.

Continúo caminando, y mientras el trote del adolescente se desvanece, oigo un sonido constante y perturbador que no sé ubicar. La noche es pegajosa; apenas hace una semana que guardé la chaqueta, y tardo unos segundos en comprender, poco a poco, que el sonido proviene del primer aire acondicionado que han encendido este año. Pronto estarán todos en marcha, con el sifón encorvado como un trol bajo las ventanas, con su murmullo atonal colectivo que ahoga el canto de los pájaros nocturnos y las ranas, y el tiempo avanzará y la noche se resistirá cada vez más a caer y, en el fresco momento detenido del atardecer, la gente que anhele aire de verdad después de todo el aire frío falso y enfermizo del día saldrá al exterior y ya no tendré mis calles oscuras y peligrosas solo para mí. Hay un olor agradable a fuego de campamento en el ambiente, y se me ocurre que deben haberse incendiado los viejos pinares que rodean la ciudad, algo que ocurre una vez al año más o menos, y me pregunto por todos esos pobres pájaros arrancados del sueño y arrojados a la desorientadora oscuridad. A la mañana siguiente descubro que era algo peor, una quema controlada de hectáreas de campo en las que docenas de indigentes vivían en una ciudad de tiendas improvisadas, y me acerco hasta allí a mirar, pero no quedan más que los inmensos robles, solitarios y ennegrecidos de cintura para abajo en una llanura de carbón humeante. Cuando regreso y veo vallas de dos metros alrededor de la Bo Diddley Plaza que se han levantado esa misma noche porque van a construir algo, o eso dicen las señales, queda patente que todo forma parte de un plan de mayor envergadura, ejecutado con sofisticación. Me quedo plantada a plena luz del día, con los ojos entrecerrados, y me entran ganas de chillar, busco a alguna persona desplazada. Por favor, pienso, por favor, que aparezca mi pareja, déjame verles la cara de una vez, déjame tomarles del brazo. Quiero prepararles bocadillos y darles mantas y decirles que no pasa nada, que pueden vivir debajo de mi casa. Más tarde me alegro de no haberlos encontrado, porque reconozco que no es agradable decirles a unos seres humanos que pueden vivir debajo de tu casa.

La semana de calor resulta ser pasajera, un comienzo en falso de la estación. El tiempo vuelve a ser tan frío y húmedo que nadie más sale a la calle, y tiemblo mientras camino, hasta que me libero del frío entrando en la droguería a comprar sales de Epsom para aliviarme de la caminata. Aturde entrar en el color abrumador de la tienda, el calor feroz después de la escala de grises del frío exterior; viajar cientos de kilómetros por las aceras destartaladas, entre las escasas palmeras y los gatos negros que se cruzan en el camino, de los que huyo como de la peste, para adentrarme en esta abundancia con sus pasillos de trastos chabacanos y envoltorios inútiles y anillas de plástico que un día acabarán en la garganta de la última tortuga marina del planeta. Sin querer, empiezo a cojear, y la cojera se transforma en una especie de salto dolorido porque la música me transporta a la escuela primaria, cuando mis padres eran, por asombroso que parezca, más jóvenes que yo ahora, y aquel larguísimo verano escucharon sin parar a Paul Simon, que cantaba, acompañado de unos saltarines tambores africanos, sobre un viaje con un hijo, el trampolín humano, la ventana en el corazón, todo contenido en su «Graceland». La situación me resulta a la vez excesiva e insuficiente, de modo que salgo sin las sales porque no estoy preparada para una absolución tan sencilla como esa. No puedo.

Así pues, camino y camino y, en un momento dado, cerca de las ranas que cantan desaforadas, levanto la vista y, en medio de la oscuridad, me sobresalto: el nuevo dueño del antiguo convento ha instalado iluminación desde el suelo, no en el estético espacio vacío del cubo, sino en el ardiente roble vivo que hay delante, tan viejo y tan ancho que se extiende a lo largo de decenas de metros cuadrados. Siempre he sabido que el árbol estaba allí y mis hijos se han colgado muchas veces de sus ramas bajas, y de la corteza salían helechos y epifitas con las que me adornaba la cabeza. Pero hasta ahora el árbol nunca se había exhibido en todo su esplendor como el coloso que es, con sus ramas tan pesadas que crecen hacia el suelo, luego lo tocan y crecen hacia arriba de nuevo; de esa forma, al apoyar los codos y levantar las ramas como antebrazos, recuerda a una mujer sentada a la mesa de la cocina, con la barbilla apoyada en los puños y soñando. Me quedo perpleja ante su belleza y, mientras miro, imagino a los cisnes en su islote contemplando esa brillante chispa en la noche con su corazón de cisne conmovido por tal belleza. Me enteré que han empezado a construir otro nido, aunque no sé cómo pueden soportarlo después de todo lo que han perdido.

Confío en que mis hijos comprendan, tanto ahora como en el futuro que se materializa en la oscuridad, que todas estas horas que su madre ha estado alejándose a paso ligero de ellos no he estado ausente, que mi espíritu, hace horas, se coló de nuevo en la casa y se deslizó hasta la habitación en la que su madrugador padre ya había conciliado el sueño, a menudo antes de las ocho, y toqué a ese hombre amable a quien quiero con locura y al que en cierto modo temo tanto, lo toqué en el pulso de la sien y noté sus sueños, que tan distantes me resultan; y subí la escalera vieja que cruje y que en el rellano se divide en dos y, dirigiéndome a las habitaciones separadas de los chicos, me colé por la rendija de debajo de las dos puertas y me acurruqué en los almohadones para aspirar el aliento que mis hijos exhalaban. Cada pausa entre el final de una respiración y el principio de la siguiente es largo; pero claro, no hay nada que no esté siempre en transición. Pronto, mañana, los chicos serán hombres, luego esos hombres se marcharán de casa y mi marido y yo nos miraremos y nos encorvaremos bajo el peso de todo lo que no queríamos o no podíamos gritar, además de todas esas horas fuera caminando juntos, mi cuerpo, mi sombra y la luna. Es absolutamente cierto, aunque la verdad no ofrezca consuelo, que si miras a la luna el tiempo suficiente noche tras noche, como he hecho yo, verás que los viejos dibujos animados tenían razón, que la luna se ríe de verdad. Pero no se ríe de nosotros, pobres humanos solitarios, que somos tan pequeños y tenemos una vida tan efímera que la luna ni siquiera se percata de nuestra existencia.



en Florida, 2018












1 comentario:

santiago orellana dijo...

Entretenido.
Una vez que comencé a leer no pude dejarlo. No parece cuento...es el relato de una mujer sensible, muy real, muy creíble
Creo que es una lectura querefresca. Cuando la gente vive vertiginosamente