No sé
cómo me he convertido en una mujer que grita, y como no quiero ser una mujer
que grita, cuyos hijos pequeños caminan por la casa con la cara petrificada,
alerta, he tomado por costumbre atarme los cordones de las zapatillas de
deporte después de cenar y salir a las calles crepusculares para dar un paseo,
dejando la tarea de desvestir y asear y leer y cantar y meter en la cama a los
niños a mi marido, un hombre que no grita.
El
barrio se oscurece mientras camino y un segundo barrio se extiende como una
alfombra por encima del diurno. Tenemos pocos faroles y aquellos junto a los
que paso vuelven juguetona a mi sombra; remolonea detrás de mí, galopa hasta
mis pies, brinca delante. La única otra iluminación procede de las ventanas de
las casas que dejo atrás y de la luna, que me ordena que levante la vista,
¡levanta la vista! Gatos salvajes corren como el rayo junto a mis pies, flores
de ave del paraíso asoman entre las sombras, el aire está cargado de olores:
polvo de roble, moho del fango, alcanfor. En el norte de Florida hace frío en
enero y camino rápido para entrar en calor, pero también porque, pese a que
nuestro barrio es antiguo (inmensas casas victorianas a cuatro vientos que dan
paso a casitas adosadas de la década de 1920 conforme te alejas del núcleo y
luego a ranchos modernos de mediados del siglo XX en la periferia), tiene una
seguridad imperfecta. Hace un mes hubo una violación, una mujer de cincuenta y
tantos a la que arrastraron hacia las azaleas cuando hacía footing; y hace una semana, una jauría de pitbulls sueltos
arrollaron a una madre que llevaba a su bebé en el carrito y mordieron a los
dos, aunque no los mataron. ¡No es culpa de los perros, es culpa de sus
dueños!, gritaron los amantes de los animales en la lista de correo electrónico
del vecindario, pero esos perros eran sociópatas. Cuando construyeron los
barrios de las afueras, en los años setenta, las casas históricas del centro de
la ciudad quedaron abandonadas en manos de universitarios que calentaban latas
de judías en hornillos Bunsen apoyados en los suelos de cortes rústicos de pino
y convertían los pisos en varias pistas de baile. Cuando la dejadez y la
humedad provocaron que las casas se pudrieran y decayeran y desarrollaran
escamas oxidadas, hubo un segundo abandono, y pasaron a manos de los pobres,
los okupas. Nos mudamos aquí hace diez años porque la casa era barata y tenía
una estructura de maderos a la vista, y porque decidí que si tenía que vivir en
el sur, con sus cacahuetes hervidos y su musgo español, que cuelga igual que el
pelo del sobaco, por lo menos no me atrincheraría con mi blancura en una
comunidad cerrada como un gueto. ¿No es peligroso?, decía la gente de la edad
de nuestros padres, con una mueca, cuando les contábamos dónde vivíamos, y
tenía que hacer acopio de todas mis fuerzas para no contestar: ¿Se refiere a lo
negro o solo a lo pobre? Porque era las dos cosas.
Sin
embargo, desde entonces la clase media blanca ha infectado el barrio, y ahora
todo está inmerso en una frenética renovación. En los últimos años, la mayoría
de las personas negras se han marchado. Los homeless
aguantaron un tiempo más, porque nuestro barrio limita con la animada Bo
Diddley Plaza, donde hasta hace poco las iglesias repartían comida y Dios, y
donde el movimiento Occupy se extendió como una marea y reivindicó el derecho a
dormir allí, luego se cansó de estar sucio y se retiró, dejando atrás los restos
flotantes de los homeless en sacos de
dormir. Durante los primeros meses que pasamos en la casa, acogimos a una
pareja sin hogar a la que solo veíamos cuando se escabullía al amanecer; cuando
anochecía levantaban en silencio la celosía inferior de madera y se colaban
entre los postes que apuntalan la casa, en el espacio que queda bajo nuestra
vivienda, y allí dormían; su techo era el suelo de nuestro dormitorio, y cuando
nos levantábamos en plena noche intentábamos no hacer ruido porque nos parecía
de mala educación pisar a pocos centímetros de la cara de una persona que
soñaba.
En
mis paseos nocturnos se me revelan las vidas de los vecinos, las ventanas
encendidas son como acuarios domésticos. En ocasiones, soy testigo silenciosa
de peleas que parecen bailes lentos sin música. Es asombroso cómo vive la
gente, el desorden en que se mueve, las deliciosas ráfagas de olor a comida que
llegan hasta la calle, la decoración navideña que poco a poco se transforma en
decoración cotidiana. Durante todo el mes de enero observé un ramo de rosas
navideño en la repisa de una chimenea que fue menguando hasta que las flores
pasaron a ser capullos secos y deteriorados y el agua, una capa verde y
viscosa, con un enorme Papá Noel en un palo todavía contento y reluciente entre
los despojos. Las ventanas se suceden unas a otras, se congelan con la neblina
azul de la luz de los televisores o con una pareja inclinada sobre una pizza
para cenar, se mantienen así mientras paso, luego se pierden en el olvido.
Pienso en cómo se acumula el agua al resbalar a lo largo de un témpano de
hielo, luego se detiene para formar su henchida gota, engorda tanto que no
puede aguantar más y se precipita al suelo.
En el
barrio hay un lugar casi desprovisto de ventanas que, a pesar de todo, me
encanta, porque aloja a unas monjas. Solía haber seis, pero llegó el momento de
la deserción, como ocurre con todas las ancianas, y ahora solo quedan tres
amables hermanas que caminan por ese espacio inmenso acompañadas del chirrido
de sus cómodos zapatos de suela de goma. Un amigo nuestro, que es agente
inmobiliario, nos contó que cuando se construyó la casa, en la década de 1950,
se excavó un refugio antiaéreo en la porosa piedra caliza del patio posterior,
y durante las noches de insomnio, cuando mi cuerpo está en la cama pero mi
mente todavía vaga por las calles en la oscuridad, me gusta imaginarme a las
monjas con sus hábitos y sus velos dentro del búnker, cantando himnos y pedaleando
en una bicicleta estática para que no se apague la bombilla, mientras que en la
superficie todo ha quedado devastado y unos goznes oxidados rechinan al viento.
Como
las noches son tan frías, comparto las calles con poca gente. Hay una pareja
joven que hace footing a un ritmo
ligeramente más lento que mi andar rápido. Los sigo, escucho su diálogo sobre
planes de boda y peleas con amigos. Una vez no me di cuenta y me reí de algo
que habían dicho, y entonces volvieron la cabeza hacia mí como un par de búhos,
irritados, luego apretaron el paso y doblaron la primera esquina que
encontraron, así que los dejé desaparecer en la negrura.
Hay
una mujer alta y elegante que pasea un gran danés del color de la pelusa de la
secadora; me temo que la mujer se encuentra mal, porque camina con rigidez, le
palpita la cara como si de vez en cuando se viera electrificada por el dolor.
Algunas veces me imagino que, si me la encontrase desplomada en el suelo al
doblar una esquina, se enojaría con su perro, le daría una palmada en los
cuartos traseros y observaría cómo el animal, con su gran dignidad, la llevaba
a casa.
Hay
un chico de unos quince años, tremendamente gordo, que siempre va sin camiseta
y siempre corre en la cinta de su galería acristalada. Da igual cuántas veces
pase por delante de su ventana, allí está él, sus pasos resuenan tan fuerte que
los oigo a dos manzanas de distancia. Como tiene todas las luces de la casa
encendidas, para él no hay nada más allá que la negrura de la ventana, y me
pregunto si contempla su reflejo del mismo modo que yo lo contemplo a él, si ve
cómo con cada paso se le ondula el estómago como si fuese un estanque en el que
alguien hubiese tirado una piedra del tamaño de un puño.
Hay
una tímida mujer indigente que murmura, una recolectora de latas, que
transporta sus tintineantes bolsas en la parte trasera de la bicicleta y
utiliza los viejos bloques de cemento que hay delante de las casas más
imponentes para ayudarse a montar en el sillín; cuando me llega su olor pienso
sin querer en las acaudaladas damas sureñas vestidas con sedas oscuras que en
otros tiempos utilizaban esos apoyos para subir a sus carruajes y emitían un
hedor femenino igual de íntimo. Puede que la higiene haya cambiado con el
tiempo, pero los cuerpos humanos no.
Hay
un hombre que murmura cochinadas plantado bajo la farola en la puerta de una
tienda de ultramarinos con barrotes en las ventanas. Yo pongo cara de no me toques las narices, y de momento
no ha pasado de los murmullos, pero una parte de mí está más que preparada y
quiere sacar todo lo que se está fraguando.
Algunas
veces creo ver a la sigilosa pareja que vivía debajo de nuestra casa, la
particular muestra de afecto de él, la mano en la espalda de ella, pero cuando
me acerco, no es más que un papayo inclinado sobre un cubo para recoger agua de
lluvia o dos chicos fumando entre los arbustos, que se muestran recelosos al
verme pasar. Y
luego está el psicólogo que noche tras noche se sienta al escritorio en el
estudio de su casa victoriana, que parece un galeón medio podrido. Uno de sus
pacientes lo sorprendió en la cama con su esposa. Resultó que el paciente
llevaba una pistola cargada en el auto. La mujer infiel murió en pleno coito y
el psicólogo sobrevivió, pero todavía lleva la bala encastrada en la cadera, lo
cual le hace cojear cada vez que se levanta para servirse más whisky. Corren
rumores de que visita al asesino cornudo en la cárcel todas las semanas, aunque
no está claro si su motivación es la bondad o las ganas de jactarse, pero
bueno, en el fondo hay pocas motivaciones que sean totalmente puras. Mi marido
y yo acabábamos de mudarnos cuando se produjo el asesinato; estábamos rascando
la pintura mohosa de las molduras de roble del comedor cuando los disparos
salpicaron el aire, pero por supuesto, pensamos que eran fuegos artificiales
que habían encendido los chiquillos que vivían a unas casas de distancia.
Mientras
camino veo desconocidos, pero también personas a las que conozco. Levanto la
vista a principios de febrero y me encuentro con la estampa de una buena amiga
con unas mallas de color rosa apoyada en la ventana, haciendo estiramientos,
pero entonces tengo un momento de lucidez y caigo en la cuenta de que no hace
ejercicio, sino que está secándose las piernas, y las mallas son en realidad su
cuerpo, rosado por la ducha caliente. A pesar de que fui a verla al hospital
cuando nacieron sus dos hijos, acuné a sus recién nacidos en mis brazos cuando
todavía olían a ella y vi el corte vivo de la cesárea, hasta que la observo
secándose no comprendo que es un ser sexual, y entonces la siguiente vez que
hablamos no puedo evitar sonrojarme e imaginar escenas en las que aparece en
posturas sexuales extremas. No obstante, por norma general, lo que veo son
fogonazos de madres a las que conozco, inclinadas como el bastón de una
pastora, buscando por el suelo piezas de Lego perdidas o uvas medio masticadas
o a las personas que eran antaño, acurrucadas en un rincón.
No
puedo más, no puedo más, le grito a mi marido algunas noches cuando vuelvo a
casa, y entonces me mira, asustado, ese hombre amable y gigantesco, y se sienta
en la cama dejando a un lado el computador y dice, con cariño: Creo que todavía
no te has desahogado paseando, amor mío, no te haría mal dar otra vuelta. Y
salgo de nuevo, furiosa, porque las calles se tornan más peligrosas conforme
avanza la noche, y me irrita que se atreva a proponerme que corra semejante
riesgo, cuando he demostrado que soy vulnerable; pero claro, es posible que en
esas circunstancias mi cálida casa también se haya vuelto más peligrosa.
Durante el día, mientras mis hijos están en el colegio, no puedo evitar leer
sobre los desastres del mundo, los glaciares que perecen como seres vivos, el
enorme remolino de basura del Pacífico, los cientos de muertes de especies sin
registrar, los milenios borrados de un plumazo como si no valiesen nada. Leo y
lloro desconsolada esas pérdidas, como si al leer pudiera saciar de algún modo
el hambre de dolor, en lugar de conseguir lo que consigo, todo lo contrario,
aumentarla.
Por
norma general, ya no me importa mucho por dónde paseo, aunque todas las noches
intento pasar por el Duck Pond cuando
las luces de Navidad, olvidadas desde hace semanas, se apagan y emerge el
estanque, con las ranas que entonan su canción sincopada. Nuestro par de cisnes
negros voznaban a las ranas con su voz de instrumento de viento desafinado a
fin de acallarlas, pero, al verse superadas en número, las aves no tardaban en
rendirse y subirse al islote del centro del estanque para entrelazar sus
cuellos y ponerse a dormir. Los cisnes tuvieron cuatro crías la primavera
pasada, dulces polluelos algodonados y cantarines que hacían las delicias de
mis hijos pequeños, quienes les echaban comida para perros todos los días,
hasta que una mañana, mientras los cisnes adultos estaban distraídos por la
comida que les dábamos, una de las crías soltó un pío ahogado, inclinó la
cabeza y luego se hundió; resurgió otra vez en la orilla opuesta del estanque,
bajo las garras de una nutria que se lo comió a mordisquitos, mientras flotaba
serenamente boca arriba. La nutria se merendó otro polluelo antes de que el
servicio de protección de vida salvaje llegase a rescatar a los dos restantes,
pero más tarde leímos en la revista del barrio que sus corazoncitos de cisne se
habían parado a consecuencia del miedo. Los padres cisnes flotaron durante
meses, desconsolados. Tal vez fuese una proyección: como los dos cisnes son
negros y progenitores, ya llevan de antemano las plumas del luto.
El día de San Valentín veo a lo lejos luces rojas y blancas que centellean en el convento y aprieto el paso con la esperanza de que las monjas vayan a celebrar una fiesta del amor o una sesión discotequera, pero en lugar de eso veo cómo se aleja la ambulancia, y al día siguiente mis miedos se confirman; el número de monjas ha disminuido de nuevo, ya solo quedan dos. Renunciar al placer erótico por la gloria de Dios parece un anacronismo en nuestra era hedonista y, debido a la fragilidad de las ancianas monjas y al tamaño desproporcionado de la casa por la que deambulan, se ha decidido que las que quedan deben mudarse. Voy a cotillear la noche en que se marchan con la esperanza de ver un camión de la mudanza, pero solo hay unas cuantas maletas de piel y un par de cajas en la parte trasera de la furgoneta del convento. Sus caras arrugadas se relajan, aliviadas, cuando el vehículo se pone en marcha.
en Florida, 2018
1 comentario:
Entretenido.
Una vez que comencé a leer no pude dejarlo. No parece cuento...es el relato de una mujer sensible, muy real, muy creíble
Creo que es una lectura querefresca. Cuando la gente vive vertiginosamente
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