(1928-2021)
Humberto Maturana R. revolucionó el mundo de la ciencia con su teoría biológica del conocimiento, que afirma, entre muchas cosas, que no se puede hacer referencia a una realidad independiente del hombre.
Su laboratorio en la Facultad de Ciencias de la Universidad de Chile queda a trasmano. Y para entrar en él hay que tocar una campana. El mismo abre la puerta. Y es un mundo distinto el que hay tras la puerta de madera. Un pizarrón rayado con signos ininteligibles, muchos libros, armarios antiguos. Humberto Maturana conversa con un colega. Parece otro idioma. Imposible entender de qué hablan con tanto entusiasmo. Es canoso, ruliento, de andar armonioso y cuerpo menudo. Su mirada es algo inquieta. Viva. Comienza una frase, se silencia un momento, y de pronto le comienzan a brillar los ojos y cuenta algo increíble. Una historia mágica, que parece que recién hubiera inventado. Y sus manos se mueven, los ojos de niño miran desafiantes y sus palabras, precisas y moduladas, transportan a una realidad insólita. Es mágico Humberto Maturana, con esa pinta de genio loco, de sabio griego, de niño grande. Pero lo es sin querer serlo. Muy natural, muy cálido, muy acogedor es este biólogo-genio, destacadísimo conocido en todo el mundo por sus teorías.
Nació en 1928. Sus padres se separaron cuando era muy pequeño. Dice que era un niño común y corriente. Pero no era tan así la cosa. Era anteojudo y le decían «guatón». Y se arrancaba todos los días del colegio. Se iba derecho para la casa. «La mamá me mandaba de nuevo al colegio al día siguiente. Y yo me volvía a arrancar. Es que estaba mejor en mi casa… Era un niño pícaro y no de muchos amigos. Con esto de irme del colegio aprendí a leer a los nueve años", dice, y de inmediato agrega que "a los once años ya tenía ciertas preocupaciones fundamentales. El lenguaje me interesaba. Me fascinaba la idea de que uno pudiera usar el lenguaje para maldecir o bendecir. Que en la brujería se hiciesen sortilegios y encantamientos con palabras... Que el nombre de Dios fuese secreto según la tradición judía o, en general, que se pensase en algunas culturas que el conocimiento del nombre íntimo de otro le diese a uno poder sobre él o ella".
«Pensé que moriría»
Lo de los nombres le siguió dando vueltas. Varias veces en su vida se ha cambiado de nombre. Un día decidió que se iba a llamar Sasha y no Humberto. Y que iba a usar su apellido materno, Romecín, en vez del paterno, porque no había vivido mucho con su padre. «Llegué al colegio un día y dije 'no me voy a llamar más Humberto Maturana, sino que Sasha Romecín'. Y eso debe haber sido muy serio, porque meses atrás me encontré con un antiguo compañero y me gritó: 'Sasha Romecín cómo te va?…'. La verdad es que si no me decían Sasha no contestaba ni a los profesores». Pero se cambió nombre una vez más. Tubalcaín se puso. «No me atreví a ponerme Caín. Lo que pasa es que estuve leyendo sobre Caín y encontré a Jehová completamente injusto. Y pensé que él lo había provocado para que matara a Abel con su rechazo. Él le había provocado la envidia. Era Jehová el responsable de la muerte de Abel. Y para reivindicar a Caín me puse Tubalcaín, que es el nombre de un hijo de Caín. Tenía como 17 años».
Después llegó a la universidad y no pudo evitar llamarse Humberto Maturana. El año 48 entró a estudiar medicina a los tres meses lo tuvieron que hospitalizar Y ahí volvió a cambiarse el nombre. «Quería ponerme un nombre que no tuviera nada que ver conmigo, porque no era yo el enfermo. Era otro señor. Y me puse Irigoitía. Y no hace mucho fui al Hospital Salvador y me encontré con uno de los asistentes que me cuidaron en esa época y me dijo: 'Señor Irigoitía, qué gusto de verlo…'».
Estuvo bastante grave. Lo único que le preocupaba era su madre, que sufría mucho por él. Pensó que iba a morir. «Recuerdo que tenía una pieza solo. Tal vez me la dieron porque yo había sido estudiante de medicina. Esto era en el pabellón de los tuberculosos. Y un día se murió un enfermo de una pieza cercana y lo sacaron en una camilla. Lo dejaron detenido frente a mi puerta que estaba abierta. Yo lo miraba. Y escribí un poema», dice, y, con la mirada fija y brillante, comienza a recitar la primera estrofa:
«Qué es la muerte para el que la mira / qué es la muerte para el que la siente / pesadez ignota, incomprensible dolor que el egoísmo trae / para éste / silencio, paz y nada para ése. / Sin embargo el uno siente que su orgullo se rebela, / que su mente no soporta, / que tras la muerte nada quede, / que tras la muerte esté la muerte. /El otro, en su paz, en su silencio, / en su majestad inconsciente siente / Nada siente / Nada sabe / Porque la muerte es la muerte / Y tras la muerte está la vida / Que sin la muerte sólo es muerte».
¿Magia?
Comenzó a mejorar. Y lo trasladaron al sanatorio de Putaendo. Otro año de reposo absoluto. Leía a escondidas. Dos libros en especial: “Así habló Zaratustra”, de Nietzsche, y “Evolución, una síntesis moderna”, de Julián Huxley. Se instalaba en el extremo del pabellón de reposo que era abierto. Desde allí contempló todo el ciclo de cultivo de un campo de trigo, desde la preparación de la tierra a través del crecimiento, la cosecha y la nueva preparación de la tierra, mientras ojeaba sus libros clandestinos.
¿Y en toda la adolescencia tan especial nunca se enamoró?
Sí, claro. Me enamoré profundamente de mi profesota jefa. Me encantaba, la encontraba muy linda. Además era muy buena amiga mía. Yo debo haber sido lo más impertinente del mundo. Andaba detrás de ella en cualquier circunstancia. Me las arreglaba para ir a su casa a verla los días domingo. Sabía dónde vivía y la iba a ver. A veces ella no estaba y me quedaba conversando con su mamá a quien ayudaba a coser, pegando botones, haciendo bastas... Hace poco yo estaba entrando a un banco y alguien me tomó por detrás diciendo: «Humberto Maturana». Di vueltas y era ella. La abracé como quien puede por fin abrazar a alguien que ha querido abrazar siempre.
Después se casó y tuvo un hijo.
Sí. Me casé cuando estaba en primer año de medicina. Tres años después nos fuimos a Inglaterra, y luego a Estados Unidos donde estudié biología. Nacieron dos niños. Estuvimos juntos 20 años. Y después nos separamos. Ahora Beatriz es mi mujer (dice y la mira. Porque mientras conversamos, Beatriz apareció silenciosa y se sentó a escuchar. Es simpática Beatriz).
Después de convertirse en doctor en Biología en Harvard, volvió a Chile para ser ayudante en la Escuela de Medicina. Según cuentan, sus clases eran bien sui generis…
Mis clases eran bastante locas, parece. Yo había convencido al profesor de la cátedra de que me dejase dictar un ciclo de seis clases sobre la organización de los seres vivos y el origen de la vida. Y para eso, hacía de todo. Así, una vez llevé una culebra en el bolsillo, para mostrar cómo el desplazamiento de la culebra dependía del terreno. Hablando del vuelo de las aves, me hice toda una colección de pajaritos de papel que yo hacía volar subido al escritorio del profesor. Un día él me vio tirando estos pajaritos de papel y se quejó… En otra ocasión yo estaba hablando sobre la predictibilidad de los fenómenos biológicos a partir de su regularidad. Tenía un anfiteatro lleno. Entonces, de pronto, meto la mano en el bolsillo y digo: «Aquí tengo un huevo para mi almuerzo. ¿Qué espera uno que salga de un huevo?» «¡Un pollo!», gritan todos. Y en eso el huevo se me cae y sale de él un pequeño ratón.
¿Y cómo salió un ratón?
Yo lo había metido dentro. El ratón corrió de un lado para otro, yo lo perseguía… Yo hacía teatro en mis clases. Pero al mismo tiempo era terrible, porque aunque cada año hacía sólo cinco o seis clases no quería repetirme y tenía que inventar algo nuevo. Tuve tanta fama de profesor entretenido que venía mucha gente sólo a ver mi clase. La última clase que hice en medicina, en el año 69, tenía un anfiteatro lleno. Se sabía que era la última clase y hasta el decano asistió a ella.
Usted es un hombre de éxito, honestamente, ¿le gusta la fama?
Honestamente, sí y no. Hasta cierto punto es rico. Porque hay ciertas cosas que se hacen accesibles. Por ejemplo, viajar. Yo he viajado mucho sin pagar nada de mi bolsillo. Al mismo tiempo, yo no me creo la fama. Y es porque yo sé lo que sé. Conozco el valor de lo que hago. Sé que lo que hago lo hago bien. Pero no todo el mundo entiende lo que yo hago. Y la fama es como la moda, es un entusiasmo pasajero que las personas tienen por algo en un momento determinado en función de su propia fantasía. La fama es transitoria. Es algo que la gente regala desde el entusiasmo y que se desvanece con el entusiasmo que le dio origen. Yo creo que lo que yo he hecho, sin embargo, perdurará más que la fama que yo tendré.
La responsabilidad
El hecho de saber más sobre el hombre y el mundo, ¿le hace más fácil la vida diaria?
Mucho más fácil. Pero no tanto por los conocimientos específicos que yo pueda haber adquirido, sino porque me di cuenta de que no puedo pretender ser dueño de la verdad. Los distintos conocimientos se validan de distinta manera. Yo he mostrado que todas las ideologías, teorías y religiones parten de premisas que son aceptadas a priori por el que las sostiene desde sus preferencias, no porque sean necesarias. Si sabes esto no puedes sentirse dueño de la verdad, te liberas de las exigencias y descubres que no tienes nada que exigirle al otro ni a ti mismo. Tampoco entras al caos, porque la vida no es caótica, y descubres que la armonía del vivir se hace en la convivencia, en la aceptación del otro.
¿Somos responsables de lo que somos?
En el espacio de la reflexión somos siempre responsables de nuestras acciones, porque siempre tenemos la posibilidad de darnos cuenta de lo que hacemos. Además, el cómo somos es siempre el presente de nuestra historia. Somos como hemos vivido. Cuando reflexionamos y nos damos cuenta de las consecuencias de nuestras acciones, somos responsables de ellas. Más aún, las cosas no pasan sin que tengan que ver con nosotros. Si tú me preguntas si los 16 años de gobierno militar en Chile han tenido que ver conmigo, si he participado o no, yo digo que sí. Ciertamente. Las cosas que han pasado en Chile son también mi responsabilidad. Yo he pagado impuestos, y he respetado el toque de queda. Soy indirectamente partícipe de todo. Todos los chilenos en Chile hemos contribuido a que Chile haya sido durante estos 16 años como ha sido. Y contribuiremos a que sea otra cosa, si queremos que sea otra cosa.
Jesús, un gran biólogo
¿Cree en Dios?
No.
¿Cree que el hombre es un ser trascendente?
No. No tiene alma como una entidad independiente. Pero existe el alma humana —dice, y pone cara de misterio—. Yo te voy a explicar. Pienso que los seres vivos son sistemas que tienen sus características como resultado de su organización y estructura, de cómo están hechos, y para que existan no se necesita de nada más. Pero al mismo tiempo los seres vivos tienen dos dimensiones de existencia. Una es su fisiología, su anatomía, su estructura. La otra, sus relaciones con otros, su existencia como totalidad. Lo que nos constituye como seres humanos es nuestro modo particular de ser en este dominio relacional donde se configura nuestro ser en el conversar, en el entrelazamiento del «lenguajear» y emocionar. Lo que vivimos lo traemos a la mano y configuramos en el conversar, y es en el conversar donde somos humanos. Como entes biológicos existimos en la biología donde sólo se da el vivir. La angustia y el sufrimiento humanos pertenecen al espacio de las relaciones. Todo lo espiritual, lo místico, los valores, la fama, la filosofía, la historia, pertenecen al ámbito de las relaciones en lo humano que es nuestro vivir en conversaciones. En el conversar construimos nuestra realidad con el otro. No es una cosa abstracta. El conversar es un modo particular de vivir juntos en coordinaciones del hacer y el emocionar. Por eso el conversar es constructor de realidades. Al operar en el lenguaje cambia nuestra fisiología. Por eso nos podemos herir o acariciar con las palabras. En este espacio relacional uno puede vivir en la exigencia o en la armonía con los otros. O se vive en el bienestar estético de una convivencia armónica, o en el sufrimiento de la exigencia negadora continua. Yo creo que Jesús era un gran biólogo. El hacía referencia a esta armonía fundamental del vivir sin exigencia, por ejemplo, cuando al hablar a través de las metáforas decía: «mirad las aves del campo, ni cultivan ni trabajan ni se esfuerzan y se alimentan mejor que los humanos» y sin angustias su existencia es armónica en la vida y la muerte. O cuando hablaba de las flores. O cuando decía que palabra entrar en el reino de Dios uno tenía que ser como los niños, y vivir sin la exigencia de la apariencia en la inocencia del presente, en el estar allí en armonía con las circunstancias. Decir todo eso es comprender la biología del ser espiritual.
¿Cómo explicaría en términos cercanos, cotidianos, su teoría del conocimiento?
Podemos evocar la teoría biológica del conocimiento con algo cotidiano. Todos los seres humanos tenemos dos tipos de experiencias fundamentales. La mentira y el error. Todos sabemos cuándo mentimos, pero no cuándo nos equivocamos. Porque el error es siempre a posteriori. Lo mismo pasa con las ilusiones, como cuando uno va caminando en la calle y saluda a alguien que creyó conocer, y luego se da cuenta de que no era la persona conocida. Ahí está lo central, uno se da cuenta del error después, atendiendo a otras dimensiones distintas de aquélla desde la cual reconoció a la persona y vivió la experiencia, buena o mala, de encontrarse con ella. Esas experiencias constituyen el fundamento del darse cuenta de que uno no puede hacer referencia a una realidad independiente de uno. Yo no puedo distinguir en la experiencia entre ilusión y percepción porque tal distinción es a posteriori. Sí podemos ponernos de acuerdo. Y todos sabemos cotidianamente que el mundo en el que vivimos es un mundo de acuerdos de acciones. Y que cada vez que el otro no sabe algo, uno se lo puede enseñar, generando un acuerdo de acciones. El problema no está en la convivencia, en los acuerdos, ni en el darse cuenta de que no podemos hacer referencias a una realidad independiente. El problema está en la creencia de que podemos hacer esa referencia; en el apego a ella a través de creer que uno puede dominar a los otros reclamando para sí el privilegio de saber cómo son las cosas en sí. Y esto, que es el fundamento de la teoría que explica la biología del conocer, es accesible para cualquier persona.
¿Por qué sentimos angustia?
La angustia está relacionada con las expectativas y se suprime eliminando las exigencias. No es fácil, pero toda la prédica de Jesús es una invitación a acabar con la angustia a través del desapego. Cuando dice que hay que ser como los niños para entrar al reino de Dios hace referencia al desapego. ¿Qué es el reino de Dios'? Un mundo sin angustias, porque es sin expectativas, sin apariencias, sin pretender ser lo que no se es. Y está en la armonía de vivir en el presente y no con la atención puesta en el resultado del hacer aunque se trate de un hacer con el propósito de obtener un resultado.
¿Y usted es un hombre sin angustias?
Yo creo que sí. Salvo cuando tengo problemas económicos. Fuera de eso, no tengo angustias dice riendo.
¿Usted sabe cómo es Humberto Maturana Romecín?
Mira, no sé cómo soy. Me doy cuenta cómo estoy siendo. Tengo ciertos valores... ni siquiera sé si tengo ciertos valores. Los tenía antes, cuando niño tenía valores. La honestidad, el honor. Ya no los tengo como valores. No me preocupan. Ya no tengo que tratar de ser honesto. Soy honesto, no más. No me gusta mentir porque violo un acuerdo fundamental con el otro. Y sin embargo a veces miento. Y no justifico mi mentira. La escojo. Por ejemplo, a veces voy a ver a un amigo al mediodía y me pregunta si he comido. Y digo que sí, aunque no he comido nada. Es mentira, pero no puedo llegar y decirle "No te preocupes, no importa que me quede sin comer. Porque en ese momento se crea otro espacio del que no me quiero hacer cargo. Cuando era chico llegaba a cualquier parte y me daban de comer. Pero ahora no. Ya no puedes llegar de visita a un lugar sin anunciarte y aceptar que te den de comer porque te comes la comida del día de tus amigos.
¿Qué es la felicidad?
Supongo que el no tener aspiraciones ni deseos. Vivir la vida en la armonía de sus circunstancias. Eso no quiere decir vivir flotando en el desorden o el caos. Uno hace lo que hace porque quiere hacerlo, y si no resulta, hace otra cosa.
Suena como una vida desapasionada
Desapasionada en el sufrimiento, la felicidad no es estar en el jolgorio. Por ejemplo, hace quince días la Fundación Andes nos llamó para decirnos que un cierto proyecto que habíamos presentado había sido aprobado. Hoy recibimos una carta que dice que no está aprobado. Lo que proponemos en el proyecto es importante para nosotros. Tiene que ver con los computadores de la décima generación. Los estamos diseñando, y no quiero que lo diseñen los japoneses. Soy patriota. Este es un aparato que eventualmente puede aprender a vivir en consenso como un ser vivo. Puede llegar a interactuar en el lenguaje. Es importante operacional y conceptualmente. Yo podría sufrir por la negativa de la fundación. Pero no. Mi actitud ha sido: si es así, estupendo, y si no lo es estupendo también. La gente cree que la felicidad está en que todas las cosas que uno hace le resulten bien. No es cierto eso. La mayor parte de las cosas que uno hace anda más o menos. Algunas resultan bien y otras mal. La infelicidad es el apego a que resulten bien. Como la mayor parte de las cosas que uno hace no resultan tan bien, cuando resultan bien uno se entusiasma, se ciega en la celebración y no ve los errores que comienzan a cometer. Así, uno anda por la vida de salto en salto, de la angustia a la felicidad y viceversa. Yo no ando así, por lo menos. Yo soy alegre justamente por eso.
Pero me imagino que igual a veces sufre…
Sí, sufro a veces. Pero no tanto... —Dijo con su voz segura. Serena. Sabia, a fin de cuentas.
en Caras, nº 40, 31 de octubre 1989
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