El corredor tomó la curva lentamente, mirando cómo
se juntaban los patos cerca del puente peatonal donde había una niña
esparciendo migas. El camino seguía más o menos la orilla del estanque,
serpenteando entre hileras de árboles. El corredor escuchó su propia
respiración regular. Era joven y le constaba que podía esforzarse más, pero no
quería echar a perder la sensación de esfuerzo fácil en la luz agonizante, con
el sudor continuo drenando todas las voces y los ruidos del día.
El tráfico le pasaba rozando. La niña tomaba trozos
de pan de la mano de su padre y los lanzaba por encima de la barandilla,
dejando luego la mano abierta como quien indica cinco. El corredor pasó el
puente con facilidad. Había dos mujeres treinta metros más adelante, andando
por el camino que salía a la calle. Una paloma cruzó con pasos rápidos la
hierba cuando el corredor se acercó, escorándose para tomar la curva. El sol
estaba en los árboles de más allá de la autopista.
Había hecho una cuarta parte del camino de bajada
por el lado oeste del estanque cuando un auto se salió de la carretera, dando
botes por la pradera en cuesta. Se levantó una brisa y el corredor alzó los
brazos para recibirla, sintiendo el aire deslizársele en la camiseta. Un hombre
salió del auto, moviéndose deprisa. El corredor pasó por delante de una pareja
de ancianos en un banco. Estaban juntando secciones del periódico, preparándose
para marchar. Lisimaquias moradas iniciaban su floración a lo largo de la
cercana orilla. Pensó que daría otras cuatro vueltas, acercándose al límite de
su resistencia. Había una perturbación ahí detrás, sobre su hombro derecho, un
salto a otro nivel. Miró hacia atrás sin dejar de correr, vio que los dos
ancianos se levantaban del banco sin darse cuenta de nada, y luego el auto
encima de la hierba, fuera de lugar, y una mujer de pie sobre una manta mirando
hacia el auto, con las manos levantadas, enmarcándole el rostro. Volvió a mirar
hacia delante y pasó en su carrera junto al cartel avisador de que el parque
cierra al ponerse el sol, aunque no había puertas, no había modo eficaz de
impedir la entrada de la gente. El cierre era estrictamente mental.
Era un auto viejo y abollado, con el guardabarros
trasero del lado derecho pintado de color cobre inoxidable, y el corredor oyó
una ráfaga de explosiones procedentes del tubo de escape, cuando se alejaba.
Bordeó el extremo sur, observando a dos muchachos en
bicicleta para ver si algo en sus rostros le daba una pista de lo que estaba
ocurriendo. Pasaron junto a él, uno por cada lado, y del casco de uno de ellos
se desprendía música. Vio a la niña y su padre al final del puente peatonal.
Una línea de luz rasante pasó por encima del agua. Vio que la mujer de la
ladera estaba ahora mirando en otra dirección, hacia la calle arbolada, y había
tres o cuatro personas mirando en la misma dirección, otras con perros, solo
paseando. Vio la afluencia de autos por los carriles de dirección norte.
La mujer era una figura corta y ancha clavada a la
manta. Se volvió hacia unas personas que se le acercaban y se puso a llamarlas
a gritos, sin comprender que ya sabían que estaba en apuros. Ahora se hallaban
en torno a la manta y el corredor las vio hacer gestos de calma. La voz de la
mujer era áspera y recia, con el tartamudeo falto de aire del habla dificultosa.
No entendió lo que decía.
Al pie de una suave elevación el camino estaba
blando y húmedo. El padre miraba hacia la pendiente, una mano por delante, con
la palma hacia arriba, y la niña elegía pedazos de pan y se acercaba a la
barandilla. Se le ponía cara de ansiedad ante la expectativa. El corredor se
acercaba al puente. Una de las personas de alrededor de la manta bajó por el
camino y echó a correr hacia la escalera que subía a la calle. Llevaba la mano
metida en el bolsillo, para impedir que algo se le cayera. La niña quería que
su padre la mirase arrojar las migas de pan.
Diez zancadas después del puente el corredor vio que
una mujer venía hacia él en ángulo. Llevaba la cabeza inclinada, al modo
esperanzado de un turista que va a preguntar por dónde se va a algún sitio. El
corredor se detuvo, pero no por completo, girando poco a poco para que ambos
siguieran de frente mientras él se movía lentamente hacia atrás por el camino,
con las piernas subiendo y bajando como a la carrera.
Ella dijo afablemente:
—¿Has visto lo que ha pasado?
—No. Solo el auto, la verdad. Dos segundos.
—Yo vi al hombre.
—¿Qué pasó?
—Salía con una amiga que vive justo en la acera de enfrente. Oímos el auto al subirse a la acera. Rebotando más o menos sobre la hierba. El padre se baja y agarra al niño. Nadie tuvo tiempo de reaccionar. Se meten en el auto y desaparecen de inmediato. Yo solo dije «¡Evelyn!», y mi amiga salió corriendo a llamar por teléfono.
Él corría ahora sin moverse del sitio y ella se
acercó, una mujer de mediana edad que sonreía sin darse cuenta.
—Te he reconocido, porque te vi en el ascensor
—dijo.
—¿Cómo sabes que era el padre?
—Pasa a cada rato, ¿no? Tienen hijos sin estar preparados. No saben en la que se embarcan. Es un problema detrás de otro. Luego se separan, o el padre se mete en líos con la policía. ¿No estamos viéndolo a cada momento? Está sin trabajo, se droga. Un buen día llega a la conclusión de que tiene derecho a ver a su hijo con más frecuencia. Quiere compartir la custodia. Se pasa días dándole vueltas. Al final se presenta en la casa y discuten y él rompe unos muebles. La madre consigue una orden judicial. El padre tiene que mantenerse alejado de la criatura.
Miraron hacia la ladera, donde la mujer seguía de
pie sobre la manta, gesticulando. Otra mujer sostenía parte de sus cosas, un
jersey, una bolsa grande de tela. Un perro echó a correr a saltos hacia las gaviotas
de cerca del camino y estas levantaron el vuelo y se volvieron a posar en otro
sitio.
—Mira lo gorda que está. Lo vemos cada vez más. Chicas
jóvenes. No pueden evitarlo. Tienen esa predisposición. ¿Cuánto tiempo llevas
en el edificio?
—Cuatro meses.
—Hay casos en que llegan y se agarran a tiros. La pareja de hecho. No puedes alejar a uno de los progenitores y esperar que todo vaya bien. Bastante difícil es ya educar a una criatura sin disponer de los recursos necesarios.
—Pero no puedes estar segura, ¿verdad?
—Los vi a los dos, y vi al niño.
—¿Dijo ella algo?
—No tuvo oportunidad. El tipo agarró al niño y se metió con él en el auto. Ella tuvo que quedarse completamente helada.
—¿Iba alguien más en el auto?
—No. Sentó al niño y se marcharon. Lo vi todo. Quería la custodia compartida y la madre se la negaba.
Insistía en ello, guiñando los ojos ante la luz, y
el corredor recordó haberla visto una vez en la lavandería, plegando ropa con
la misma expresión de deslumbramiento.
—De acuerdo, estamos ante una mujer en un estado de
terrible angustia —dijo—. Pero no veo por qué tiene que ser una pareja de
hecho, ni por qué tienen que estar separados, ni por qué tiene que haber una
orden judicial por medio.
—¿Qué edad tienes? —le preguntó ella.
—Veintitrés años.
—Entonces no puedes saberlo.
Le sorprendió la acritud de su voz. Siguió corriendo
sin moverse del sitio, inexperto y chorreando, sintiendo que del pecho le subía
calor. Un auto de policía se subió a la acera y los de alrededor de la manta se
volvieron a mirar. A la mujer estuvo a punto de darle un colapso cuando el
policía salió del auto. Se encaminó hacia el grupo con paso de experto. La
mujer dio la impresión de querer derrumbarse, hundirse en la manta y
desaparecer. Un sonido emanó de ella, una desolación, y todos se le acercaron
un poco, con las manos abiertas.
El corredor aprovechó el momento para cortar la
conversación. Volvió a sus vueltas, tratando de recuperar el concierto entre
zancada y respiración. Un tren de mantenimiento pasó por detrás de los árboles
del otro lado del estanque, rebuznando en tono grave. El corredor tomó la
amplia curva del extremo sur, sintiéndose incómodo. Vio a la niña yendo en pos
de su padre por un camino estrecho que conducía a una salida. Vio mucho más
allá, a la izquierda, un segundo auto de policía en la pradera. El grupo estaba
disgregándose. El corredor pasó por el puente, tratando de localizar con la
vista a la mujer con quien había hablado antes. Los patos asaltaban en filas
bamboleantes las migas dispersas.
Dos vueltas más y podía darlo por terminado.
Corrió más deprisa, trabajando aún la cadencia. El
primer auto de policía se llevó a la mujer. El corredor vio que el extremo
alejado estaba ya vacío, deslizándose hacia la sombra. Tomó la curva, sabiendo
que había hecho mal en cortar la conversación de un modo tan brusco, aunque la
mujer se hubiera dirigido a él con una voz tan agria. Un cono de tráfico sobresalía
del agua en la parte menos profunda. El corredor se acercaba al puente.
Cuando ya llevaba varias zancadas de la última
vuelta viró hacia la ladera, aflojando el ritmo poco a poco, hasta quedar al
paso. Un policía estaba apoyado en la puerta de la patrulla, hablando con el
último testigo, un hombre que se hallaba de espaldas al corredor. Los autos
pasaban deprisa, algunos con las luces encendidas. El policía levantó la vista
de su cuaderno de notas cuando el corredor se acercó.
—Perdone la interrupción, agente. Me gustaría saber
qué dijo esa señora. ¿Era su marido, alguien conocido, el que se llevó al niño?
—¿Qué vio usted?
—Solo el coche. Azul, con un guardabarros de otro color. Cuatro puertas. No vi la matrícula ni me fijé en la marca. Vi momentáneamente al hombre, que andaba como encorvado.
El policía volvió a sus notas.
—Era un extraño —dijo—. Es todo lo que ha podido
decirnos.
El otro hombre, el testigo, se había vuelto a
medias, y ahora los tres formaban un círculo abierto, incómodamente atrapados,
sin mirarse a los ojos. El corredor tuvo la impresión de haberse metido en una
rivalidad de dimensiones delicadas. Con una inclinación de cabeza no dirigida a
nadie en concreto, reanudó su camino. Se puso a correr de nuevo, pasando a una
especie de trote rápido, batiendo los codos. Unas cuantas gaviotas agrupadas
permanecían inmóviles sobre el agua.
El corredor se acercaba al final de su recorrido.
Tras detenerse, se dobló profundamente hacia delante, con las manos en las
caderas. Transcurrido un momento echó a andar a lo largo del camino. La
patrulla se había marchado y se veían marcas de neumáticos en la hierba, tres
grupos de curvas con rebordes de tierra espesa. Desembocó en la calle y caminó
por el paso elevado en dirección a una hilera de escaparates iluminados. Nunca
debería haberla rebatido, por muy rebuscada e inflexible que fuera su versión.
Su única intención era protegerlos a ambos, a sí misma y a él. ¿Qué será mejor
creer: que un padre se apodera de su propio hijo o que se lo lleva alguien
venido de no se sabe dónde, de un espacio de pesadilla? La buscó por los bancos
de delante del edificio, donde solía sentarse la gente en las tardes cálidas.
Lo que intentó ella fue extender el suceso en el tiempo, hacerlo reconocible.
¿Será mejor creer en una forma cualquiera, un hombre más allá de la
imaginación? La vio sentada bajo un cornejo en la zona situada a la derecha del
portal.
—Te he estado buscando por allí —le dijo.
—No se me quita de la cabeza.
—Hablé con un policía.
—Porque eso de haberlo visto con mis propios ojos, no logro asimilarlo. Fue algo tan desconcertante. Ver al niño en manos de aquel hombre. Creo que fue más violento que si hubiera habido tiros. Y la pobre mujer, mirando. ¿Cómo podía habérselo esperado? Me sentí tan débil, tan rara. Te vi venir y pensé: «Tengo que hablar con alguien». Pero comprendo que me pasé de rosca.
—Estuviste muy comedida, totalmente.
—Llevo un rato aquí sentada, pensando que no hay duda en cuanto a los elementos. El auto, el hombre, la madre, el niño. Esas son las partes. Pero ¿cómo encajan las partes? Porque ahora que he tenido tiempo para pensar, no hay explicación. Un agujero en el aire. Sin sentido alguno. Hay una posibilidad entre mil de que consiga dormir esta noche. Ha sido demasiado espantoso, una enormidad.
—La madre identificó al hombre. Era sin duda alguna el padre. Le dio todos los detalles a la policía. Lo habías acertado casi todo.
La mujer lo miró con cautela. Le vino una súbita
sensación de sí mismo, basto y jadeante, al estilo personaje de cómic, con sus
pantalones cortos de color naranja y una camiseta rota y despintada, y notó un
alejamiento de la escena, como si estuviera observándola desde un escondrijo.
Ella tenía puesta su sonrisa dolorida y rara. El corredor retrocedió ligeramente,
luego se inclinó para tenderle la mano. Fue así como se dieron las buenas
noches.
Entró en el zaguán blanco. El eco de la carrera le
canturreaba dentro del cuerpo. Quedó esperando en una neblina de cansancio y
sed. Llegó el ascensor y se abrió la puerta. Subió a solas por el corazón del
edificio.
—No. Solo el auto, la verdad. Dos segundos.
—Yo vi al hombre.
—¿Qué pasó?
—Salía con una amiga que vive justo en la acera de enfrente. Oímos el auto al subirse a la acera. Rebotando más o menos sobre la hierba. El padre se baja y agarra al niño. Nadie tuvo tiempo de reaccionar. Se meten en el auto y desaparecen de inmediato. Yo solo dije «¡Evelyn!», y mi amiga salió corriendo a llamar por teléfono.
—¿Cómo sabes que era el padre?
—Pasa a cada rato, ¿no? Tienen hijos sin estar preparados. No saben en la que se embarcan. Es un problema detrás de otro. Luego se separan, o el padre se mete en líos con la policía. ¿No estamos viéndolo a cada momento? Está sin trabajo, se droga. Un buen día llega a la conclusión de que tiene derecho a ver a su hijo con más frecuencia. Quiere compartir la custodia. Se pasa días dándole vueltas. Al final se presenta en la casa y discuten y él rompe unos muebles. La madre consigue una orden judicial. El padre tiene que mantenerse alejado de la criatura.
—Cuatro meses.
—Hay casos en que llegan y se agarran a tiros. La pareja de hecho. No puedes alejar a uno de los progenitores y esperar que todo vaya bien. Bastante difícil es ya educar a una criatura sin disponer de los recursos necesarios.
—Pero no puedes estar segura, ¿verdad?
—Los vi a los dos, y vi al niño.
—¿Dijo ella algo?
—No tuvo oportunidad. El tipo agarró al niño y se metió con él en el auto. Ella tuvo que quedarse completamente helada.
—¿Iba alguien más en el auto?
—No. Sentó al niño y se marcharon. Lo vi todo. Quería la custodia compartida y la madre se la negaba.
—¿Qué edad tienes? —le preguntó ella.
—Veintitrés años.
—Entonces no puedes saberlo.
—¿Qué vio usted?
—Solo el coche. Azul, con un guardabarros de otro color. Cuatro puertas. No vi la matrícula ni me fijé en la marca. Vi momentáneamente al hombre, que andaba como encorvado.
—No se me quita de la cabeza.
—Hablé con un policía.
—Porque eso de haberlo visto con mis propios ojos, no logro asimilarlo. Fue algo tan desconcertante. Ver al niño en manos de aquel hombre. Creo que fue más violento que si hubiera habido tiros. Y la pobre mujer, mirando. ¿Cómo podía habérselo esperado? Me sentí tan débil, tan rara. Te vi venir y pensé: «Tengo que hablar con alguien». Pero comprendo que me pasé de rosca.
—Estuviste muy comedida, totalmente.
—Llevo un rato aquí sentada, pensando que no hay duda en cuanto a los elementos. El auto, el hombre, la madre, el niño. Esas son las partes. Pero ¿cómo encajan las partes? Porque ahora que he tenido tiempo para pensar, no hay explicación. Un agujero en el aire. Sin sentido alguno. Hay una posibilidad entre mil de que consiga dormir esta noche. Ha sido demasiado espantoso, una enormidad.
—La madre identificó al hombre. Era sin duda alguna el padre. Le dio todos los detalles a la policía. Lo habías acertado casi todo.
en
El ángel esmeralda, 2012
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