domingo, mayo 23, 2021

“El corredor”, de Don DeLillo





El corredor tomó la curva lentamente, mirando cómo se juntaban los patos cerca del puente peatonal donde había una niña esparciendo migas. El camino seguía más o menos la orilla del estanque, serpenteando entre hileras de árboles. El corredor escuchó su propia respiración regular. Era joven y le constaba que podía esforzarse más, pero no quería echar a perder la sensación de esfuerzo fácil en la luz agonizante, con el sudor continuo drenando todas las voces y los ruidos del día.
 
El tráfico le pasaba rozando. La niña tomaba trozos de pan de la mano de su padre y los lanzaba por encima de la barandilla, dejando luego la mano abierta como quien indica cinco. El corredor pasó el puente con facilidad. Había dos mujeres treinta metros más adelante, andando por el camino que salía a la calle. Una paloma cruzó con pasos rápidos la hierba cuando el corredor se acercó, escorándose para tomar la curva. El sol estaba en los árboles de más allá de la autopista.
 
Había hecho una cuarta parte del camino de bajada por el lado oeste del estanque cuando un auto se salió de la carretera, dando botes por la pradera en cuesta. Se levantó una brisa y el corredor alzó los brazos para recibirla, sintiendo el aire deslizársele en la camiseta. Un hombre salió del auto, moviéndose deprisa. El corredor pasó por delante de una pareja de ancianos en un banco. Estaban juntando secciones del periódico, preparándose para marchar. Lisimaquias moradas iniciaban su floración a lo largo de la cercana orilla. Pensó que daría otras cuatro vueltas, acercándose al límite de su resistencia. Había una perturbación ahí detrás, sobre su hombro derecho, un salto a otro nivel. Miró hacia atrás sin dejar de correr, vio que los dos ancianos se levantaban del banco sin darse cuenta de nada, y luego el auto encima de la hierba, fuera de lugar, y una mujer de pie sobre una manta mirando hacia el auto, con las manos levantadas, enmarcándole el rostro. Volvió a mirar hacia delante y pasó en su carrera junto al cartel avisador de que el parque cierra al ponerse el sol, aunque no había puertas, no había modo eficaz de impedir la entrada de la gente. El cierre era estrictamente mental.
 
Era un auto viejo y abollado, con el guardabarros trasero del lado derecho pintado de color cobre inoxidable, y el corredor oyó una ráfaga de explosiones procedentes del tubo de escape, cuando se alejaba.
 
Bordeó el extremo sur, observando a dos muchachos en bicicleta para ver si algo en sus rostros le daba una pista de lo que estaba ocurriendo. Pasaron junto a él, uno por cada lado, y del casco de uno de ellos se desprendía música. Vio a la niña y su padre al final del puente peatonal. Una línea de luz rasante pasó por encima del agua. Vio que la mujer de la ladera estaba ahora mirando en otra dirección, hacia la calle arbolada, y había tres o cuatro personas mirando en la misma dirección, otras con perros, solo paseando. Vio la afluencia de autos por los carriles de dirección norte.
 
La mujer era una figura corta y ancha clavada a la manta. Se volvió hacia unas personas que se le acercaban y se puso a llamarlas a gritos, sin comprender que ya sabían que estaba en apuros. Ahora se hallaban en torno a la manta y el corredor las vio hacer gestos de calma. La voz de la mujer era áspera y recia, con el tartamudeo falto de aire del habla dificultosa. No entendió lo que decía.
 
Al pie de una suave elevación el camino estaba blando y húmedo. El padre miraba hacia la pendiente, una mano por delante, con la palma hacia arriba, y la niña elegía pedazos de pan y se acercaba a la barandilla. Se le ponía cara de ansiedad ante la expectativa. El corredor se acercaba al puente. Una de las personas de alrededor de la manta bajó por el camino y echó a correr hacia la escalera que subía a la calle. Llevaba la mano metida en el bolsillo, para impedir que algo se le cayera. La niña quería que su padre la mirase arrojar las migas de pan.
 
Diez zancadas después del puente el corredor vio que una mujer venía hacia él en ángulo. Llevaba la cabeza inclinada, al modo esperanzado de un turista que va a preguntar por dónde se va a algún sitio. El corredor se detuvo, pero no por completo, girando poco a poco para que ambos siguieran de frente mientras él se movía lentamente hacia atrás por el camino, con las piernas subiendo y bajando como a la carrera.
 
Ella dijo afablemente:
 
—¿Has visto lo que ha pasado?
—No. Solo el auto, la verdad. Dos segundos.
—Yo vi al hombre.
—¿Qué pasó?
—Salía con una amiga que vive justo en la acera de enfrente. Oímos el auto al subirse a la acera. Rebotando más o menos sobre la hierba. El padre se baja y agarra al niño. Nadie tuvo tiempo de reaccionar. Se meten en el auto y desaparecen de inmediato. Yo solo dije «¡Evelyn!», y mi amiga salió corriendo a llamar por teléfono.
 
Él corría ahora sin moverse del sitio y ella se acercó, una mujer de mediana edad que sonreía sin darse cuenta.
 
—Te he reconocido, porque te vi en el ascensor —dijo.
—¿Cómo sabes que era el padre?
—Pasa a cada rato, ¿no? Tienen hijos sin estar preparados. No saben en la que se embarcan. Es un problema detrás de otro. Luego se separan, o el padre se mete en líos con la policía. ¿No estamos viéndolo a cada momento? Está sin trabajo, se droga. Un buen día llega a la conclusión de que tiene derecho a ver a su hijo con más frecuencia. Quiere compartir la custodia. Se pasa días dándole vueltas. Al final se presenta en la casa y discuten y él rompe unos muebles. La madre consigue una orden judicial. El padre tiene que mantenerse alejado de la criatura.
 
Miraron hacia la ladera, donde la mujer seguía de pie sobre la manta, gesticulando. Otra mujer sostenía parte de sus cosas, un jersey, una bolsa grande de tela. Un perro echó a correr a saltos hacia las gaviotas de cerca del camino y estas levantaron el vuelo y se volvieron a posar en otro sitio.
 
—Mira lo gorda que está. Lo vemos cada vez más. Chicas jóvenes. No pueden evitarlo. Tienen esa predisposición. ¿Cuánto tiempo llevas en el edificio?
—Cuatro meses.
—Hay casos en que llegan y se agarran a tiros. La pareja de hecho. No puedes alejar a uno de los progenitores y esperar que todo vaya bien. Bastante difícil es ya educar a una criatura sin disponer de los recursos necesarios.
—Pero no puedes estar segura, ¿verdad?
—Los vi a los dos, y vi al niño.
—¿Dijo ella algo?
—No tuvo oportunidad. El tipo agarró al niño y se metió con él en el auto. Ella tuvo que quedarse completamente helada.
—¿Iba alguien más en el auto?
—No. Sentó al niño y se marcharon. Lo vi todo. Quería la custodia compartida y la madre se la negaba.
 
Insistía en ello, guiñando los ojos ante la luz, y el corredor recordó haberla visto una vez en la lavandería, plegando ropa con la misma expresión de deslumbramiento.
 
—De acuerdo, estamos ante una mujer en un estado de terrible angustia —dijo—. Pero no veo por qué tiene que ser una pareja de hecho, ni por qué tienen que estar separados, ni por qué tiene que haber una orden judicial por medio.
—¿Qué edad tienes? —le preguntó ella.
—Veintitrés años.
—Entonces no puedes saberlo.
 
Le sorprendió la acritud de su voz. Siguió corriendo sin moverse del sitio, inexperto y chorreando, sintiendo que del pecho le subía calor. Un auto de policía se subió a la acera y los de alrededor de la manta se volvieron a mirar. A la mujer estuvo a punto de darle un colapso cuando el policía salió del auto. Se encaminó hacia el grupo con paso de experto. La mujer dio la impresión de querer derrumbarse, hundirse en la manta y desaparecer. Un sonido emanó de ella, una desolación, y todos se le acercaron un poco, con las manos abiertas.
 
El corredor aprovechó el momento para cortar la conversación. Volvió a sus vueltas, tratando de recuperar el concierto entre zancada y respiración. Un tren de mantenimiento pasó por detrás de los árboles del otro lado del estanque, rebuznando en tono grave. El corredor tomó la amplia curva del extremo sur, sintiéndose incómodo. Vio a la niña yendo en pos de su padre por un camino estrecho que conducía a una salida. Vio mucho más allá, a la izquierda, un segundo auto de policía en la pradera. El grupo estaba disgregándose. El corredor pasó por el puente, tratando de localizar con la vista a la mujer con quien había hablado antes. Los patos asaltaban en filas bamboleantes las migas dispersas.
 
Dos vueltas más y podía darlo por terminado.
 
Corrió más deprisa, trabajando aún la cadencia. El primer auto de policía se llevó a la mujer. El corredor vio que el extremo alejado estaba ya vacío, deslizándose hacia la sombra. Tomó la curva, sabiendo que había hecho mal en cortar la conversación de un modo tan brusco, aunque la mujer se hubiera dirigido a él con una voz tan agria. Un cono de tráfico sobresalía del agua en la parte menos profunda. El corredor se acercaba al puente.
 
Cuando ya llevaba varias zancadas de la última vuelta viró hacia la ladera, aflojando el ritmo poco a poco, hasta quedar al paso. Un policía estaba apoyado en la puerta de la patrulla, hablando con el último testigo, un hombre que se hallaba de espaldas al corredor. Los autos pasaban deprisa, algunos con las luces encendidas. El policía levantó la vista de su cuaderno de notas cuando el corredor se acercó.
 
—Perdone la interrupción, agente. Me gustaría saber qué dijo esa señora. ¿Era su marido, alguien conocido, el que se llevó al niño?
—¿Qué vio usted?
—Solo el coche. Azul, con un guardabarros de otro color. Cuatro puertas. No vi la matrícula ni me fijé en la marca. Vi momentáneamente al hombre, que andaba como encorvado.
 
El policía volvió a sus notas.
 
—Era un extraño —dijo—. Es todo lo que ha podido decirnos.
 
El otro hombre, el testigo, se había vuelto a medias, y ahora los tres formaban un círculo abierto, incómodamente atrapados, sin mirarse a los ojos. El corredor tuvo la impresión de haberse metido en una rivalidad de dimensiones delicadas. Con una inclinación de cabeza no dirigida a nadie en concreto, reanudó su camino. Se puso a correr de nuevo, pasando a una especie de trote rápido, batiendo los codos. Unas cuantas gaviotas agrupadas permanecían inmóviles sobre el agua.
 
El corredor se acercaba al final de su recorrido. Tras detenerse, se dobló profundamente hacia delante, con las manos en las caderas. Transcurrido un momento echó a andar a lo largo del camino. La patrulla se había marchado y se veían marcas de neumáticos en la hierba, tres grupos de curvas con rebordes de tierra espesa. Desembocó en la calle y caminó por el paso elevado en dirección a una hilera de escaparates iluminados. Nunca debería haberla rebatido, por muy rebuscada e inflexible que fuera su versión. Su única intención era protegerlos a ambos, a sí misma y a él. ¿Qué será mejor creer: que un padre se apodera de su propio hijo o que se lo lleva alguien venido de no se sabe dónde, de un espacio de pesadilla? La buscó por los bancos de delante del edificio, donde solía sentarse la gente en las tardes cálidas. Lo que intentó ella fue extender el suceso en el tiempo, hacerlo reconocible. ¿Será mejor creer en una forma cualquiera, un hombre más allá de la imaginación? La vio sentada bajo un cornejo en la zona situada a la derecha del portal.
 
—Te he estado buscando por allí —le dijo.
—No se me quita de la cabeza.
—Hablé con un policía.
—Porque eso de haberlo visto con mis propios ojos, no logro asimilarlo. Fue algo tan desconcertante. Ver al niño en manos de aquel hombre. Creo que fue más violento que si hubiera habido tiros. Y la pobre mujer, mirando. ¿Cómo podía habérselo esperado? Me sentí tan débil, tan rara. Te vi venir y pensé: «Tengo que hablar con alguien». Pero comprendo que me pasé de rosca.
—Estuviste muy comedida, totalmente.
—Llevo un rato aquí sentada, pensando que no hay duda en cuanto a los elementos. El auto, el hombre, la madre, el niño. Esas son las partes. Pero ¿cómo encajan las partes? Porque ahora que he tenido tiempo para pensar, no hay explicación. Un agujero en el aire. Sin sentido alguno. Hay una posibilidad entre mil de que consiga dormir esta noche. Ha sido demasiado espantoso, una enormidad.
—La madre identificó al hombre. Era sin duda alguna el padre. Le dio todos los detalles a la policía. Lo habías acertado casi todo.
 
La mujer lo miró con cautela. Le vino una súbita sensación de sí mismo, basto y jadeante, al estilo personaje de cómic, con sus pantalones cortos de color naranja y una camiseta rota y despintada, y notó un alejamiento de la escena, como si estuviera observándola desde un escondrijo. Ella tenía puesta su sonrisa dolorida y rara. El corredor retrocedió ligeramente, luego se inclinó para tenderle la mano. Fue así como se dieron las buenas noches.
 
Entró en el zaguán blanco. El eco de la carrera le canturreaba dentro del cuerpo. Quedó esperando en una neblina de cansancio y sed. Llegó el ascensor y se abrió la puerta. Subió a solas por el corazón del edificio.



en El ángel esmeralda, 2012












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