domingo, febrero 21, 2021

“Las tres preguntas”, de León Tolstói





En cierta ocasión un zar pensó que si siempre supiese en qué momento debía comenzar cada tarea, a qué personas hay que consultar y a cuáles no y, sobre todo, si supiera siempre cuál de todas las tareas era la más importante, nunca se equivocaría al tomar decisiones. En vista de ello, anunció a lo largo y ancho de su reino que otorgaría una gran recompensa a aquel que fuese capaz de responderle a estas tres preguntas: ¿Cuál es el momento adecuado para cada tarea? ¿Cuáles son las personas más necesarias? ¿Cómo decidir sin equivocarse qué tarea es la más importante de todas?
 
Entonces, el zar recibió la visita de muchos sabios que dieron cada uno respuestas diferentes a sus preguntas.

A la primera de ellas algunos respondieron que, para conocer el momento más adecuado para cada tarea, se debía elaborar a priori un programa para ese día, ese mes y ese año, y actuar ajustándose de la manera más estricta a lo que se había fijado. Afirmaban que solo así se podía hacer cada tarea en el momento adecuado. Otros aseguraban que es imposible decidir por anticipado qué tarea se debe hacer en cada momento y que no era aconsejable distraerse en entretenimientos sin importancia, sino que se debe estar siempre atento a lo que ocurre y hacer aquello que sea necesario. Por otro lado, unos dijeron que aunque se esté atento a lo que sucede, es imposible que una sola persona sea capaz de decidir siempre con seguridad qué se debe hacer y en qué momento, y por ello era aconsejable contar con un consejo de hombres sabios y decidir con su apoyo qué hacer en cada momento. Otros, por último, expresaron que existen ciertas tareas para las que no se dispone de tiempo para consultar a consejeros y se debe decidir inmediatamente si es el momento preciso de iniciar la tarea o no. Pero esto solo lo saben los adivinos. Por ello, para conocer cuál es el momento adecuado para cada tarea, hay que preguntar a un adivino.

A la segunda de las preguntas también contestaron de distintas formas. Unos aseguraron que las personas más necesarias para un zar eran sus ministros; otros dijeron que las más necesarias para un zar eran los sacerdotes; otros, por el contrario, afirmaron que las personas más necesarias para un zar eran los médicos; y otros diferentes expresaron su convicción de que las personas más necesarias de todas para un zar eran sus guerreros.

A la tercera pregunta: ¿Qué tarea es la más importante?, también respondieron de manera diferente. Unos afirmaron que la tarea más importante del mundo eran las ciencias; otros dijeron que la tarea más importante era el arte de la guerra; y los últimos aseguraron que el culto a Dios era la tarea más importante de todas. Las respuestas eran todas diferentes, pero el zar no se mostró de acuerdo con ninguna de ellas y por ello no le dio a nadie la recompensa.

Para lograr encontrar respuestas más fiables a sus preguntas tomó la decisión de consultar a un famoso ermitaño conocido por su sabiduría. Este ermitaño vivía en el bosque, no salía nunca de allí y tan solo recibía a gente humilde. El zar se vistió con ropas sencillas y, antes de llegar con su séquito a la casa del ermitaño, se apeó del caballo y caminó solo hacia la casa. Cuando el zar se presentó ante él, el ermitaño se encontraba cavando en el huerto que estaba delante de su pequeña choza. Al ver al zar, lo saludó y se puso de inmediato a cavar de nuevo. Era un ermitaño flaco y débil, y cuando hundía la pala en la tierra y arrancaba pequeños terrones, respiraba con dificultad. El zar se le acercó y le dijo: sabio ermitaño, he venido hasta aquí para pedirte que me des la respuesta a estas tres preguntas: ¿Qué momento se debe recordar y no dejar pasar para no tener que lamentarlo después? ¿Cuáles son las personas más necesarias, es decir, a cuáles se debe prestar más atención y a cuáles menos? ¿Qué tareas son las más importantes y, por tanto, qué tareas se deben llevar a cabo antes que las demás?

El ermitaño escuchó todo lo que el zar le dijo, pero no respondió nada. Se escupió en las manos y se puso a cavar de nuevo la tierra.

—Te veo muy fatigado —exclamó el zar—, déjame tu pala, trabajaré durante un rato en tu lugar.
—Gracias —respondió el ermitaño, y tras dejarle la pala, se sentó en el suelo.
 
Cuando había cavado dos hileras, el zar se detuvo y repitió sus tres preguntas. El ermitaño nuevamente no respondió nada, se levantó alargando la mano hacia la pala, y dijo:
 
—Ahora descansa tú. Yo trabajaré.
 
Pero el zar no le dio la pala y siguió cavando. Pasó una hora, otra más; el sol comenzaba a ponerse tras la arboleda. El zar clavó la pala en el suelo y dijo:
 
—He venido aquí a verte, hombre sabio, para obtener respuestas a mis preguntas. Si no puedes responderme, dímelo para que pueda regresar a mi casa.
—Mira, alguien viene corriendo hacia aquí —dijo el ermitaño. Veamos de quién se trata.

El zar se volvió para ver a un hombre con barba que venía corriendo del bosque. Se sujetaba con las manos el vientre y de detrás de las manos le brotaba sangre. Cuando llegó hasta el zar se cayó al suelo, puso los ojos en blanco y dejó de moverse mientras gemía con debilidad. El zar, con la ayuda del ermitaño, le desabrochó las ropas. En el vientre tenía una gran herida. El zar la lavó como pudo y la vendó con su pañuelo y un trapo del ermitaño. Pero la sangre no paraba de manar. El zar le quitó en varias ocasiones el vendaje empapado de sangre caliente y le lavó y le vendó de nuevo la herida. Cuando la sangre dejó de salir, el herido se recuperó y pidió que le dieran de beber. El zar trajo agua fresca y le dio de beber. El sol se había puesto mientras tanto y comenzó a refrescar.

Ayudado por el ermitaño, el zar trasladó al herido a la casa y lo tendió sobre la cama. Allí, el herido cerró los ojos y permaneció inmóvil. El zar se encontraba tan agotado del viaje y el trabajo realizado que se acurrucó en el umbral y, vencido por el sueño, se quedó dormido el resto de aquella corta noche veraniega. Al despertar por la mañana tardó mucho tiempo en comprender dónde estaba y quién era aquel extraño hombre barbudo tumbado en la cama que lo miraba con los ojos encendidos.

—Perdóname —dijo aquel hombre con una débil voz cuando vio que el zar se había despertado.
—No te conozco y no tengo nada que perdonarte —respondió el zar.
—Tú a mí no me conoces, pero yo a ti sí. Soy el enemigo que juró vengarse de ti por ajusticiar a mi hermano y arrebatarme mis bienes. Supe que habías ido solo a visitar al ermitaño y decidí matarte a tu regreso. Pero transcurrió todo un día y no aparecías por ningún sitio. Entonces tuve que salir de mi escondite para averiguar dónde estabas y me encontré con tu guardia. Me reconocieron, se echaron sobre mí y me hirieron. Huí, pero perdía mucha sangre y habría muerto si no llegas a vendarme la herida. Yo pretendía matarte, y tú me has salvado la vida. Ahora, si vivo y tú lo deseas, te serviré como el más fiel de tus esclavos y ordenaré a mis hijos que hagan lo mismo. Perdóname.

El zar se alegró considerablemente de que le hubiese resultado tan fácil reconciliarse con su enemigo, y no solo le perdonó, sino que le prometió que le devolvería sus bienes y que le enviaría también a sus sirvientes y a su médico.

Después de despedirse del herido, el zar salió y buscó con la mirada al ermitaño. Antes de irse, quería pedirle por última vez que le contestara a las tres preguntas que le había planteado. El ermitaño se encontraba en el patio plantando semillas, arrastrándose de rodillas junto a los surcos que habían cavado la víspera. El zar se le acercó y le dijo:

—Por última vez, hombre sabio, te pido que me respondas a mis tres preguntas.
—Pero si ya se te ha contestado —dijo el ermitaño sentándose sobre sus delgadas pantorrillas y mirando desde abajo al zar, que estaba de pie ante él.
—¿Cómo se me ha contestado? —preguntó el zar.
—¿Que cómo? Si ayer no te hubieses compadecido de mi debilidad —contestó el ermitaño—, no habrías cavado por mí esos surcos y habrías regresado tú solo. Este joven te habría atacado y te habrías lamentado de no haberte quedado aquí conmigo. Dicho de otra manera: el momento más adecuado para cavar era ese mismo momento; yo era la persona más importante y la tarea más importante consistía en hacer el bien conmigo. Después, al llegar aquel hombre, el momento más apropiado para atenderlo fue cuando te dirigiste a él, porque si no le hubieses vendado la herida, habría muerto sin reconciliarse contigo. Dicho de otra manera, la persona más importante era él, y la tarea más importante era lo que hiciste por él. Así que recuerda siempre que el momento más adecuado es solo uno, ahora, y que también es el más importante, porque solo entonces somos dueños de nosotros mismos. La persona más importante es aquella con quien te encuentras ahora, porque nadie es capaz de saber si podrá relacionarse con alguna otra persona. Y la tarea más importante consiste en hacer el bien, porque solo para eso el hombre ha sido enviado a este mundo.



en Cuentos reunidos, 2007











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