martes, enero 12, 2021

“El orfanato”, de Carson McCullers





Cómo el Hogar llegó a asociarse con el frasco siniestro pertenece a la lógica fluida de la infancia, porque al comienzo de este episodio yo no debía de tener más allá de siete años. Pero el Hogar, residencia de los huérfanos de nuestra ciudad, quizás fuese en parte responsable debido a su misteriosa fealdad. Era un edificio grande, con techo de dos aguas, pintado de un color verde negruzco, que tenía delante un patio cuidadosamente barrido y totalmente vacío con la excepción de dos magnolios. En el patio, rodeado por una reja de hierro forjado, se veía muy pocas veces a los huérfanos cuando te detenías en la acera para mirar dentro. El patio de atrás, por otro lado, fue para mí durante mucho tiempo un lugar secreto; el Hogar estaba en una esquina, y una alta valla de tablas ocultaba lo que sucedía dentro, pero cuando se pasaba por allí se oía el sonido de voces y en ocasiones el ruido de algo semejante a metales entrechocados. El secreto y los ruidos misteriosos me asustaban mucho. En el camino a casa desde la calle principal del pueblo pasaba a menudo por delante del Hogar con mi abuela, y ahora, en el recuerdo, tengo la sensación de que siempre lo hacíamos al atardecer y en invierno. Los sonidos de detrás de la valla de madera parecían teñidos de amenazas en la luz que se desvanecía, y la puerta de la reja delantera estaba increíblemente fría cuando se la tocaba. La melancolía del patio sin hierba e incluso el resplandor de luces amarillas detrás de ventanas estrechas parecía de algún modo corresponderse con la terrible información que por aquel entonces llegó a mis oídos.

Mi confidente fue una niña llamada Hattie, que debía de tener nueve o diez años. No recuerdo su apellido, pero hay algunos otros datos sobre la tal Hattie que son inolvidables. Para empezar me dijo que George Washington era tío suyo. En otra ocasión me explicó lo que hacía negros a los negros. Si una chica, me dijo, besaba a un chico, se convertía en una persona de color y, cuando se casaba, sus hijos también eran negros. Solo los hermanos eran la excepción a aquella regla. Hattie era pequeña para su edad y dentuda, de cabellos rubios grasientos que se sujetaba en la nuca con un pasador enjoyado. Se me había prohibido jugar con ella, quizá porque mi abuela o mis padres advertían un elemento malsano en aquella relación; si mi suposición es correcta, estaban por completo en lo cierto. Yo había besado en una ocasión a Tit, que era mi mejor amigo pero solo primo segundo, de manera que día a día me iba convirtiendo lentamente en una persona de color. Era verano y día a día me ponía más morena. Quizá confiaba en que Hattie, después de haberme revelado aquella terrible transformación, tuviera de algún modo el poder de detenerla. En el doble cautiverio de la culpa y del miedo, yo la seguía por todo el barrio y ella me pedía a menudo monedas de cinco y diez centavos.

Los recuerdos infantiles poseen una extraña cualidad inestable, y zonas de oscuridad rodean los espacios de luz. Los recuerdos de infancia son como velas encendidas en una hectárea de oscuridad, e iluminan escenas inmóviles, separándolas de la negrura circundante. No recuerdo dónde vivía Hattie, pero en cambio un corredor y una habitación de su casa poseen una nitidez asombrosa. Ni tampoco sé cómo sucedió que fui a aquella habitación, pero lo cierto es que estuve allí con Hattie y con mi primo, Tit. Era a última hora de la tarde y la habitación no estaba del todo oscura. Hattie llevaba un vestido indio, con una cinta para el pelo de brillantes plumas rojas y nos había preguntado si sabíamos de dónde venían los bebés. Las plumas indias de su cinta, por alguna razón, me daban miedo.

—Crecen dentro de las señoras —dijo Tit.
—Si juran que nunca se lo dirán a ningún ser vivo, les enseñaré una cosa.

Debimos de jurar como nos pedía, aunque recuerdo cierta desconfianza y el temor a nuevas revelaciones. Hattie se subió a una silla y bajó algo de la estantería de un armario. Era un frasco, con una cosa extraña y roja dentro.

—¿Saben qué es esto? —preguntó.

Lo que había dentro del frasco no se parecía a nada que yo hubiera visto antes. Fue Tit quien preguntó:

—¿Qué es?

Hattie esperó y en su rostro, debajo de la hilera de plumas, apareció una expresión astuta. Al cabo de unos momentos de suspense, dijo:

—Es un bebé muerto y escabechado.

El silencio en la habitación era completo. Tit y yo nos miramos de reojo horrorizados. No tuve valor para mirar de nuevo, pero Tit contemplaba el frasco con aterrada fascinación.

—¿De quién? —preguntó por fin en voz baja. —Fíjate en la cabecita roja con la boca. Y las piernecitas rojas, aplastadas debajo. Mi hermano lo trajo a casa cuando estudiaba para ser farmacéutico.

Tit extendió un dedo y tocó el frasco; después se puso la mano detrás de la espalda. Y volvió a preguntar, esta vez nada más que un susurro:

—¿De quién? ¿El bebé de quién?
—Era huérfano —dijo Hattie.

Recuerdo el ruido levísimo de nuestros pasos mientras salíamos de puntillas del cuarto, recuerdo que el corredor estaba oscuro y que al final había una cortina. Ese, por suerte, es mi último recuerdo de la tal Hattie. Pero el huérfano escabechado me obsesionó durante algún tiempo; una vez soñé que la Cosa había salido del frasco y deambulaba por el orfanato y yo estaba encerrada dentro y me estaba buscando... ¿Me creí que en aquella casa melancólica, con tejado de dos aguas, había estanterías llenas de aquellos frascos sobrecogedores? Probablemente sí..., y no. Porque el niño distingue dos capas de realidad: la del mundo, que se acepta como una inmensa confabulación de todos los adultos; y la no reconocida, la escondida y secreta, la profunda. En cualquier caso, seguí yendo muy pegada a mi abuela cuando, a última hora de la tarde, pasábamos junto al Hogar, al volver del centro. Por aquel entonces yo no conocía a ninguno de los huérfanos, dado que iban a la escuela de la calle Tercera.

Tuvieron que pasar varios años antes de que dos sucesos me hicieran entrar en contacto directo con el Hogar. Para entonces me consideraba ya una chica mayor, y había pasado por delante miles de veces, ya fuese a pie, con patines o en bicicleta. El terror había disminuido hasta convertirse en algo así como una peculiar fascinación. Siempre miraba fijamente el edificio al pasar y a veces veía a los huérfanos, que caminaban en formación, aunque con lentitud dominical, hacia la catequesis y los servicios religiosos después, los dos huérfanos de mayor tamaño delante y los dos más pequeños al final. Tenía unos once años cuando se produjeron cambios que me acercaron más como espectadora y abrieron una inesperada dimensión novelesca. En primer lugar, a mi abuela la hicieron miembro del Consejo del Orfanato. Eso sucedió en otoño. Luego, al comienzo del trimestre de primavera, los huérfanos se trasladaron al instituto de la calle Diecisiete, al que también iba yo, y tres de ellos estaban conmigo en sexto grado. El traslado se hizo debido a un cambio en los límites de los distritos escolares. A mi abuela la eligieron porque le gustaban los consejos, los comités y las reuniones de asociaciones, y porque había fallecido por entonces un anterior miembro del Consejo del Orfanato.

Mi abuela visitaba el Hogar una vez al mes, aproximadamente, y la acompañé en su segunda visita. Era el mejor momento de la semana, un viernes por la tarde, con la amplitud que daba a aquellas horas la proximidad del fin de semana. La tarde era fría y el sol del crepúsculo provocaba violentos reflejos en los cristales de las ventanas. Dentro, el Hogar era muy distinto de lo que había imaginado. El amplio vestíbulo estaba prácticamente vacío y en las habitaciones no había cortinas, ni alfombras, ni apenas muebles. El calor procedía solo de estufas en el comedor y en la sala común, junto al salón principal. La señora Wesley, la directora del Hogar, era una mujer grande, bastante dura de oído, que mantenía la boca ligeramente abierta cuando conversaba con personas importantes. Siempre parecía faltarle el aliento, y hablaba con acento nasal y voz plácida. Mi abuela había llevado algo de ropa (la señora Wesley lo llamaba prendas), donada por las diferentes iglesias de la ciudad y las dos se encerraron para cambiar impresiones en el frío salón principal. A mí me confiaron a los cuidados de una chica de mi misma edad, llamada Susie, y salimos de inmediato al patio de atrás, el que estaba rodeado por la valla de madera.

Aquella primera visita me resultó incómoda. Chicas de todas las edades jugaban a cosas distintas. Había en el patio una tabla flexible sobre dos soportes que permitía dar saltos, una barra fija y un juego de tejo dibujado en el suelo. La confusión me hizo ver aquel patio lleno de niños como un todo en completo desorden. Una niñita se me acercó para preguntarme qué era mi padre. Y, como tardaba en contestarle, dijo:

—El mío era vigilante de la vía del ferrocarril.

Luego corrió a la barra fija y se colgó de las rodillas: el pelo le cayó recto desde la cara, muy encarnada, y debajo de la falda llevaba unos pantalones cortos marrones de algodón.



en ¿Quién ha visto el viento? (Antología), 2013











No hay comentarios.: