Es una leyenda, un niño prodigio que con 22 años ya dirigía a Shakespeare y triunfaba en Covent Garden. Hoy, a los 94, mantiene la lucidez y la pasión intactas. Hijo de un menchevique exiliado en Londres, hablamos con el gran revolucionario de la escena de siglo XX. Un hombre empeñado en navegar a contracorriente y, sobre todo, en no repetirse.
Caminar implica un gran esfuerzo para Peter Brook, galardonado con el Premio Princesa de Asturias de las Artes 2019. Su voz es un débil hilo sonoro en el restaurante de Brooklyn donde [almorzamos], pero al hablar brillan sus ancianas pupilas azules, que se expanden hasta abarrotar las cuencas de sus ojos. Es la excitación que le causan los recuerdos de una trayectoria –teatro, ópera, cine, novela, ensayo…– con la que ha dinamitado los pilares de la tradición, y el placer de reflexionar sobre el teatro: la vida misma, dice, el arte más humano. Brook ha tocado todos los palos escénicos, pero será recordado por su texto El espacio vacío. Publicado en 1968, propuso la austeridad escénica para centrar toda la atención en los actores.
¿Contribuye el teatro a crear un mundo mejor?
Sin duda, el mundo es mejor gracias al teatro, a la literatura, a la música, al arte… El teatro es una experiencia absolutamente humana porque te ofrece un breve momento de generosidad; te empuja a sentir lo que otros sienten, a ser más humano. No estamos aquí para cambiar el mundo, pero conmover a alguien con una historia ajena es un trabajo que merece la pena.
[Se estrenó esa semana] en Oviedo su última obra: Why? (¿Por qué?). ¿Nunca dejará de hacerse preguntas?
Jamás. Y «¿por qué?» es la más importante, la que nos hace avanzar. Los descubrimientos, los movimientos artísticos, los viajes de exploración; cada nuevo paso de la humanidad arranca con una pregunta. De eso trata la obra.
Y usted quiere que no nos olvidemos de ello…
Es que hay un problema de base: profesores y padres enseñan a los niños que cada pregunta debe tener una respuesta. Y no es así. Condicionan sus mentes a buscar un resultado inmediato, pero hallar la respuesta es algo que puede llevarte mucho tiempo y trabajo.
Su vida ha sido una búsqueda constante. ¿Tiene algún lema que lo haya acompañado?
Ve siempre contra la marea. Busca, busca, busca; intenta, intenta, intenta. Y, cuando creas haber hallado lo que buscas, piénsalo bien. Quizá sea solo un montón de mierda [se ríe].
¿Cuántas veces ha sentido la necesidad de limpiar su mente y volver a aprender desde cero?
Así empiezo cada día. Y, en mi carrera, cada proyecto ha sido el eslabón de una cadena sin fin. Cada vez que he conseguido un éxito me ofrecían repetir la fórmula, pero eso hubiera sido ir hacia atrás.
¿Quiere decir que quedarse en el mismo sitio es un paso atrás?
Claro, porque no arriesgar y probar cosas nuevas es un paso atrás. Lo tuve claro con 23 años al triunfar con La Bohéme en Covent Garden. «¿Qué otra ópera de Puccini podemos hacer?». Pero yo no quería repetirme.
Dirigió por primera vez con 18 años. ¿Quiso antes ser actor?
Sí, pero me di cuenta rápido de que sería un pésimo actor [se ríe]. Se me daba mejor escribir, concebir escenografías y ayudar a los buenos actores a mejorar.
Fue el director más joven de Covent Garden. ¿Poseía ya mucha confianza en sí mismo?
Fui un principiante como cualquier otro, solo que tuve varios éxitos muy pronto y ya no paré.
Suena como si no lo buscara…
Porque nunca soñé con un bombazo para convertirme en estrella. Quería que me fuera bien, claro, pero nunca pensé en el dinero. La fama fue llegando de forma misteriosa y, con ella, el dinero.
¿Cómo se aproxima a los actores para obtener de ellos lo que necesita su obra?
Lo primero es proporcionarles confianza. Llegan al primer ensayo con miedos y los pongo a jugar; los obligo a mirarse y escucharse para crear un espíritu familiar. A los dos días tomamos un té y hablamos.
Entre los directores de cine y teatro –cuentan las leyendas– hay mucho tirano. Usted ¿cómo entiende las tareas de dirección?
Yo no soy un jefe, soy un colaborador más. Controlo todos los aspectos del proyecto, claro, pero mi tarea principal es guiar al grupo en una dirección compartida y alcanzar juntos lo que llamamos «calidad». Nadie sabe qué significa con exactitud esa palabra, pero todo el mundo la percibe.
¿Guiar es también liderar?
Oh, no, un líder es otra cosa. Hitler era un líder. Alguien que se cree en poder de la verdad y engaña a los demás para que lo sigan, aunque sea hacia al abismo. Un líder tiende a ser dictador. Como Franco, el que tuvieron ustedes, o Stalin en Rusia. Yo, por suerte, solo he sufrido la tiranía de Broadway [se ríe].
¿A qué se refiere?
A que tienes tres semanas para crear un espectáculo carísimo. Así es difícil que la primera noche salga bien. Y, entonces, la crítica te destroza. Hay gente que se suicida, que pierde a su mujer… ¡Es injusto!
¿Tres semanas es poco?
Es que, para el estreno, la obra no está acabada. Es cuando de verdad empiezas a trabajar, con el público. Yo me siento entre ellos e intento entenderlos. Si se aburren, le digo a uno: «¿Pero qué idiota ha hecho esto?» [se ríe]. Y si les gusta: «Qué bueno, ¿no?». A partir de ahí intentamos mejorar. Yo leo las críticas con interés, pero si no eres constructivo puedes arruinar las vidas de muchas personas.
en XLSemanal, 9 de octubre, 2019
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