miércoles, diciembre 02, 2020

“Como un collar”, de Marina Colasanti





Es ciega, decían todos. Pero la Princesa no era ciega. Desde el día de su nacimiento no había abierto los ojos. No porque no pudiese, sino porque no sentía necesidad. Desde el primer momento había visto tantas cosas bonitas detrás de sus párpados cerrados que nunca se le había ocurrido levantarlos. Era como si la ventana de sus ojos hubiera sido volteada hacia adentro, y recargada en esa ventana, se pasase los días entretenida. Pero eso no lo sabían los otros. Y al no saberlo, el Rey, su padre, se lamentaba en secreto; y lloraba a escondidas de la Reina, su madre, sin revelar jamás su sufrimiento delante de la hija, para que otro dolor no viniese a sumarse a la supuesta desgracia.

A lo largo de sus primeros años, los mejores médicos del reino fueron llamados para que la examinaran. Intentaron con pomadas, le recetaron pociones, le recomendaron un cambio de aires, le prescribieron baños fríos, le exigieron baños calientes. Sin embargo, como no se conseguía curar aquello que no estaba enfermo, se cansaron de luchar contra su propia ignorancia y, declarando el caso como único en la ciencia médica, se desinteresaron de él. A partir de entonces, la Princesa vivió tranquila, descubriendo cada vez más aquel mundo solo suyo, queriendo descubrir más y más.

Y mientras acumulaba por dentro su tesoro, otro tesoro se hacía por fuera, pues todos los años, desde que había nacido, su padre le daba el mismo, precioso, regalo de cumpleaños. La ceremonia era siempre igual. Las campanas del reino repicaban festejando la fecha. Y el Rey y la Reina, acompañados de los cortesanos, entraban en los aposentos de la Princesa. Siguiendo al Rey, un paje con una almohada de terciopelo color sangre, y sobre ella, como pequeña luna translúcida y luminosa, una perla, que el Rey cogía entre sus dedos y, para admiración de la corte, la depositaba en la palma de la mano de su hija.

—Cuando cumplas quince años —decía abrazándola en cada ocasión—, mandaré hacer con ellas el más lindo collar del que jamás haya habido noticias.

Aprobaban sonrientes la Reina y los cortesanos, imaginando el esplendor de la joya que se engarzaría con las raras perlas del Oriente. Acabada la ceremonia, cuando todos se habían retirado, la Princesa guardaba su perla junto con las otras en una caja de caoba forrada de seda, sin pensar más en ella hasta su próximo cumpleaños. Y así habían pasado más de catorce años.

Fue una mañana de invierno del decimoquinto año, cuando la Princesa, que calentaba sus manos en el brasero, escuchó un ligero golpe en la ventana. Silencio. Otro golpe seco, como si a una rama la hubiera tocado el viento; pero no había árboles cerca de la ventana, ni hacía viento. Y el golpeteo seguía.

La Princesa fue hasta la ventana y la abrió. Antes de que sus manos comenzasen a tantear, un suave piquito fue a encontrarlas y suaves plumas las rozaron. Un ave que ella no sabría describir, cantó, puso su cabecita entre los dedos y comenzó a picotear el mármol de la cornisa cubierta de nieve.

—¡Pobrecita! —pensó la Princesa—. Sufriendo en este frío y sin tener nada que comer.

Se afligía, sin saber qué darle. Pero de repente, con un sobresalto de alegría, se acordó de las perlas, todos aquellos granos que su padre le había dado. Sin vacilar, fue hasta la cajita de caoba, sacó una perla, y en la palma de su mano, así como la recibió de su padre, se la ofreció al palomo.

Un toque con el pico y se ausentó el ligero peso de la mano. Pronto el aletear de alas y un súbito viento en el rostro le dijeron también a la Princesa que su visitante se había marchado. Sonriendo, cerró la ventana.

Pero pasados algunos días, en una tarde en que el viento aullaba entre las grietas, nuevamente unos toquecitos en la ventana parecieron llamarla. Ella recibió entre las manos a su dulce amigo y le dio una perla para que comiera, y entre un aletear de plumas, el ave se fue. Nevó e hizo mucho viento. Volvió el silencio a recostarse en el jardín. En la calma, el piquito tocó los cristales y la Princesa sonrió. La escena se volvió a repetir. No fue la última. Durante aquel mes, y todavía en el otro, el palomo fue a visitar a la Princesa. En cada ocasión se llevaba una perla. Y cada vez demoraba más sus visitas.

De esta forma, la caja de caoba ya estaba vacía la mañana en que las campanas repicaron y la Princesa se acordó súbitamente de que era su cumpleaños. No tardaron mucho el Rey, la Reina y los cortesanos en entrar en sus aposentos. Y sobre la almohada, una perla. Pero en esta ocasión, después de colocarla en la mano de la hija, el Rey, en voz alta, le pidió las otras catorce, pues ya era la hora de mandar hacer el collar al joyero real. Se sobresaltó la Princesa. ¿Cómo iba a decirle a su padre, delante de todos, que ya no las tenía?

Cerrados los párpados sobre su secreto, mintió por primera vez. Pidió a su padre que regresara en tres días pues no recordaba dónde había guardado la cajita, y seguramente tardaría para encontrarla. El padre, pensando en las limitaciones de su hija para encontrar los objetos, aceptó, y salió con toda la corte. En cuanto quedó sola, la Princesa abrió la ventana. Pero llamar no le sirvió de nada. De nada le sirvió aplaudir. Ningún rumor de alas perturbó el silencio. Entonces una lágrima rodó lenta bajo los párpados cerrados, después otra, y otra. Todavía tibias sobre las pestañas, rápido se enfriaron en el viento frío del invierno, cayendo heladas por su rostro, hasta que se congelaron poco antes de alcanzar la cornisa.

Fueron las congeladas lágrimas lo que ella encontró, recorriendo el mármol con sus dedos. Pero las sintió tan redondas y lisas que las confundió con las perlas y se alborozó de alegría, segura de que su amigo le había devuelto los preciosos granos.

Cerró rápidamente la ventana, guardó su tesoro en la caja, y cuando su padre viniese, ella ya tenía qué darle. Pero cuando en tres días el Rey recibió la caja, no encontró en ella nada más que un charquito de agua mojando la seda.

—¿Dónde están las perlas? —A punto de la furia, el padre exigía explicaciones, y la Princesa no tuvo otro remedio que contarle cómo había recibido la visita de un ave, cómo era que cantaba de frío, y cómo, para quitarle el hambre, le había dado, uno por uno, todos los granos.

—¿Entonces no sabías el valor de aquellos granos? —vociferó el Rey, sin poder contener su indignación. Y no había salido bien de sus aposentos cuando llamaba ya a gritos a su Ministro, ordenándole que los arqueros reales cazaran al palomo, y que le daría un valioso premio a quien le trajese las catorce perlas.

Palomo, pensó la Princesa oyendo el mandato de su padre, ese era el nombre de su amigo. Palomo, al que los arqueros buscarían para matarlo. Se envolvió en un chal blanco de lana y abrió la puerta de vidrio que daba al jardín. Por primera vez, era necesario mirar. Lentamente, sin asustarse ni sorprenderse, abrió los ojos. Frente a ella, todo era apenas una larga curva de nieve, que deslumbraba, pero que en algún lugar escondía un palomo.

Descendió los pocos escalones y comenzó a caminar. A veces se detenía, frotaba sus manos, aplaudía. La nieve apagaba sus llamados. Hundiéndose, tropezando, arrastrando chal y vestido, se alejó del palacio. Tal vez ahora ya estuviese en el campo. Pasó por una cerca de espinos. Adelante, veía algunos arbustos. Llegó a un pequeño bosque. Los negros árboles agitaban en el viento las descarnadas ramas. Nuevamente la Princesa batió palmas. Pero en esta ocasión, un rumor conocido se hizo escuchar. He aquí que entre lo negro y lo blanco, un bello palomo cenizo se acercó volando para posarse en su mano extendida.

A lo lejos, un arquero escondido atrás de un tronco vio la mancha ceniza moviéndose en el fondo blanquísimo. No vio la silueta de la Princesa, que envuelta en su blanco chal, se confundía con la nieve. Sacó la flecha de la aljaba, tensó la cuerda. El palomo posó sus patitas de lacre en los dedos que lo esperaban, todavía batió sus alas para equilibrarse. Con un silbido de serpiente, lo alcanzó la saeta.

Un estremecimiento, un volar de plumas y sangre, un rasgar de carnes. Atravesado el cenizo cuerpo, ni así calmó su hambre la punta de hierro. Todavía avanzó. Y fue a clavarse en el corazón de la Princesa.

Tiemblan en el viento las negras ramas. Caída sobre la nieve, deshecho el capullo del chal, la Princesa cierra lentamente los ojos que había tardado tanto en abrir. Pero por la herida en el pecho del palomo rueda una perla, después otra y otra más. Catorce perlas escurren como gotas sobre el blanco regazo de la Princesa y preciosas, se anidan alrededor de su cuello. Como un collar.

  

 

en La espada y la rosa, 1992

Traducción de Beatriz Peña











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