domingo, noviembre 22, 2020

“Esclavos voluntarios del Estado de bienestar”*, de C. S. Lewis





El progreso significa movimiento en la dirección deseada, y no todos deseamos las mismas cosas para nuestra especie. En Possible Worlds [1], el profesor Haldane se imagina un futuro en el que el hombre, previendo que la tierra será inhabitable en poco tiempo, se adapta para emigrar a Venus: modifica drásticamente su fisiología y renuncia a la justicia, la compasión y la felicidad. Su único deseo es el de la mera supervivencia. Ahora bien, a mí me preocupa mucho más cómo vive la humanidad que cuánto tiempo. Para mí el progreso significa aumento de la bondad y la felicidad de la vida individual. Tanto para la especie como para cada hombre, la mera longevidad me parece un ideal despreciable.

Esa es la razón por la que voy incluso más lejos que C. P. Snow en apartar la bomba H del centro de la situación. Como él, yo tampoco estoy seguro de que, si matara a una tercera parte de nosotros (la tercera parte a la que yo pertenezco), eso sería bueno para los que quedaran; como él, yo no creo que nos mate a todos. Pero supongamos que lo hiciera. Como cristiano, doy por supuesto que la historia humana terminará un día, y no estoy dando a la Omnisciencia ningún consejo acerca de la fecha mejor para esa consumación. Me interesa más lo que la bomba está haciendo ya. Uno se tropieza con jóvenes que convierten la amenaza de la bomba en una razón para envenenar los placeres y para eludir los deberes del presente. ¿Desconocen que —haya o no bomba— todos los hombres morirán (muchos de forma horrible) y que no es bueno abatirse o amohinarse por ello?

Tras apartar lo que considero un arenque rojo, vuelvo al verdadero problema. ¿Es la gente —o es probable que sea— mejor y más feliz? Obviamente esta pregunta solo admite como respuesta una conjetura. La mayor parte de la experiencia individual (y no hay otra) no penetra en lo nuevo, y no digamos los libros de historia; tenemos una comprensión imperfecta hasta de nosotros mismos. Somos reducidos a generalidades, e, incluso entre ellas, es difícil hacer balance. Sir Charles enumera muchas mejoras reales, frente a las que podemos poner Hirosima, Black and Tans [2], la Gestapo, el Ogpu, el lavado de cerebro, los campos de concentración rusos... Tal vez para los niños seamos bondadosos, pero, para los ancianos, no lo somos tanto. Cualquiera nos dirá que incluso las personas con recursos rehúsan cuidar de sus padres. «¿No se les puede poner en un asilo?», dice Goneril [3]. Más útil que intentar un balance es, a mi juicio, recordar que la mayoría de estos fenómenos, el bien y el mal, son posibles debido a dos realidades, las cuales es muy probable que determinen la mayoría de lo que nos ocurra durante algún tiempo.

La primera es el progreso y creciente aplicación de la ciencia. Como medio para el fin, yo deseo ambas cosas, que, en este sentido, son neutrales. Curaremos y provocaremos más enfermedades —la guerra bacteriológica, no las bombas, podría abatir el telón de acero—, aliviaremos e infligiremos más dolor, ahorraremos y derrocharemos más intensamente los recursos del planeta. Podemos hacernos más benéficos o más dañinos. Yo supongo que seremos ambas cosas, que mejoraremos unas cosas y dañaremos otras, que eliminaremos viejas miserias y crearemos otras nuevas, que nos protegeremos aquí y nos pondremos en peligro allá.

La segunda es el cambio de relación entre gobierno y gobernados. Sir Charles menciona nuestra nueva actitud hacia el crimen. Yo mencionaré los trenes atestados de judíos destinados a las cámaras alemanas de gas. Parece chocante sugerir que hay un elemento común entre ambas cosas, pero yo creo que lo hay. Desde el punto de vista humanitario, todo crimen es patológico, y no demanda un castigo justo, sino curación. Esto separa el tratamiento del criminal de los conceptos de justicia y mérito. Hablar de una curación justa no tiene sentido.

Desde el viejo punto de vista, la opinión pública podría protestar contra un castigo (yo he protestado contra nuestro viejo código penal) por considerarlo excesivo, por estimarlo más duro de lo que un hombre «merecería». Se trata de un problema ético sobre el que cada cual puede tener su propia opinión. Sin embargo, una terapia que trate de remediar el mal se puede juzgar solo por su probabilidad de éxito, y esto es un asunto técnico del que únicamente los expertos pueden hablar. Así, el criminal deja de ser una persona, un sujeto de derechos y deberes, y se convierte exclusivamente en un objeto del que la sociedad puede disponer. En síntesis, así es como Hitler trató a los judíos. Los judíos eran objetos, y se los mataba, no por ser dañinos y sin méritos, sino por la creencia en una teoría según la cual constituían una enfermedad para la sociedad. Si la sociedad puede reparar, rehacer y aniquilar a los hombres como le venga en gana, esa gana puede ser, obviamente, humana u homicida. La diferencia es muy importante, pero, en ambos casos, los gobernantes se han convertido en los amos.

Observemos cómo podría funcionar la actitud «humana» hacia el criminal. Si los crímenes son enfermedades, ¿por qué habría que tratar las enfermedades de distinta forma que los crímenes?, y ¿quién, salvo los expertos, pueden definir la enfermedad? Una escuela de psicología considera mi religión como neurosis. Si esta neurosis llegara a ser alguna vez molesta para el gobierno, ¿por qué habría que impedir que se me sometiera a una «cura» obligatoria? Podría ser doloroso —los tratamientos lo son a veces—, pero sería inútil preguntar: «¿qué he hecho yo para merecer esto?». El encargado de enderezarnos podría responder: «pero, mi querido amigo, nadie le culpa. Nosotros no creemos ya en la justicia distributiva, y lo único que hacemos es curarle».

Todo esto no sería sino una aplicación extrema de la filosofía política implícita en la mayoría de las comunidades modernas, la cual nos ha tomado de improviso. Las dos guerras mundiales han ocasionado una reducción inmensa de libertad, y nosotros, aunque a regañadientes, nos hemos acostumbrado a las cadenas. La complejidad y precariedad crecientes de la vida económica han obligado al gobierno a ocuparse de esferas de actividad, que, en otro tiempo, se dejaban a la elección o la suerte. Nuestros intelectuales se han entregado, primero, a la filosofía de esclavos voluntarios de Hegel, después, a Marx, y, finalmente, a los analistas lingüísticos. Como resultado de todo esto, la teoría política clásica, con sus estoicas, cristianas y jurídicas concepciones-clave (la ley natural, el valor del individuo, los derechos del hombre), ha muerto. El Estado moderno no existe para proteger nuestros derechos, sino para hacernos buenos o para hacernos el bien; en todo caso, para hacernos de cierta manera o para hacer algo para nosotros. De aquí procede el nuevo nombre de «líderes», que se emplea para nombrar a los que antes eran «gobernantes». Ya no somos sus súbditos, sino sus pupilos, alumnos o animales domésticos. No queda nada que nos permita decirles: «ocúpense de sus asuntos», pues sus asuntos son toda nuestra vida.

Digo «ellos» porque parece pueril no reconocer que el verdadero gobierno es oligárquico. Nuestro verdadero patrón tiene que ser más de uno y menos que todos, pero los oligarcas empiezan a considerarnos de una forma nueva. Y aquí se halla, creo yo, el verdadero dilema. Probablemente no podemos —ciertamente no—, volver sobre nuestros pasos. Somos animales domesticados (unos con amos amables, otros con amos crueles), y probablemente moriríamos de hambre si nos escapáramos de nuestra jaula. Este es un extremo del dilema. Pero en una sociedad cada vez más planificada, ¿cuánto de lo que yo estimo valioso podrá sobrevivir? Este es el otro extremo.

Creo que el hombre es más feliz, y es feliz de un modo más rico, si tiene una «mente libre». Pero dudo que pueda tenerla sin independencia económica, que es algo que la nueva sociedad está aboliendo. La independencia económica permite una educación no controlada por el gobierno, y, en la edad adulta, el hombre que no necesita nada del gobierno ni le pide nada es el que puede criticar sus actuaciones y tratar con desprecio su ideología. Lean a Montaigne, que es la voz del hombre que tiene las piernas bajo su mesa, y que come carne de cordero y nabos criados en su propia tierra. ¿Quién hablará como él cuando el Estado sea maestro y patrón de todos? Es verdad que, cuando el hombre no estaba domado, esa clase de libertad pertenecía solo a unos pocos. Lo sé, y de ahí la sospecha de que la única elección sea entre sociedades con pocos hombres libres y sociedades con ninguno.

Por otra parte, la nueva oligarquía tiene que basar cada vez más su derecho a planificarnos en su derecho al conocimiento. Si hemos de ser protegidos, es necesario que nuestros protectores conozcan lo más posible. Esto significa que dependerán cada vez más de la opinión de los científicos, hasta que, finalmente, los mismos políticos se conviertan en títeres de los científicos. La tecnocracia es la forma hacia la que la sociedad planificada tiene que dirigirse. Yo temo a los especialistas en el poder, porque yerran cuando hablan de asuntos ajenos a su especialidad. Dejemos que los científicos nos hablen de ciencia. Pero el gobierno entraña cuestiones acerca del bien del hombre, de la justicia y de las cosas que tienen valor y del precio que hay que pagar por ellas, y, desde este punto de vista, la instrucción científica no da a la opinión del hombre un valor añadido. Dejemos que sea el médico el que me diga que moriré si no hago tal o cual cosa, pero determinar si la vida tiene valor en esas circunstancias no es algo sobre lo que él tenga más competencia que los demás hombres.

En tercer lugar, a mí no me gustan las pretensiones que tiene el gobierno de ser la cima —las razones que aduce para exigir que se le obedezca—. No me gustan las pretensiones mágicas del fetiche ni el derecho divino de los Borbones. No es solo por esto por lo que no creo en la magia ni en la Politique de Bossuet [4]. Yo creo en Dios, pero detesto la teocracia. Los gobiernos se componen sencillamente de hombres y, en sentido estricto, son provisionales. Si añaden a sus órdenes expresiones como «así habla el Señor», mienten, y mienten peligrosamente.

Por esta misma razón temo también un gobierno en nombre de la ciencia. Así es como llega la tiranía. En cualquier época, los hombres que quieren mantenernos bajo su dominio, si son medianamente inteligentes, nos sugerirán la pretensión de que las esperanzas y temores de esa época son más poderosos. Ellos siempre sacan provecho. Fue lo mágico, fue el cristianismo, y ahora será, no hay duda, la ciencia. Es posible que los verdaderos científicos no piensen demasiado en la probable tiranía de la ciencia —no pensaron en las teorías raciales de Hitler, ni en la biología de Stalin—, pero pueden ser amordazados.

Hemos de tomar muy en serio la advertencia de Sir Charles de que, en el Este, millones de personas están medio muertas de hambre. Comparado con esto, mis temores pueden parecer insignificantes. Un hombre hambriento piensa en la comida, no en la libertad. Hemos de tomarnos totalmente en serio la afirmación de que nada, salvo la ciencia, la ciencia universalmente aplicada, y, por tanto, con un control sin precedentes por parte del gobierno, puede producir estómagos llenos y atención médica, inmediata y urgente, para todo el género humano. En resumen, nada, salvo un Estado del Bienestar Mundial, podrá hacerlo. La aceptación sin reservas de estas verdades es lo que despierta en mí la idea del peligro extremo que acecha a la humanidad en este momento.

Por un lado, tenemos una necesidad desesperada: hambre, enfermedad y el miedo a la guerra. Por otro lado, la idea de algo que podría hacerle frente: la tecnocracia competente en todo. ¿No supone todo esto una oportunidad ideal para la esclavitud? Así es como ha entrado en el pasado: una necesidad desesperada (real o aparente), por un lado, y un poder (real o aparente) para remediarla, por otro. En el mundo antiguo los individuos se vendían como esclavos para poder comer. Lo mismo ocurre en la sociedad. Hay en ella un doctor en hechicería que nos puede salvar de los brujos —un señor de la guerra que puede salvarnos de los bárbaros—, una Iglesia que puede salvarnos del Infierno. ¡Démosle lo que piden, entreguémonos atados y con los ojos vendados, si es eso lo que quieren! Quizás el terrible pacto se hará de nuevo. No podemos censurar a los hombres por hacerlo. Difícilmente podemos desear que no lo hagan. Pero difícilmente podríamos soportar que lo hicieran.

La cuestión acerca del progreso se ha convertido en la cuestión acerca de si podemos hallar un modo de someternos al paternalismo universal de la tecnocracia sin perder la independencia e intimidad personales. ¿Hay alguna posibilidad de obtener la excelente miel del Estado de Bienestar y evitar la picadura? No nos equivoquemos acerca de la picadura. La tristeza sueca es solo una muestra. Vivir la propia vida con un estilo propio, llamar a la casa nuestra casa y al castillo nuestro castillo, gozar de los frutos del propio trabajo, educar a nuestros hijos como nos dicta la conciencia, ahorrar para garantizar su prosperidad cuando muramos: todo esto son deseos profundamente arraigados en el hombre blanco “civilizado”. Su realización es casi tan necesaria para nuestras virtudes como para nuestra felicidad. De su completa frustración pueden derivarse consecuencias desastrosas, tanto morales como psicológicas.

Todo esto nos amenaza incluso aunque la forma de la sociedad, a la que nuestras necesidades apuntan, demostrara un éxito sin par. Pues, ¿qué garantía tenemos de que nuestros amos querrán o podrán guardar las promesas con las que nos indujeron a vendernos? No nos dejemos engañar por frases como «el hombre se hace cargo de su destino». Lo que verdaderamente ocurrirá es que unos pocos hombres se harán cargo del destino de todos los otros. Pero esos hombres serán sencillamente hombres, ninguno será perfecto, y algunos serán codiciosos, crueles y deshonestos. Cuanto más completa sea la planificación a que nos sometan, tanto más poderosos serán. ¿Hemos descubierto alguna nueva razón por la cual, esta vez, el poder no los corrompa como los ha corrompido siempre?

 

 

Notas

* Desde la Revolución Francesa hasta el estallido de la Primera Guerra Mundial, en 1914, se asumía de forma general que el progreso humano era no solo posible, sino inevitable. Desde entonces, dos terribles guerras y el descubrimiento de la bomba de hidrógeno han hecho que se pierda la confianza en esta afirmación. The Observer invitó a cinco conocidos escritores a que respondieran a las siguientes preguntas: ¿Sigue progresando el hombre hoy día? ¿Es posible todavía el progreso? Este artículo es la respuesta al artículo de C. P. Snow «Man in Society», aparecido en The Observer, el 13 de julio de 1958.

[1] Ensayo de la obra de J. B. S. Haldane, Possible Worlds and Other Essays (Londres, 1927).

[2] La expresión Negro y Caqui (black and tans) se refiere a la Fuerza de Reserva de la Real Policía Irlandesa, que fue una de las dos fuerzas paramilitares empleadas por la Real Policía Irlandesa (RIC) en 1920 y 1921, para combatir la revolución en Irlanda. Aunque fuera establecida para contraatacar al Ejército Republicano Irlandés, alcanzó notoriedad por sus numerosos ataques sobre la población civil.

[3] En la obra de Shakespeare El rey Lear.

[4] Jacques Bénigne Bossuet, Politique tirée des propres paroles de l’Écriture-Sainte (Paris, 1709).

 

 

en Timeless at Heart, 1970














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