viernes, noviembre 06, 2020

“El pueblo ideal”, de John Updike





Desde luego, nuestro grupo conocía desde hacía tiempo la existencia del pueblo; sin embargo, temíamos que nuestros pilotos, Fidel y Miguel, fuesen incapaces de localizar el claro en la vastedad de la jungla. Todavía no hacía un mes que el crepúsculo había alcanzado a un avión de suministros que se dirigía a la franja de aterrizaje de cierta misión luterana situada aún más al sur, y el piloto se había asustado y tratado de buscar las luces de la costa. El carburante que tenía le había llevado hasta los Montes de Hierro, donde el rastro dejado por su caída (según vimos desde el aire) era indistinguible del vertedero de una mina. Y nuestro segundo avión, el pilotado por Miguel, perdió el contacto por radio entre las nubes (aquellas nubes extrañas que en esta parte del mundo se forman directamente sobre los ríos vaporosos, de manera que el cielo parece lleno de enormes serpientes), pero más tarde resultó que se había limitado a sintonizar su aparato con la emisora del gran campamento rebelde de los Montes de Oro, que transmitía incesantemente música reggae. (El campamento está precisamente junto a la frontera, y los rebeldes tratan de derrocar no nuestro gobierno ejemplar y democrático, sino el del país vecino, cuyo régimen es deplorable). Quince minutos después de aterrizar nosotros, se materializó en el cielo el «Cessna» de Miguel, como una forma no mayor que un buitre e igualmente indolente en sus movimientos. Le ovacionamos, incluso el jefe prorrumpió en vítores, aunque había visto mucho dolor en los años en que había ejercido de quiropráctico en la ciudad, y tenía que velar siempre por su dignidad.
 
Él y los curas radicales se habían acercado para saludarnos, aunque con cierta renuencia, mucho después de que nuestros motores se hubiesen parado y de que la descarga de nuestro equipaje (mochilas, hamacas y refrigeradores plásticos), hubiese formado ya pequeños montículos sobre la tierra apisonada, a la sombra de las alas de nuestro avión. La pista de aterrizaje era también la calle mayor del pueblo, y las corrientes de aire producidas por nuestro aparato habían arrancado puñados de hierba de los techos cónicos de las cabañas, y el ruido de nuestro motor había interrumpido la siesta de muchos. De los dos sacerdotes, uno era alto, pálido y elegante, con un ceceo español en su acento, y el otro era más bajo y moreno, con su sangre mezclada agitándose en su interior como algo vivo y reprimido. El jefe tenía, desde luego, facciones puramente indígenas, aunque debilitadas y amargadas por sus años de experiencia metropolitana. A su edad más que mediana, se había sentido atraído por la nobleza de aquel experimento (el comunismo y los valores de la raza perfectamente combinados), y regresado a su pueblo natal. Llevaba la faja de plumas de loro propia de su tribu, que no le cubría del todo las nalgas, los brazaletes de piel de mono que indicaban su rango, y el chaleco de un traje gris. Miguel aterrizó con su pequeño «Cessna» de franjas rojas, que rodó sobre el suelo hasta detenerse, seguido de una muchedumbre de chiquillos. Algunos iban desnudos y otros llevaban jeans azules, pero todos parecían rebosantes de salud, alegres y tranquilos, en contraste con los niños de los pueblos no ideales que habíamos visitado previamente. No había mendicidad, y los niños de ojos de ónice solo mostraban una curiosidad táctil por nuestro aparato, o por los elegantes y llamativos vestidos urbanos de las hembras de nuestro grupo.
 
Nos mostraron nuestras habitaciones, donde algunos aldeanos varones colgaron nuestras hamacas de las vigas, sujetándolas con nudos que solo ellas sabían hacer, y con tanta rapidez que ni siquiera Ortega, nuestro experto en nudos, podía seguir sus movimientos. Cada tribu, de cultura basada en fibras y plantas trepadoras, y que hace treinta años fue el asombro de los antropólogos pioneros, debido a la complejidad de sus redes de pesca y sus puentes colgantes, se jacta de un lenguaje secreto de nudos, para cuya ejecución los autores mueven febrilmente los morenos dedos medios, coreando la terminación de cada nudo con una carcajada, mitad de desafío y mitad de celebración, de sus bocas desfiguradas por la perpetua ingesta de tabaco verde.
 
Nos dieron un rato para descansar, y después nos acompañaron para realizar la esperada visita a los huertos de alcachofas, a los campos experimentales de algodón, a la larga cabaña donde tejen las mujeres los modelos ancestrales, en telares accionados por los generadores de la aldea, y las pequeñas chozas donde los viejos tallan en madera de kapok las eternas y siempre iguales figuras de coatí, capibara, jaguar y ciempiés, que se venderán en las tiendas de recuerdos de los aeropuertos, a mil quinientos kilómetros de distancia. Esta industria, según explicó el cura más alto en su catalán epiceno, dista mucho de ser ideal pues, al igual que tallan las formas animales, reconocen que han perdido su significación animista sagrada. Estamos aquí en un período de transición, dijo. Estos viejos (con gesto estereotipado de la inclinada y en parte afeitada cabeza), solo pueden crear estas formas que sus padres confundieron seriamente con criaturas vivas. La próxima generación, al menos así lo esperaba, se libraría de las viejas sombras y produciría tallas en madera que expresarían, a un tiempo, el genio individual de cada uno y la belleza del acervo común. Si tales figuras serían populares en las tiendas de los aeropuertos, era algo que estaba por verse. «Aquí avanzamos a base de pruebas y sacando provecho de los errores -dijo-. No desdeñamos los términos medios. Solo en los fines últimos somos doctrinarios».
 
Estos fines, inútil es decirlo, eran la libertad, la igualdad, la fraternidad, el control del trabajador sobre los medios de producción, la eliminación de la opresión declarada o cubierta. En pocas palabras, un contrato social sin límites coercitivos. El cura más bajo se reía, con su entusiasmo de mestizo, en los campos de alcachofas donde empezaban a espesarse las sombras, hoja sobre hoja; y con sus manos rollizas, ligeramente ahuecadas, esbozó momentáneamente una forma mística delante de su sotana, una forma intangible cuyos bordes no ligaban.
 
Nadamos en el río. Nos aseguraron que en aquel sector no había pirañas, y que los caimanes estaban en su sazón de letargo. Conchita y Esmeralda estaban muy seductoras con sus bikinis, esbeltas, morenas y nerviosas. El agua parda y opaca ocultaba su carne de rodillas para abajo, como una fina capa de pintura mágica; sin embargo, salimos de allí sin cambiar de color, y sin ser devorados. La vegetación a lo largo de las riberas era alta y monótona; nuestro botánico, Fernando, nos explicó que muchas especies habían sido formadas por la naturaleza de manera que pareciesen casi exactamente iguales. Un explorador marciano, siguió diciendo, encontraría microbios y líquenes aunque aterrizase en nuestros helados polos, tan abundante es la vida en este magnífico planeta.
 
Al cruzar, envueltos en nuestras toallas, la ancha plaza de tierra del centro del pueblo, entre la cabaña de las celebraciones y la de iniciación de los adolescentes, nos chocaron unas piedras grandes y lisas, colocadas en el lugar sin orden aparente, y que proyectaban largas sombras al acercarse el crepúsculo. Luis, nuestro antropólogo, presumió que eran hitos de algún rito o juego. No andaba muy equivocado; el melancólico jefe explicó alegremente que los jóvenes del pueblo probaban su fuerza levantando aquellas piedras. A pesar de nuestras corteses aunque no enérgicas protestas, fue llamado el campeón del pueblo: un joven bastante gordo con pantalón vaquero y camiseta estarcida de manga corta (con un anuncio de Zapatos Bata, aunque él iba descalzo), que se adelantó incitado por sus compañeros, como una muchacha ruborosa. Se quitó la camiseta mostrando un pecho suave, redondeado, casi femenino. Se acercó a una de las piedras, probablemente la más pesada, pues por algo era el campeón, y, con súbita decisión, tiró de un extremo hasta que el monolito quedó de pie. En esta posición, parecía más pesado, al alargarse su sombra en gran manera. El muchacho se agachó y abrazó la piedra, como abrazaría un padre al hijo pequeño que acabase de demostrarle su necesidad de afecto. Entonces trató de erguirse con su carga, y toda la multitud (pues nuestro arco de espectadores se había multiplicado y convertido en un círculo completo con la llegada de muchos habitantes del pueblo), guardó un tenso silencio, manifestación de empatía con su esfuerzo. Al primer intento, la piedra le desequilibró, y tuvo que soltarla bruscamente, saltando atrás para que no le aplastase los dedos de los pies descalzos. A la segunda tentativa, logró subirla sobre sus muslos y después más arriba, de manera que la piedra pareció estar buscando una entrada, como un enorme y resbaladizo parásito, hasta que, desvanecida su sonrisa por el esfuerzo, consiguió el campeón cargarse el monstruo sobre los hombros. Dio una vuelta para enfrentarse con todo el círculo de espectadores y dejó caer la piedra al suelo, con un ruido sordo que se confundió con la salva de aplausos. La rapidez con que el joven se hundió entre las sombras pareció atestiguar, modestamente, que no se trataba de un mérito personal sino de un don divino que le había sido otorgado; ahora había sido empujado por los otros, como los paseantes ociosos de mi Norteamérica natal empujarían a uno de los suyos, para ser interrogado por el hipotético marciano de Fernando.
 
El jefe y los dos curas habían presenciado también la exhibición y, al advertir nuestro entusiasmo, hicieron que trajesen una cerbatana y llamaron a un aldeano particularmente hábil en su manejo, un viejo estevado con varios dientes artísticamente extraídos, y unas cicatrices en forma de cheurón en cada mejilla, para que acertase con sus dardos emplumados en pequeños blancos (una hoja doblada, una pelota de ping-pong), dejados caer a muchos pasos de distancia en la plaza. La cerbatana tenía al menos tres metros de largo. También nuestras sombras se habían alargado notablemente, mientras el frío del anochecer se dejaba sentir en nuestros cuerpos mojados; Conchita tenía carne de gallina en los muslos, cada uno de los bultitos proyectando su propia sombra diminuta, y el fino vello se había erizado en los antebrazos de Esmeralda, como plumosos llecos de una rara avis tropical. Sin embargo, invitados a probar la cerbatana, nos resignamos a hacerlo, divirtiendo a la multitud con nuestras hinchadas mejillas y nuestra mala puntería.
 
Hay que recalcar que todo se hizo con un tacto no siempre obligado en tales intersecciones culturales. Rápida y ligeramente, se dispersó la multitud. El humo de las cocinas, a un tiempo dulce y acre, impregnó el aire con su olor. Una luna gibosa y traslúcida había aparecido en el cielo todavía azul. Fuimos a nuestras habitaciones a prepararnos para el festín.
 
¡El festín! Carne de oso hormiguero y de coatí nadando en una salsa salpicada de trocitos de insecto, y acompañada de pasta de alcachofa y fruta Pijiguao hervida, servido todo ello en la larga mesa de tablas de la cabaña de los banquetes, entre una plétora de brindis al progreso, la amistad y la destrucción del imperialismo. Después, nos sentamos al aire libre, a la luz de la luna; el suelo de la plaza era tan firme y nivelado como el de un salón. El sacerdote indígena se agachó para rascar afectuosamente el cuello de un perro lampiño que, como unos cuantos niños desnudos, había acudido silenciosamente para reunirse con nosotros. El jefe había desaparecido. Nuestros pilotos se habían retirado con algunas muchachas de ojos de ónice a las que habían conocido en la orilla del río. El cura alto y pálido, que era un chiquillo cuando sus padres habían huido de Franco, esbozó su opinión y respondió a nuestras preguntas. Las rápidas y segmentadas palabras españolas (comunidad, economía, advenimiento, modos de producción), fluían como agua chispeante a través de mis oídos. Una botella de vino proyectaba su sombra medio vacía sobre la tierra blanquecina, a la sorprendente luz de la luna. El perro se acurrucó hecho una bola maciza, como un armadillo, junto a los zapatos de pulidas punteras del sacerdote rollizo. Las manos del otro cura, con sus apasionados ademanes, parecían elegantes y blancas, aleteando como murciélagos en una película en negativo; pero su voz nunca se elevaba sobre su tono igual, amable, prudente, explicativo. La resplandeciente y ladeada luna parecía teñir en lo alto un gran reino de los cielos a su alrededor, de un color de espliego que anegaba las propias estrellas. La franja de jungla que se extendía a lo lejos, en torno a nosotros era baja y tan continua como el horizonte oceánico. Y pensar que era aquella la única conversación de esta clase que se desarrollaba en un espacio de mil quinientos cuadrados, o más... Era un verdadero lujo, expresión de la tranquila grandeza humana.
 
-Lo único que pedimos al Gobierno -proclamó nuestro anfitrión, en su tono melódico y suave aunque apremiante-, ¡es que nos deje en paz!
 
Cuando los buenos sacerdotes se fueron a la cama, se materializó otra botella de vino y, como los niños que salen del colegio, fuimos a dar un paseo que se convirtió en carrera. El trozo de calle iluminada por la luna, que había servido de pista de aterrizaje a nuestros aviones, era una invitación a la velocidad; nuestras pisadas resonaban, nuestra risa contenida se convertía en un jadeo estático; volábamos. Pepe, Ortega y Raúl, nuestro experto en lingüística, llevaban la delantera. Conchita y Esmeralda, sorprendentemente ágiles y veloces, les seguían, asidas de la mano y riendo. Fernando, Salvador, nuestro prosaico agrónomo y yo, corríamos pesadamente en retaguardia.
 
Nos detuvimos en el lugar donde los árboles de la jungla, al acercarse, parecían más altos. Sus copas, entrelazadas con lianas, se inclinaban sobre nosotros como cabezas de solícitos gigantes. Detrás de aquella pared de oscuridad, se percibía un alegre murmullo de vida y, a lo lejos, el suave e incansable rugido de las cataratas del río, a nuestra izquierda. Más allá de esta pared, la profundidad del bosque se extendía prácticamente infinita, semejante a la profundidad del cielo nocturno que nos cubría. Al mirar hacia atrás, vimos la pista como debe verla un piloto en el momento antes de aterrizar: como un cono de seguridad luminosa flanqueado de vagas formas fatales. Su aislamiento era parte esencial del plan del pueblo ideal. Si no hubiese estado tan lejos, la mano del Gobierno lo habría alcanzado, y el jefe no habría abandonado su quiropráctica, ni se habría puesto su cinturón de plumas.
 
Como era de prever, dormimos mal en nuestras hamacas, incapaces de volvernos boca abajo y produciendo, cada movimiento un balanceo que nos mareaba. Hubo un curioso sonido de risas ahogadas al otro lado de nuestras ventanas a la mañana temprano, en la hora sedosa y negra que media entre la puesta de la luna y la salida del sol. La partida resultó ser una operación presurosa y sin gracia. Los pilotos sufrían visiblemente la depresión que sigue al coito, así como la ansiedad producida por los kilómetros y kilómetros de tierra verde y salvaje que habían de sobrevolar. El jefe se presentó sin su chaleco gris, que por lo visto se había puesto ayer en consideración a nuestro presunto sentido de la decencia. A Conchita le regalaron un collar de dientes de tapir; Esmeralda pudo comprar con descuento una figura tallada de coatí. Nos despedimos y agitamos las manos mientras nuestros dos aviones cruzaban al unísono la plaza de tierra batida, volaban sobre el río y se alejaban.
 
Solo semanas más tarde, cotejando nuestros Diarios al preparar el informe para el Gobierno, nos dimos cuenta de que todos nos habíamos sentido dichosos, dichosos, dichosos, de marcharnos de allí. El hombre no fue creado para morar en el paraíso.
 
 
 
en Confía en mí, 1987











No hay comentarios.: