Desde
luego, nuestro grupo conocía desde hacía tiempo la existencia del pueblo; sin
embargo, temíamos que nuestros pilotos, Fidel y Miguel, fuesen incapaces de
localizar el claro en la vastedad de la jungla. Todavía no hacía un mes que el
crepúsculo había alcanzado a un avión de suministros que se dirigía a la franja
de aterrizaje de cierta misión luterana situada aún más al sur, y el piloto se
había asustado y tratado de buscar las luces de la costa. El carburante que
tenía le había llevado hasta los Montes de Hierro, donde el rastro dejado por
su caída (según vimos desde el aire) era indistinguible del vertedero de una
mina. Y nuestro segundo avión, el pilotado por Miguel, perdió el contacto por
radio entre las nubes (aquellas nubes extrañas que en esta parte del mundo se
forman directamente sobre los ríos vaporosos, de manera que el cielo parece lleno
de enormes serpientes), pero más tarde resultó que se había limitado a
sintonizar su aparato con la emisora del gran campamento rebelde de los Montes
de Oro, que transmitía incesantemente música reggae. (El campamento está
precisamente junto a la frontera, y los rebeldes tratan de derrocar no nuestro
gobierno ejemplar y democrático, sino el del país vecino, cuyo régimen es
deplorable). Quince minutos después de aterrizar nosotros, se materializó en el
cielo el «Cessna» de Miguel, como una forma no mayor que un buitre e igualmente
indolente en sus movimientos. Le ovacionamos, incluso el jefe prorrumpió en
vítores, aunque había visto mucho dolor en los años en que había ejercido de
quiropráctico en la ciudad, y tenía que velar siempre por su dignidad.
Él
y los curas radicales se habían acercado para saludarnos, aunque con cierta
renuencia, mucho después de que nuestros motores se hubiesen parado y de que la
descarga de nuestro equipaje (mochilas, hamacas y refrigeradores plásticos),
hubiese formado ya pequeños montículos sobre la tierra apisonada, a la sombra
de las alas de nuestro avión. La pista de aterrizaje era también la calle mayor
del pueblo, y las corrientes de aire producidas por nuestro aparato habían
arrancado puñados de hierba de los techos cónicos de las cabañas, y el ruido de
nuestro motor había interrumpido la siesta de muchos. De los dos sacerdotes,
uno era alto, pálido y elegante, con un ceceo español en su acento, y el otro
era más bajo y moreno, con su sangre mezclada agitándose en su interior como
algo vivo y reprimido. El jefe tenía, desde luego, facciones puramente indígenas,
aunque debilitadas y amargadas por sus años de experiencia metropolitana. A su
edad más que mediana, se había sentido atraído por la nobleza de aquel
experimento (el comunismo y los valores de la raza perfectamente combinados), y
regresado a su pueblo natal. Llevaba la faja de plumas de loro propia de su
tribu, que no le cubría del todo las nalgas, los brazaletes de piel de mono que
indicaban su rango, y el chaleco de un traje gris. Miguel aterrizó con su
pequeño «Cessna» de franjas rojas, que rodó sobre el suelo hasta detenerse,
seguido de una muchedumbre de chiquillos. Algunos iban desnudos y otros
llevaban jeans azules, pero todos parecían rebosantes de salud, alegres y
tranquilos, en contraste con los niños de los pueblos no ideales que habíamos
visitado previamente. No había mendicidad, y los niños de ojos de ónice solo
mostraban una curiosidad táctil por nuestro aparato, o por los elegantes y
llamativos vestidos urbanos de las hembras de nuestro grupo.
Nos
mostraron nuestras habitaciones, donde algunos aldeanos varones colgaron
nuestras hamacas de las vigas, sujetándolas con nudos que solo ellas sabían
hacer, y con tanta rapidez que ni siquiera Ortega, nuestro experto en nudos,
podía seguir sus movimientos. Cada tribu, de cultura basada en fibras y plantas
trepadoras, y que hace treinta años fue el asombro de los antropólogos
pioneros, debido a la complejidad de sus redes de pesca y sus puentes colgantes,
se jacta de un lenguaje secreto de nudos, para cuya ejecución los autores
mueven febrilmente los morenos dedos medios, coreando la terminación de cada
nudo con una carcajada, mitad de desafío y mitad de celebración, de sus bocas
desfiguradas por la perpetua ingesta de tabaco verde.
Nos
dieron un rato para descansar, y después nos acompañaron para realizar la
esperada visita a los huertos de alcachofas, a los campos experimentales de
algodón, a la larga cabaña donde tejen las mujeres los modelos ancestrales, en
telares accionados por los generadores de la aldea, y las pequeñas chozas donde
los viejos tallan en madera de kapok las eternas y siempre iguales figuras de
coatí, capibara, jaguar y ciempiés, que se venderán en las tiendas de recuerdos
de los aeropuertos, a mil quinientos kilómetros de distancia. Esta industria,
según explicó el cura más alto en su catalán epiceno, dista mucho de ser ideal
pues, al igual que tallan las formas animales, reconocen que han perdido su
significación animista sagrada. Estamos aquí en un período de transición, dijo.
Estos viejos (con gesto estereotipado de la inclinada y en parte afeitada
cabeza), solo pueden crear estas formas que sus padres confundieron seriamente
con criaturas vivas. La próxima generación, al menos así lo esperaba, se
libraría de las viejas sombras y produciría tallas en madera que expresarían, a
un tiempo, el genio individual de cada uno y la belleza del acervo común. Si
tales figuras serían populares en las tiendas de los aeropuertos, era algo que
estaba por verse. «Aquí avanzamos a base de pruebas y sacando provecho de los
errores -dijo-. No desdeñamos los términos medios. Solo en los fines últimos somos
doctrinarios».
Estos
fines, inútil es decirlo, eran la libertad, la igualdad, la fraternidad, el
control del trabajador sobre los medios de producción, la eliminación de la
opresión declarada o cubierta. En pocas palabras, un contrato social sin
límites coercitivos. El cura más bajo se reía, con su entusiasmo de mestizo, en
los campos de alcachofas donde empezaban a espesarse las sombras, hoja sobre
hoja; y con sus manos rollizas, ligeramente ahuecadas, esbozó momentáneamente
una forma mística delante de su sotana, una forma intangible cuyos bordes no
ligaban.
Nadamos
en el río. Nos aseguraron que en aquel sector no había pirañas, y que los
caimanes estaban en su sazón de letargo. Conchita y Esmeralda estaban muy
seductoras con sus bikinis, esbeltas, morenas y nerviosas. El agua parda y
opaca ocultaba su carne de rodillas para abajo, como una fina capa de pintura
mágica; sin embargo, salimos de allí sin cambiar de color, y sin ser devorados.
La vegetación a lo largo de las riberas era alta y monótona; nuestro botánico,
Fernando, nos explicó que muchas especies habían sido formadas por la
naturaleza de manera que pareciesen casi exactamente iguales. Un explorador
marciano, siguió diciendo, encontraría microbios y líquenes aunque aterrizase
en nuestros helados polos, tan abundante es la vida en este magnífico planeta.
Al
cruzar, envueltos en nuestras toallas, la ancha plaza de tierra del centro del
pueblo, entre la cabaña de las celebraciones y la de iniciación de los
adolescentes, nos chocaron unas piedras grandes y lisas, colocadas en el lugar
sin orden aparente, y que proyectaban largas sombras al acercarse el crepúsculo.
Luis, nuestro antropólogo, presumió que eran hitos de algún rito o juego. No
andaba muy equivocado; el melancólico jefe explicó alegremente que los jóvenes
del pueblo probaban su fuerza levantando aquellas piedras. A pesar de nuestras
corteses aunque no enérgicas protestas, fue llamado el campeón del pueblo: un
joven bastante gordo con pantalón vaquero y camiseta estarcida de manga corta
(con un anuncio de Zapatos Bata, aunque él iba descalzo), que se adelantó
incitado por sus compañeros, como una muchacha ruborosa. Se quitó la camiseta
mostrando un pecho suave, redondeado, casi femenino. Se acercó a una de las
piedras, probablemente la más pesada, pues por algo era el campeón, y, con
súbita decisión, tiró de un extremo hasta que el monolito quedó de pie. En esta
posición, parecía más pesado, al alargarse su sombra en gran manera. El
muchacho se agachó y abrazó la piedra, como abrazaría un padre al hijo pequeño
que acabase de demostrarle su necesidad de afecto. Entonces trató de erguirse
con su carga, y toda la multitud (pues nuestro arco de espectadores se había
multiplicado y convertido en un círculo completo con la llegada de muchos
habitantes del pueblo), guardó un tenso silencio, manifestación de empatía con
su esfuerzo. Al primer intento, la piedra le desequilibró, y tuvo que soltarla
bruscamente, saltando atrás para que no le aplastase los dedos de los pies
descalzos. A la segunda tentativa, logró subirla sobre sus muslos y después más
arriba, de manera que la piedra pareció estar buscando una entrada, como un
enorme y resbaladizo parásito, hasta que, desvanecida su sonrisa por el
esfuerzo, consiguió el campeón cargarse el monstruo sobre los hombros. Dio una
vuelta para enfrentarse con todo el círculo de espectadores y dejó caer la
piedra al suelo, con un ruido sordo que se confundió con la salva de aplausos.
La rapidez con que el joven se hundió entre las sombras pareció atestiguar,
modestamente, que no se trataba de un mérito personal sino de un don divino que
le había sido otorgado; ahora había sido empujado por los otros, como los
paseantes ociosos de mi Norteamérica natal empujarían a uno de los suyos, para
ser interrogado por el hipotético marciano de Fernando.
El
jefe y los dos curas habían presenciado también la exhibición y, al advertir
nuestro entusiasmo, hicieron que trajesen una cerbatana y llamaron a un aldeano
particularmente hábil en su manejo, un viejo estevado con varios dientes
artísticamente extraídos, y unas cicatrices en forma de cheurón en cada
mejilla, para que acertase con sus dardos emplumados en pequeños blancos (una
hoja doblada, una pelota de ping-pong), dejados caer a muchos pasos de
distancia en la plaza. La cerbatana tenía al menos tres metros de largo.
También nuestras sombras se habían alargado notablemente, mientras el frío del
anochecer se dejaba sentir en nuestros cuerpos mojados; Conchita tenía carne de
gallina en los muslos, cada uno de los bultitos proyectando su propia sombra
diminuta, y el fino vello se había erizado en los antebrazos de Esmeralda, como
plumosos llecos de una rara avis tropical. Sin embargo, invitados a probar la
cerbatana, nos resignamos a hacerlo, divirtiendo a la multitud con nuestras
hinchadas mejillas y nuestra mala puntería.
Hay
que recalcar que todo se hizo con un tacto no siempre obligado en tales
intersecciones culturales. Rápida y ligeramente, se dispersó la multitud. El
humo de las cocinas, a un tiempo dulce y acre, impregnó el aire con su olor.
Una luna gibosa y traslúcida había aparecido en el cielo todavía azul. Fuimos a
nuestras habitaciones a prepararnos para el festín.
¡El
festín! Carne de oso hormiguero y de coatí nadando en una salsa salpicada de
trocitos de insecto, y acompañada de pasta de alcachofa y fruta Pijiguao
hervida, servido todo ello en la larga mesa de tablas de la cabaña de los
banquetes, entre una plétora de brindis al progreso, la amistad y la
destrucción del imperialismo. Después, nos sentamos al aire libre, a la luz de
la luna; el suelo de la plaza era tan firme y nivelado como el de un salón. El
sacerdote indígena se agachó para rascar afectuosamente el cuello de un perro
lampiño que, como unos cuantos niños desnudos, había acudido silenciosamente
para reunirse con nosotros. El jefe había desaparecido. Nuestros pilotos se
habían retirado con algunas muchachas de ojos de ónice a las que habían
conocido en la orilla del río. El cura alto y pálido, que era un chiquillo
cuando sus padres habían huido de Franco, esbozó su opinión y respondió a
nuestras preguntas. Las rápidas y segmentadas palabras españolas (comunidad, economía,
advenimiento, modos de producción), fluían como agua chispeante a través de mis
oídos. Una botella de vino proyectaba su sombra medio vacía sobre la tierra
blanquecina, a la sorprendente luz de la luna. El perro se acurrucó hecho una
bola maciza, como un armadillo, junto a los zapatos de pulidas punteras del
sacerdote rollizo. Las manos del otro cura, con sus apasionados ademanes,
parecían elegantes y blancas, aleteando como murciélagos en una película en
negativo; pero su voz nunca se elevaba sobre su tono igual, amable, prudente,
explicativo. La resplandeciente y ladeada luna parecía teñir en lo alto un gran
reino de los cielos a su alrededor, de un color de espliego que anegaba las
propias estrellas. La franja de jungla que se extendía a lo lejos, en torno a
nosotros era baja y tan continua como el horizonte oceánico. Y pensar que era
aquella la única conversación de esta clase que se desarrollaba en un espacio
de mil quinientos cuadrados, o más... Era un verdadero lujo, expresión de la
tranquila grandeza humana.
-Lo
único que pedimos al Gobierno -proclamó nuestro anfitrión, en su tono melódico
y suave aunque apremiante-, ¡es que nos deje en paz!
Cuando
los buenos sacerdotes se fueron a la cama, se materializó otra botella de vino
y, como los niños que salen del colegio, fuimos a dar un paseo que se convirtió
en carrera. El trozo de calle iluminada por la luna, que había servido de pista
de aterrizaje a nuestros aviones, era una invitación a la velocidad; nuestras
pisadas resonaban, nuestra risa contenida se convertía en un jadeo estático;
volábamos. Pepe, Ortega y Raúl, nuestro experto en lingüística, llevaban la
delantera. Conchita y Esmeralda, sorprendentemente ágiles y veloces, les
seguían, asidas de la mano y riendo. Fernando, Salvador, nuestro prosaico
agrónomo y yo, corríamos pesadamente en retaguardia.
Nos
detuvimos en el lugar donde los árboles de la jungla, al acercarse, parecían
más altos. Sus copas, entrelazadas con lianas, se inclinaban sobre nosotros
como cabezas de solícitos gigantes. Detrás de aquella pared de oscuridad, se
percibía un alegre murmullo de vida y, a lo lejos, el suave e incansable rugido
de las cataratas del río, a nuestra izquierda. Más allá de esta pared, la
profundidad del bosque se extendía prácticamente infinita, semejante a la
profundidad del cielo nocturno que nos cubría. Al mirar hacia atrás, vimos la
pista como debe verla un piloto en el momento antes de aterrizar: como un cono
de seguridad luminosa flanqueado de vagas formas fatales. Su aislamiento era
parte esencial del plan del pueblo ideal. Si no hubiese estado tan lejos, la
mano del Gobierno lo habría alcanzado, y el jefe no habría abandonado su
quiropráctica, ni se habría puesto su cinturón de plumas.
Como
era de prever, dormimos mal en nuestras hamacas, incapaces de volvernos boca
abajo y produciendo, cada movimiento un balanceo que nos mareaba. Hubo un
curioso sonido de risas ahogadas al otro lado de nuestras ventanas a la mañana
temprano, en la hora sedosa y negra que media entre la puesta de la luna y la
salida del sol. La partida resultó ser una operación presurosa y sin gracia.
Los pilotos sufrían visiblemente la depresión que sigue al coito, así como la
ansiedad producida por los kilómetros y kilómetros de tierra verde y salvaje
que habían de sobrevolar. El jefe se presentó sin su chaleco gris, que por lo
visto se había puesto ayer en consideración a nuestro presunto sentido de la
decencia. A Conchita le regalaron un collar de dientes de tapir; Esmeralda pudo
comprar con descuento una figura tallada de coatí. Nos despedimos y agitamos
las manos mientras nuestros dos aviones cruzaban al unísono la plaza de tierra
batida, volaban sobre el río y se alejaban.
Solo
semanas más tarde, cotejando nuestros Diarios al preparar el informe para el
Gobierno, nos dimos cuenta de que todos nos habíamos sentido dichosos,
dichosos, dichosos, de marcharnos de allí. El hombre no fue creado para morar
en el paraíso.
en Confía en mí, 1987
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