Una tienda, un
enfoque.
Tanta calma
interrumpida por una mosca que ronda. Y el tendero: hombre de edad y con
hábitos añejos, en su postura corriente, rostro impasible, ceñudo, codos sobre
el mostrador, escrutando con sus ojos de caballo el vuelo aquél vivaracho. A
mis años —se había dicho varias veces en las últimas semanas— ya no existen
privilegios.
Su misión
absolutista para el resto de sus días, ninguna urgencia ni qué, no preocuparse
por nada, ¡al diablo la explicadera!, las mañosas conjeturas que no desmienten
las causas de lo que fue y sigue siendo, que no ayudan a entender lo que es:
probablemente, y en cuanto a lo que jamás será: ni modo de que ahora sea:
tomando en cuenta sus fuerzas —ya mermadas— y también, porque es preciso, sus
ayeres tan tremendos.
Por ende se
dilucida: No me importa lo que pase. Aceptado esto enseguida: su metáfora
vital: Odio la comparación, pero entiendo que hay más casos como el mío...
Pero hay
entretenimiento; entonces: si la mosca se parase en una de sus mejillas él
nunca la espantaría, pese al cosquilleo en un punto de sensaciones pirrungas,
ya que ella se cansaría de estar tanto tiempo allí. Pobre mosca, pues dejarla…
que volara y se saliera: ¡qué mejor! Devolver: daba lo mismo.
Él, así, como una
estatua.
Aire tibio, sin
embargo, poco insecto que se metiera a la tienda. Excepto... Fenómeno algo
extraño si se sabe que una atmósfera caliente atrae a moscas, moyotes,
cucarachas y de más. Aquí no. Sí: la figura desvalida de este anciano casi con
la mente en blanco: cual pereza inmemorial.
Para cualquiera
que a cualquier hora del día camine por esa calle empinada donde es cosa de
voltear leve, mínima curiosidad. El rectángulo de luz dejando ver la figura: la
puerta abierta de día, y hacia adentro: acaso una perfección de grisura sin
contrastes. Dicho sea: desde hora muy temprana el hombre abría su comercio y
luego luego a ponerse en su postura corriente.
Aunque en la
noche, al revés: la lámpara de petróleo amarilleando el entorno y el íncubo
resplandor se arrastraba sin encuadre hacia la calle donde las sombras al paso
alargábanse deformes: Alguien vendrá a comprarme algo...
¿Qué vendía el
abarrotero? Hace mucho su comercio fue el más pródigo del pueblo. Los surtidos
abundantes, por lo mismo, entrando y saliendo gente con chiquihuites cargados.
Pero ahora únicamente vendía dulces, chicles, pan: enmohecidos de viejos. Ni
cervezas ni refrescos, no jabón, aceite, harina, no variedad de botanas, como
antes, tanto abarrote vendible.
Y se explica:
desde que murió su esposa, dos-tres semanas atrás, le parecía que de ella sólo
quedaba su sombra… Y las sombras también mueren… Además, dejaron de interesarle
los negocios venturosos, hasta la misma comida que antaño zampaba harto, hoy le
producía tanto asco nada más imaginar los empachos y las náuseas. Había una
nueva razón: el hambre era una riqueza de manera; pero comía cuando ya las
vagas fuerzas de tajo lo despachaban de sí. Comía dulces y pan duro, ¡qué
sabrosos!, ¿por qué no? Abría la tienda a propósito no para vender lo menos ni
para hacerle la plática a la gente compradora aunque fuera por momentos, sino
más bien por manía, esa manía insuperable de mirar apaciguado los cruces
relampagueantes. Animales o personas, posible una bicicleta, una gaya mariposa,
también algún automóvil, sin que aquello fuese alivio para su pena ejemplar.
Hasta lo que vino a cuento una mañana de tantas de que un humo imperceptible le
salía de su cabeza para diseñar lo etéreo en sus ratos de nostalgia o cuando sumaba
cosas: ya nunca le interesó, tal vez porque las ideas son flores dificilísimas
que necesitan regada, y ahora, pues, el agua de los ensueños había cambiado de
sitio. ¿El agua? ¿Se puede llamar así a lo que no tiene forma? No, quizás…,
imprecisiones… Todo luengo y condenado a una curva engañadora, a un futuro
negador. ¿Para qué dejarse ir con asombros que se esfuman? Aunque a veces, en
estos últimos días, en toda su mente en blanco aparecía por desgracia algún
recuerdo empañado, como un punto por ahí: Hace muchísimos años un fuereño
bigotón mató a mi único hijo de un balazo en la cabeza. Creo que fue por líos
de faldas. Pobre muchacho inocente, ¡tan jovencito que estaba! Y pues ni antes
ni después vinieron otros retoños. Aquel hecho desgraciado espantó las
pretensiones maternales de la que ahora estaba muerta, pues prevalecía el temor
de que si naciera otro hijo correría la misma suerte y… El recuerdo aquél
siniestro poco a poco fue apagándose en la mente del tendero, que si bien,
estaba en blanco, esa mosca inevitable, como señal volandera, removía lo
innecesario. A poco de acostumbrarse al ruidillo molestón, porque adentro ésta
exprofeso daba vueltas y de pronto por cansancio o por jugada parábase mucho
tiempo en la nuca o en los brazos de este hombre quien jamás la iba a espantar
y si se fuera la ingrata él no andaría con rasquidos, supo que ese punto alado
era la conjugación de los espíritus muertos. La visita del recuerdo que
circunda mientras permanezca abierta esa tienda ahora irreal. El sesgo de realidad
en todo caso se hacía cuando un niño despistado entraba a comprar un dulce y el
hombre, precisamente a sabiendas de que sus rancios golondros afectaban a
cualquiera, en lugar de cobrar quintos los regalaba advirtiendo acerca de la
dureza y del futuro peligro. Aparte de tales ratos, había otros más incómodos,
cuando una mujer entraba dando el pésame sincero. Aquello era un sacrificio
para el hombre que, con luto bien manejado, inclinaba su cabeza sin decir una
palabra. Tal actitud sorprendía a quien osara siquiera hablarle una cosa
mínima. Un silencio doloroso que mejor es respetarlo. Y nadie ya que quisiera
entrar allí: ¿para qué? Siendo que pasando días el insecto susodicho seguía
frecuentando el sitio donde nadie se paraba. Para el hombre aquel punto volador
bastante identificado llegó a ser divertimiento, verlo ahí y acá imprudente le
pareció inverosímil; tanto así que cada vez se olvidaba de comer lo que su
cuerpo pedía, y sí algo para adentro, más o menos, pero le resultó ideal
pasarse bastantes contemplando las acciones en el aire de la mosca como si ella
dibujara una maraña invisible que recalcara día a día. Pero también ya empezaba
la infestación del lugar: rincones con telarañas, varias hileras de hormigas,
cucarachas que vagaban inclusive encima del mostrador. El hombre permanecía
como siempre en su postura corriente, sin moverse y a la vista de los cruces en
la calle. Sólo móviles sus ojos, esos ojos de caballo… Para cualquiera que
pase, hoy, mañana, cuando sea, y voltee hacia la tienda que alguna vez fue
abundante, verá la estampa del hombre carcomiéndose en la sombra… Mientras
tanto, la mosca sigue rondando...
¡Dejarla!… Ella
luego moriría y de muerte natural.
en
Registro de causantes, 1990
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