El abuso de la bebida en nuestra sociedad es uno de los aspectos que incluye el abuso del placer en general. La “regla del agape” nos enseña a dar precedencia a los demás, que no existimos para reclamar las cosas buenas, sino para darlas, y que el placer no es un fin en sí mismo, sino un bien que se cosecha a partir del bien que hayamos sembrado. Nuestros educadores modernos se ríen de esta regla, a la que tampoco deja espacio esa pantalla que parlotea como fondo de la vida moderna. Incluso si el bebedor pudiera escapar de la locura del ambiente a algún refugio adecuado, donde le fuera permitido pensar, donde se estimule la virtud y se disfrute de la amistad, iba a encontrarse con dos temibles oponentes: jouissance (placer) y ressentiment (resentimiento). El primero fue señalado por Bataille y Barthes como el verdadero fin de la cultura[2]; el segundo ha sido denunciado por Nietzsche como un fruto indeseado de la cultura. El primero considera que el placer es un bien, el segundo lo entiende como enemigo del amor. En el plano intelectual, el primero tiene su prototipo en el hedonismo burlón del intelectual francés; el segundo en la filosofía de la “justicia social” que proponen los gurús grises de las academias anglo-americanas.
La filosofía de la jouissance, que ha sido dominante en los estudios literarios occidentales desde los acontecimientos de 1968, permite cualquier forma de transgresión y la justifica como desafío a las “estructuras” del poder burgués, y pone el placer como fin de la vida. Ese es, al menos por lo que yo he leído, el mensaje que transmite la historia de la sexualidad de Michel Foucault, y la “deconstrucción” de Jacques Derrida. Se trata de un mensaje que ha encontrado eco en la cultura francesa desde que Georges Bataille elevara el érotisme al rango que una vez había ocupado el amor en nuestros sentimientos sociales. Perseguir el placer como fin, desafiando las tradiciones e instituciones que se puedan interponer, para cerrarse en el círculo del propio placer elegido y contemplar desde allí su vacío —esa es, me parece, la enseñanza de los nihilistas que han dado forma a los nuevos currículos en humanidades. Su mensaje está protegido de la crítica por el galimatías intimidatorio con el que se ha armado.
A mi modo de ver, es igual de perniciosa la filosofía de la “justicia social” que han creado Rawls y sus seguidores —una filosofía que se ha dedicado a la justicia pero no entendida como un aspecto de las acciones y motivaciones humanas, sino como una condición de la sociedad, en la que no se presta la debida atención a la forma en que se produce esa condición humana[3]. Esta forma de pensar lleva a creer que todas las desigualdades son también abusos, que somos “titulares” de cualquier bien que pueda rectificar nuestras circunstancias adversas, y que la justicia ya no es una forma de respeto a las demás personas y a su libertad, sino una imposición de la igualdad a todo el mundo, con independencia de sus energías, talentos, acuerdos e intereses.
Desde este punto de vista, en la “sociedad justa” no tienen cabida el sacrificio, el servicio o el don. Si el remedio a la pobreza es una “titularidad”, entonces esa solución no se puede entender como un don que se ofrece al que sufre, porque ya es algo suyo por derecho. Tampoco quien ha sufrido tiene ningún motivo para sentir gratitud, porque sería equivalente a renunciar a sus propios derechos. En una obra reciente, escrita con la intención de llevar la teoría de Rawls hasta las “fronteras de la justicia”, Martha Nussbaum afirma que una teoría de la justicia debe hacer frente a las “injusticias” que sufren las personas con defectos de nacimiento y otras minusvalías, y que debe extenderse a la concesión de derechos a los animales. Con esta interpretación del sufrimiento —como una “injusticia” que se debe rectificar— Nussbaum presupone que somos capaces de remediar la contingencia del ser, de que podemos dominar los accidentes del destino en base a una ecuación suprema y necesaria. Es inevitable que una propuesta así también incluya la creación de un Estado todopoderoso, que pueda hacerse cargo de todo, y que conduzca a la diosa Fortuna hasta la franja crepuscular del horizonte humano. Semejante Estado-máquina va a imponer un orden que no tendrá relación alguna con lo que queramos, o pretendamos, con lo que estemos de acuerdo o por lo que luchemos, tendrá un orden establecido para defender y cometer la injusticia: ¿no hemos visto ya que esto es lo que sucede? Peor aún, Nussbaum defiende un mundo en el que el ágape ni siquiera se entienda.
Vamos a suponer por un momento que aceptamos su propuesta, y que vemos como víctimas de la “injusticia” a todos aquellos rechazados que han recogido las Hermanas de la Caridad de las calles de Beirut Oeste destrozadas por la guerra. Supongamos también que trabajamos en la implantación de un sistema político que pueda arreglar su destino, porque sea capaz de proveer de la mejor forma posible las distintas “capacidades” que rigen el bienestar humano. ¿Qué quedará entonces del don precioso que han recibido en aquel lugar de refugio? ¿Qué del don de un amor al que pueden corresponder, y a cuyo amparo ellos pueden crecer? Es seguro que ya no podría ofrecerse. En lugar del amor, solo podrían recibir los bálsamos rutinarios de un Estado que nunca va a poder compensarles por su tremenda desgracia. En lugar de dar, solo aprenderán a recibir, en vez de gratitud aprenderán resentimiento. La idea de que el sentido de la vida se encuentra en el servicio y el sacrificio será extraña a su autoconocimiento, porque nunca se verán en la ocasión de realizar esas prácticas, o con alguien que les enseñe su significado humano.
¿Cómo es posible que existan seres contingentes? La pregunta que Avicena, el filósofo y científico persa, formulaba en abstracto admite una respuesta concreta. Caso por caso, podemos llegar hasta la subjetividad de los objetos, para entender a cada ser desde su interior, como manifestación del atman, de “la conciencia del mundo”. Entonces, este aspecto ha cambiado para nosotros. Eso que antes parecía arbitrario se ve, en cambio, en su relación con el ser necesario del que dependen todas las cosas. Entonces el ser adquiere sentido para nosotros, no en cuanto puro ser, y tampoco como un “estar ahí” sino como “ser dado”. Este es el mensaje de la religión: y llegamos a entenderlo cuando descubrimos el espíritu de donación que está dentro de nosotros mismos.
Mefistófeles se describe a sí mismo ante Fausto como der Geist der stets verneint (el espíritu que siempre niega). En cuanto tal, es lo contrario del ágape, que es el espíritu que siempre crea, porque se guía por el don y el sacrificio. Por medio del ágape llegamos a superar la culpa de nuestra propia existencia; reconocemos que la contingencia trae consigo el sufrimiento, y que nuestro deber no es recrear el mundo, sino dar a aquellos que son tan vulnerables como nosotros por su contingencia. Esta transformación espiritual, por la cual llegamos a aceptar el sufrimiento y el sacrificio, hace que encontremos en ambos el orden moral que da sentido a nuestras vidas, y se define muy acertadamente como “redención”. Aunque es difícil llegar a percibir su significado por medio de un argumento abstracto, el arte y la religión son capaces de conducirnos hasta allí por medio de los símbolos. También el vino arroja algo de luz por el camino y, en su uso ritual, nos conduce al centro del misterio.
El Parsifal de Wagner empieza con un acorde en La sostenido menor, que se mantiene fuera del compás durante siete notas, que se elevan con un arpegio disonante y que se resuelven, a nivel rítmico, armónico y melódico, con un descenso a Do menor. Este tema se desarrolla a lo largo de todo el Preludio, y vuelve a aparecer después, cuando un herido Amfortas ofrece los dones del pan y del vino sobre el altar, que a continuación le son ofrecidos de nuevo. Hay una razón por la que este tema domina el Preludio: el significado de la Eucaristía está contenido en la música, no en las palabras ni en la acción. La música importa al drama una emoción que se ha desarrollado fuera de él, en la prolongada meditación simbólica del Preludio.
Wagner ya había hecho uso de esta técnica en Tristán e Isolda, cuyo Preludio genera una emoción que los oyentes ya reconocían en su interior, antes de poder expresarla en palabras, o de entender la situación a la que está asociada. En Parsifal es todavía más importante la presentación extradramática de la emoción: porque no hay nada en el drama a lo que se pueda asociar por sí mismo el sentimiento que genera el Preludio. La Eucaristía es, en palabras de Eliot, «un punto de intersección de la eternidad con el tiempo», un asomo al corazón del ser desde el límite de este. La emoción que nos lleva hasta él no tiene un objeto humano, ni está atada a un determinado drama meramente humano. Emerge de un anhelo primordial que está contenido en el mismo ser, y que, según la comprensión cristiana, ha dado fruto en el sacrificio de Cristo. No es fácil expresar este anhelo con palabras, aunque se puede reconocer de forma inmediata en la música. Lo que la hace reconocible no es la asociación de ideas, sino el mismo significado de lo que escuchamos, en su desarrollo por la línea melódica, que requiere la consiguiente armonía, y que conduce a través de todos los pasos lógicos hasta una maravillosa frase resolutiva y a un lapso de pena, consuelo, remordimiento y gozo, al final del Preludio. En ese momento desaparece en un gran castillo en el aire, construido desde la séptima dominante de la clave, que no resuelve sino que se disuelve, igual que las estrellas en el amanecer.
La Eucaristía que se presenta al final del primer acto llega hasta nosotros y se presenta como algo que ya hemos vivido, y no una sola vez, sino en aquel momento al margen del tiempo que ha sido captado en el Preludio. Se trata de un instante de reconocimiento, y también de meditación. Con una intuición inmediata y sin palabras, reconocemos la lógica emocional que conduce desde el mal camino, pasando por el sufrimiento y el sacrificio, al perdón. Así es el don del Redentor, que trae el perdón y con él la libertad —libertad del resentimiento, y de la visión instrumental que deriva de la búsqueda de la propia ventaja. Con este ejemplo, él purifica la comunidad, al mostrar que es posible dar, también a las personas que nos odian, y hasta el extremo del sufrimiento. El momento en que estaba colgado en la Cruz, pidiendo perdón para sus torturadores, en cierto sentido tiene menos significado que el relato de que lo hizo —esa historia que da sentido al rito que vemos celebrarse delante de nosotros, porque en él se elimina la contingencia. Ese ritual no es un hecho producido por casualidad, sino que es la constante puesta en acto de una ley necesaria. Aquí, en su celebración cotidiana, se realiza el milagro de la salvación: se renueva una comunidad que lava sus resentimientos en la sangre del cordero sacrificial.
¿Por
qué es importante este rito, y por qué el vino tiene que formar parte de él? La
“acción de gracias” cristiana o Eucaristía (el término que usaban las
primitivas comunidades cristianas) se formó a partir de la tradición judía de
la comida festiva, en la que es obligatorio tomar vino como signo de la
felicidad que da a la humanidad un Dios que es amor. Esa comida empieza con el Quiddush, donde primero se levanta la
copa y se bendice a Dios como «rey del universo, creador del fruto de la vid»,
y después se parte el pan para distribuirlo entre los presentes. Este hermoso
ritual recibió un significado añadido cuando Cristo lo usó para anticipar y
hacer ritual su propia Pasión, y encuentra equivalentes en los antiguos cultos
mistéricos, que asocian los dones del pan y del vino a Ceres, Proserpina y
Dionisio. Esto no explica la Eucaristía, solamente es un añadido a las cosas
que hay que explicar. No obstante, apunta a otra forma de entender las cosas.
La cena festiva es un sacrificio, en que la experiencia del don crea unidad
entre los presentes y también —en la comprensión cristiana de la realidad— por
la memoria del don supremo, que es Dios mismo ofreciéndose como víctima sacrificial
para redimir los pecados de la humanidad. Con este sacrificio rememorado, y el
acto de la “Comunión” en el que se conmemora, los cristianos obtienen un
misterioso consuelo, un sentido de renovación a través del amor, al que George
Herbert ha dado expresión en unos versos que hablan, pero no explican:
El amor es ese licor dulce y tan divino,
La música de Wagner habla igualmente sin dar explicaciones. Tal vez deberíamos dejar el tema en este punto, confiándolo a las manos de dos grandes artistas, sacerdote cristiano uno, agnóstico hombre de mundo el otro.
En todo caso, ya hemos intentado dar una explicación, de la mano de René Girard, en una serie importante de estudios que continuaron su seguidor disidente Eric Grans y bastantes críticos y teólogos[4]. Su concepto central es el siguiente: nosotros, seres humanos, vivimos unos junto a otros en un estado de rivalidad permanente, llenos de una ira que proviene de ese mismo ressentiment, que ya había destacado Nietzsche, y que se transforma en otras formas de humillación, ira y deseos de destrucción. Estas tienen como consecuencia la competición y el triunfo del otro. La historia pone de manifiesto lo que sucede cuando un loco líder carismático decide hacerse cargo de ese resentimiento. Entonces la gente reclama con hambre una víctima, lo cual es característico de la condición humana, y en realidad una prueba del pecado original. Y si se quiere una víctima, también se encontrará.
A pesar de todo, muy en el fondo sabemos que dar expresión a nuestros resentimientos no nos libera de ellos, y que el asalto violento a los judíos, a los kulaks, a la burguesía, o a cualquier grupo, no limpia el veneno que hay en nuestros corazones: solo añade más veneno. No hay más que una cosa capaz de limpiarnos, y es el acto de ofrecer y de recibir el perdón, que es una redención del odio, no una fuerza compensatoria para limitarlo. Hemos sido elevados al nivel de este cambio existencial por un ejemplo que nos hemos puesto nosotros mismos, al que hemos cargado con todo el peso de nuestra agresión, y aun así recibimos su amor aquiesciente.
Nuestro pecado se encuentra en el orden de las cosas: nos acompaña constantemente, y por eso la verdadera redención tiene que producirse fuera del tiempo, como una absolución renovada interminablemente. El Redentor es aquel a quien hemos elegido como ejemplar nuestro, es también una víctima sacrificial, pero para nuestro asombro, perdona a sus torturadores y al hacerlo nos está señalando el camino para perdonarnos mutuamente. Sin embargo, es necesario volver a poner en acto este sacrificio, y nosotros mismos hemos de convertirnos en parte de él. Esos eventos, que tocan el misterio mismo de nuestro ser en el mundo, no se entienden solamente con una doctrina teológica o un análisis psicológico. Se entienden de otra forma, que es por medio del rito y de la meditación. Repetimos en nosotros el sacrificio del Redentor, nos hacemos una sola cosa con él, y así somos elevados al nivel existencial en que se encuentra, y en el que se sitúa por encima del resentimiento y más allá de él.
En este punto el vino tiene un papel muy importante. Actualiza en nosotros la unidad primordial de alma y cuerpo: ese líquido capaz de caldear el corazón despierta en nosotros la meditación, porque parece ser portador de mensajes dirigidos al alma. Pero lo hace produciendo cambios en el cuerpo, que percibimos como una intuición que nunca podremos explicar bajo la categoría de verdad. Con el objeto determinado captamos la identidad absoluta del sujeto libre: de esta alma que soy yo, con este cuerpo que es mío. En la Eucaristía, esa intuición recibe un uso dramático. La copa no es un mero símbolo, sino una puesta en acto. Los sufrimientos del Redentor, junto con su perdón, se me ofrecen y constituyen parte de mi existencia en el mundo. De esta forma, yo restauro mi posición en el esquema de la realidad, recupero la posesión de mí mismo en la libertad, y contemplo a los demás seres humanos como sujetos libres, a quienes puedo dirigirme nuevamente con amor.
En el curso de todos nuestros proyectos sociales, incluidos aquellos de la amistad y del amor, se encuentran también las adicciones que los destruyen, porque sustituyen el ascenso hacia la felicidad por el declive hacia el placer gozoso. Para un alcohólico, la próxima bebida tiene precedencia sobre todas las relaciones. La adicción al sexo es parecida, aunque en este caso el objeto del apetito y el proveedor de los estímulos narcisistas es la persona del otro; o en cualquier caso su representación imaginaria. El adicto acaba por verse dominado por la ansiedad, y pierde la capacidad de darse, de un yo a otro yo. Por este motivo, aparte de la preocupación por el eros ascendente sobre el que ha escrito Platón, deberíamos estar alerta frente a las trampas que nos tiende la lujuria.
Parsifal tiene una trama secundaria interesante, protagonizada por el esquizofrénico Kundry. El tema de la subtrama es la lujuria, entendida como una “caída” del reino del amor, que se entrega libremente al apetito. Kundry no entiende el don que ha hecho el Redentor, y se burla, de él y del amor sacrificial que se le ofrece. Como castigo, es condenada a la esclavitud sexual y al propio desprecio que deriva de tratarse a sí misma como objeto de lujuria. Tan fuerte es ese desprecio de sí misma, que llega a dividirla en dos: una parte de ella —la que anhela la salvación— no percibe la otra —aquella que vive aprisionada en la carne.
Su esclavizador, Klingsor, a su vez había sido esclavizado, en su caso por la lujuria. Desearía liberarse de ella por medio de la automutilación. Pero no es posible alcanzar forma alguna de libertad por ese medio: el acercamiento lujurioso a los demás no se puede extirpar con el odio a uno mismo. La única salida es superarlo por el amor. Por eso, Klingsor permanece encerrado en el reducido circuito de la adicción, pulsando con una locura frenética un botón que ya no le proporciona ningún placer. En el estremecedor Preludio al Acto 2 de Parsifal se nos presenta el alma de Klingsor, en la que se nos muestra cómo se siente al haberse convertido en objeto para sí mismo, anegado por el resentimiento, incapaz de dar amor o donación o sacrificio, y sin conocer otra alegría que la producida por la caída de otras personas. Y en la música del Viernes Santo del Acto 3 encontramos la brisa pura de la Redención, en la que todas las malas acciones del mundo son borradas por el don del perdón, y cada persona despierta a la presencia del prójimo, para volver a vivir en libertad. Entre los dos episodios se sitúa la historia de la redención de Kundry.
La adicción produce una pérdida sistemática del sentido de la realidad, que es reemplazado por un mundo ilusorio. El alcohólico, el drogadicto y el adicto a la ira divina viven en mundos inventados por ellos mismos, que bloquean el acceso a las demás realidades y engañan al alma con pesadillas y ensoñaciones. Así es, en efecto, el castillo de Klingsor, que se desvanece junto con sus residentes, en cuanto Parsifal se apodera de la lanza: en otras palabras, en el preciso momento en que el antídoto a la adicción ha sido arrebatado a sus extremos más profundos. A partir de entonces, Kundry deja de ser un alma dividida, porque se ha desvanecido la parte de ella que encarcelada en la ilusión. Ahora, por fin, puede ser curada, y en la música que conduce a su bautismo, en el Acto 3, encontramos un trabajo extraordinario del jardín de su alma, hasta ahora descuidado —con un cromatismo desgarrador, casi atonal, que empieza en el Preludio de Schoenberg y adquiere lentamente sentido y dirección, hasta resolverse finalmente en el acorde en Si mayor de la música del Viernes Santo.
Mi propuesta sostenía que, cada vez que meditamos en el ser de las cosas nos esforzamos por verlas desde su propia perspectiva, como si cada objeto fuera también sujeto, con una razón de su ser, además de una causa. Es la postura recomendada por los upanishads, una posición que presenta de forma inteligible la contingencia de los seres contingentes, como una forma de dependencia. Pero cuando buscamos así el atman del mundo, ¿sobre qué exactamente estamos meditando? La respuesta del cristiano sería que estamos meditando sobre la Eucaristía. Pero lo mismo se puede decir en términos de hinduismo. Contemplamos el mundo como un don, garantizado por la actitud sacrificial que pone a los demás y su libertad por delante de uno mismo y sus necesidades. El mundo del ser contingente se describe frecuentemente como dado, como el data. Pero solo desde una perspectiva meditativa somos capaces de conocer su verdadero significado. La condición de donación que tiene el mundo solo se nos revela si nuestros corazones han sido purificados. En esto precisamente consiste la obra de la redención, y la activamos por medio del rito, de la meditación, y por medio del perdón que deriva de ambas.
La
interpretación del ser como un don que expresa el amor divino del que procede
el mundo es una noción común a las grandes religiones: se explica con detalle
en el Libro de los nombres divinos de
Dionisio el Areopagita y, siguiéndole, en La
incoherencia de los filósofos de al-Ghazâlî, en la Guía de perplejos de Maimónides, y en la Summa de Tomás de Aquino. Pero es una noción que para muchos de
nosotros se encuentra oscurecida por nuestra vida diaria —una visión que se ha
de adquirir, más que una realidad presente en el día a día. Son raros esos
momentos, como el que yo viví en Beirut, cuando la realidad y la suficiencia
del amor-don (como lo llamaba C. S. Lewis[5]) llega a nuestras casas. Por eso
tenemos que prepararnos, con el rito y la meditación, para esos breves
encuentros, para darles la categoría que pueden aportar a nuestras vidas
corrientes. Es lo que nos quiere transmitir Parsifal
con su extensa parábola sobre la Eucaristía. Cuando se recibe en el esquema mental
correcto, el vino nos muestra el significado de esa parábola y el valor de una
vida en la que el amor de donación ocupa un lugar central.
[*] Juego de palabras en inglés: Being and bingeing (NdT).
[2] Cf. Georges Bataille, L’erotisme, París 1957; Roland Barthes, Le plaisir du texte, París 1973.
[3] Cf. John Rawls, A Theory of Justice, Oxford 1971.
[4] Cf. René Girard, La violence et le sacré, París 1972; Le bouc émissaire, Paris 1982; Eric Gans, The End of Culture: Towards a Generative Anthropology, Berkeley, California 1985; Originary Thinking: Elements of a Generative Anthropology, Stanford, California 1987.
[5] Cf. C. S. Lewis, The Four Loves, Londres 1960.
en Bebo, luego existo, 2017
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