Y el justo seguía al enviado de Dios,
inmenso y claro, por la negra montaña.
Pero la angustia le hablaba en voz alta a su esposa:
aún no es tarde, aún puedes mirar
las torres rojas de tu natal Sodoma,
la plaza donde cantabas en el patio, donde hilabas,
las vacías ventanas de la alta casa,
donde a tu querido esposo le pariste hijos.
Lanzó una mirada, y paralizada por un dolor mortal,
sus ojos ya no pudieron mirar más;
y se convirtió su cuerpo en sal transparente,
y sus veloces piernas se soldaron al suelo.
¿Quién llorará a esta mujer?
¿No parece ser la menor de las pérdidas?
Sólo mi corazón no olvidará jamás
la que cambió su vida por una sola mirada.
en Réquiem y otros escritos, 2000
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