domingo, agosto 09, 2020

«Pascual Coña recuerda», de Jorge Teillier






Una cosa diré:
            Estoy viejo, ya creo que tengo más de ochenta años.
Conozco las estrellas:
            la estrella-carreta, el corral del ganado, el tirador,
            el rastro del avestruz, el boleador, el montón de papas
            o la gallina con polvos, el pellejo oscuro, el camino
                        de hadas.
            He visto caer las hachas de piedra, y una gran bola de
            fuego que corre como un tizón y trae la desgracia.


La piedra más apreciada es la llanca verde.
El canelo es nuestro árbol sagrado.
Las flores más lindas son la flor de gato y la lengua de loro.

Los años fríos se llaman «años machos», los sin heladas ni
            nevazones
«años mujer».
A veces se mueve la tierra,
            el Gnechen hace temblar la tierra.

La gente antigua no tenía nombre para los meses de los años.
Se orientaban diciendo:
            tiempo de los brotes, luna de las primeras frutas;
            tiempo de sol y de cosechas; cosecha guardada, caída
            de las hojas de manzano; brotes grises, luna cenicienta,
            estación de las
lluvias, lunas frías, escasez.
Y antes todavía
            se distinguían sólo el verano de las frutas silvestres
y el invierno cuando todo se había acabado.
Ahora el mapuche se ha chilenizado,
            habla como los chilenos,
            así yo digo:
                                    «Yo emprendí mi viaje a
Argentina el 13 de abril de 1882».
Primero vimos al Presidente Santa María en Santiago,
            Painemilla habló
con él, no le hizo caso.
Estuvimos en Buenos Aires,
            el Presidente Roca nos dio doscientos pesos, cuidó
            de nosotros,
            «de tal manera procede el hombre que tiene buen corazón».
Mi padre tenía un gran manzanar.
Había abundancia de manzanas,
crecían por todas partes,
los árboles se agachaban hasta el suelo por la abundancia
            de las frutas.
No se sufría hambre.
El que tenía ganas comía harina tostada y tomaba chicha.
Los mapuches se ayudaban entre sí cuando empezaban
            un trabajo,
esto se llamaba «mingaco».
La chicha se fabricaba para las fiestas: guillatunes, torneos de
cueca, matrimonios, casas nuevas, entierros, iniciaciones
            de machis,
y para que las almas de los muertos llevaran su cocaví.
Cuando desperté a la razón vivía con mis padres a orillas
            del mar,
en Rauquenhue. Allí me crié.
Jugábamos a las habas apostando lazos, lamas, cuchillos.
Jugábamos a la chueca.
Los mapuches tenían mucho apego a la chueca.
La Misión del Padre Octaviano fue jugada a la chueca.
Venció el equipo que estaba a favor del Padre.
Así se escaparon de la muerte él y su Misión.

Me aborrecieron por causa de mis tierras.
Los huincas por mi suelo no más pasaron.
Me ponían cercos en medio de mis terrenos.
Los fundos eran antes todos propiedades mapuches.

En las rogativas con un vaso trizado se lleva sangre y se dice:
«Aquí estás, Padre Azul, Aplastador del Río».
Después de cada rogativa diremos «Oom»
y él mandará sol o lluvia.

Ahora estoy enfermo, acostado en el suelo, esperando
            la muerte conforme a los antiguos usos.
El Padre Ernesto recoge mis palabras,
he abandonado todas las cosas de este mundo.




en Para un pueblo fantasma, 1978


















* Texto basado en Memorias de un cacique mapuche, de Pascual Coña, recopiladas y traducidas por el misionero capuchino de origen bávaro Ernesto Wilhelm de Mösbach y publicadas en 1929.


























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