viernes, agosto 28, 2020

“La Criatura”, de Edna O’Brien





En el pueblo siempre la llamaron la Criatura: la modista para la que abría ojales, el sacristán, que solía buscarla entre los bancos en las oscuras tardes de invierno antes de cerrar, y hasta Sally, la niña para quien copió la letra de una canción sobre la hambruna. La vida la había tratado mal, y sin embargo no solo no se quejaba, sino que siempre andaba con la sonrisa puesta, de modo que aquella cara de mejillas rosadas parecía más bien algo que pudiera comerse o lamerse; a mí me recordaba muchísimo a un buñuelo de manzana.

Solía encontrármela cuando volvía de rezar o de misa, o dando un paseo, y cuando nos cruzábamos me sonreía, pero nunca decía nada, seguramente por miedo a molestar. Yo estaba haciendo una sustitución en una escuela de un pueblecito del oeste de Irlanda y pronto descubrí que vivía en una casa diminuta enfrente de un taller mecánico que era también el local de las pompas fúnebres de la localidad. La primera vez que la visité nos sentamos en el salón y nos quedamos mirando las letras torcidas de la puerta. No parecía que hubiera nadie atendiendo la zona de la gasolinera. Un hombre se despachó su propio combustible. Tampoco había visillos que velaran el mundo porque, como me repitió una y otra vez, ese mismo día los había lavado, qué lástima. Me sirvió un vaso de vino de ruibarbo y compartimos la silla, que era en realidad un asiento de madera con respaldo de rejilla que había rescatado de la basura y barnizado ella misma. Después de aplicar el barniz había pasado la punta de un clavo por encima de la madera para crear una especie de jaspeado, y por las líneas más temblorosas se apreciaba dónde había vacilado la mano.

Yo venía de otra zona del país; en realidad, me había ido para superar una aventura amorosa y debía de emanar cierta tristeza que hacía que conmigo se sintiera muy a gusto y me llamara «querida» cuando nos veíamos y cuando nos despedíamos. Después de corregir los ejercicios del colegio, escribir en mi diario y dar un paseo, llamaba a su puerta y me sentaba con ella en el saloncito casi sin amueblar —desprovisto incluso de plantas o cuadros—, donde la mayoría de las veces me ofrecía un vaso de vino de ruibarbo y, de cuando en cuando, una porción de bizcocho de cerveza. Vivía sola desde hacía diecisiete años. Era viuda y tenía dos hijos. La hija estaba en Canadá; el hijo vivía a poco más de cinco kilómetros. Llevaba diecisiete años sin verlo —desde que la nuera la había echado de su casa— y los nietos que había conocido de bebés eran ya mayores y, según tenía entendido, muy guapos. Cobraba una pensión y una vez al año se desplazaba al extremo sur del país, donde vivían unos parientes en una casita de campo frente al Atlántico.

Su marido había sido asesinado dos años después de que se casaran: recibió un tiro en la parte de atrás de un camión en un incidente que más tarde las fuerzas británicas calificaron de «lamentable». Ella tuvo que ocultarle la muerte y las circunstancias en que había acaecido a su propia madre, porque esta había perdido a un hijo más o menos por las mismas fechas, también en combate, y el día del funeral de su marido, cuando las campanas de la capilla doblaron sin cesar, se vio obligada a fingir que sonaban por un calderero que estaba de paso y que había muerto de repente. No llegó al entierro hasta el último momento, con la excusa de que tenía cita con el cura.

Su marido y ella habían vivido con su madre. Crió a los hijos en la vieja casa de labranza, al final le confesó a su madre que ella también se había quedado viuda, y las dos unieron sus fuerzas para trabajar, hacer las tareas más arduas, cuidar al ganado, ordeñar, batir mantequilla y criar una cerda a la que llamó Bessie. Cada año adoptaba a los lechones como mascotas, también los bautizaba con nombres bonitos, y ellos la seguían por la carretera cuando iba a misa o a cualquier otra parte. Un jornalero inmigrante las ayudaba en los meses de verano, y en otoño él mataba un cerdo a fin de que se proveyeran de carne para el invierno. La matanza siempre la entristecía, y aseguraba que seguía oyendo los gruñidos del animal —los de todos ellos— después de tantos años, lo detallaba, y luego contaba que un cerdo especialmente malo se les metió una vez en la casa, hundió el hocico en los cuencos de nata y luego se tiró al suelo, roncando y eructando como un borracho. El jornalero dormía abajo, en el mueble cama, se emborrachaba los sábados y fue el causante de un accidente; mientras enseñaba al hijo de ella a tirar al blanco, el niño se voló tres dedos. Aparte de eso, su vida había transcurrido sin incidentes.

Cuando sus hijos volvían del colegio, ella les despejaba la mitad de la mesa para que hicieran los deberes —era una mujer desordenada— y todas las noches les preparaba manjar blanco antes de mandarlos a la cama. Le echaba colorante rojo, marrón o verde, según el día, maravillándose con las esencias de colores casi tanto como los propios críos. Cada año les tejía dos jerséis a cada uno —idénticos, de lana blanca— y se henchía de orgullo maternal cada vez que el niño hacía de monaguillo en misa.

Su economía sufrió un terrible revés cuando todo su ganado contrajo la fiebre aftosa, y para colmo tuvo que ver morir y enterrar por toda la finca, dondequiera que cayeran, a aquellos animales que ella tanto quería. Sus tierras fueron desinfectadas y estuvieron en barbecho más de un año; aun así, consiguió reunir dinero suficiente para mandar a su hijo a un internado, y tuvo la suerte de que le redujeran las cuotas debido a sus estrecheces económicas. El párroco había intercedido por ella. La admiraba y solía tomarle el pelo por las novelillas que devoraba. Los niños se fueron, su madre murió y ella pasó por un período en que no quería ver a nadie, ni siquiera a los vecinos, una fase que ella reconocía como su Huerto de los Olivos. Contrajo la culebrilla y una noche, al asomarse al pozo para sacar agua, miró primero hacia arriba, a las estrellas, y luego hacia abajo, al agua, y pensó en lo fácil que sería todo si se ahogara. Entonces rememoró la vez en que su hermano la había tirado al pozo en broma, y otra ocasión en que una de sus celosas hermanas le había echado por encima un balde de agua, y el recuerdo del impacto de aquellas dos experiencias, junto con una súplica a Dios, la hizo apartarse del pozo y cruzar a la carrera el jardín plagado de ortigas hasta la cocina, donde el perro y la lumbre, al menos ellos, la esperaban. Se puso de rodillas y rezó por hallar la fuerza necesaria para salir adelante.

Es fácil imaginar la alegría que sintió cuando, después de años dando tumbos, su hijo volvió de la ciudad, le anunció que se haría agricultor y que se había prometido con una chica del pueblo que trabajaba en la ciudad como pedicura. Ella les regaló una colcha de patchwork y un plantío de acianos que tenía debajo de la ventana, porque la futura novia estaba más que orgullosa de sus ojos azul violeta y aludía a ellos en cuanto se le presentaba la ocasión. La Criatura pensó que sería bonito tener unas flores a juego en la ventana, y muy apropiado, pese a que ella prefería los alhelíes, tanto por el olor como por su suavidad. Cuando la joven pareja volvió del viaje de novios ella estaba arrodillada quitándole la maleza al plantío; al levantar la vista y ver a la novia con su sombrero con velo pensó que ni un retrato al óleo podía ser más bonito ni suntuoso. Esperaba secretamente que su nuera le quitara los callos cuando se hubieran hecho íntimas.

Pronto tomó por costumbre salir a la vaqueriza para dejar solos a los recién casados, porque aun cuando subía al piso de arriba los oía. Era una casa pequeña, y los dormitorios quedaban justo encima de la cocina. No paraban de discutir. La primera vez que oyó palabras rabiosas rezó por que se tratara simplemente de una riña de enamorados, pero se hablaron con tanto rencor que se estremeció y se acordó de su difunto compañero, de que ellos jamás habían intercambiado una palabra fea. Aquella noche soñó que estaba buscándolo y que aunque algunas personas conocían su paradero no le echaban una mano. No tardó en darse cuenta de que su nuera tenía la desgracia de contar con un carácter avinagrado y resentido. Discutía automáticamente por todo: el precio de los huevos, las matas de patata que más convenía arrancar y hasta qué campos debían usarse para pastos y cuáles era mejor reservar para la labranza. Las mujeres se entendían más o menos durante el día, pero de noche, cuando él volvía, las broncas eran inevitables, y, como siempre, la Criatura salía a la vaqueriza o al camino mientras caía el chaparrón. Ya en su dormitorio se ponía bolitas de algodón en los oídos para amortiguar cualquier posible ruido. El nacimiento del primer bebé solo sirvió para exacerbar el nerviosismo de la joven, que al cabo de tres días se quedó sin leche. El hijo le pidió a su madre que lo acompañara al cobertizo, se encendió un cigarrillo y le dijo que mientras ella no le cediera la casa y las tierras su joven y entrometida esposa no lo dejaría tranquilo.

La Criatura lo hizo poco después, pues no habían pasado ni tres meses cuando cogió sus pocas pertenencias y se marchó de la casa donde había vivido cincuenta y ocho de sus sesenta años. Solo se llevó la ropa, la lámpara votiva y un tapiz que representaba unos barcos en un mar color cáñamo. Era un recuerdo de familia. Encontró una vivienda en el pueblo, y fue objeto de gran curiosidad y luego de escarnio por haber entregado su finca a su hijo y a su nuera. El hijo dejó de pasarle la asignación semanal que habían acordado, pero aunque ella consultó el asunto con su abogado, el día señalado no se presentó en el juzgado y se pasó la noche entera en la capilla, escondida en el confesionario.

Al oír aquella historia durante varios meses y comprobar que la Criatura se había resignado y comía sopa casi todos los días, que estaba ahorrando para comprar una manta eléctrica y que prefería con diferencia el invierno al verano, decidí ir a conocer al hijo sin que se enterase su esposa. Una tarde lo seguí hasta el campo donde manejaba el tractor. Me encontré con un hombre taciturno de mediana edad que ni siquiera se tomó la molestia de mirarme; prefirió concentrarse en liarse un cigarrillo. Lo reconocí sobre todo por los tres dedos que le faltaban, y me planteé la inútil cuestión de qué habrían hecho con ellos aquel fatídico día. Estaba en el campo grande al que la Criatura iba antaño dos veces al día con cubos de leche desnatada para dar de comer a los terneros lechales. Detrás de unos árboles se entreveía la casa, y no sé si por prudencia o por nerviosismo él se apeó del tractor, caminó unos metros y se plantó bajo un árbol, con la espalda apoyada contra el tronco nudoso. Era un pequeño majuelo, y yo, por superstición, vacilé en meterme debajo. Sus flores daban un aire como de ensoñación a aquel lugar por lo demás desolado. La tierra roturada tiene un elemento truculento, quizá porque recuerda a la tumba.

Parecía conocerme y se quedó mirando, en mi opinión con desagrado, mis botas de charol y mi capa de tweed. Me dijo que él no podía hacer nada, que agua pasada no movía molino, y que su madre había rehecho su vida en el pueblo. Cualquiera habría pensado que la mujer había prosperado o se había vuelto a casar, a tenor del tono cáustico con que él hablaba de «su propia vida». Tal vez había contado con que muriera. Le dije que su madre seguía pensando en él con mucho cariño, y contestó que siempre había sido una sensiblera y que si algo odiaba en esta vida era un pañuelo empapado.

Con muchos recelos accedió a visitarla y fijamos la cita para una tarde a finales de esa misma semana. Me rogó que no dijera nada a nadie, y entonces me percaté de que no quería que llegara a oídos de su esposa. Lo único que yo sabía de aquella mujer era que no se hablaba con ninguna persona, que había hecho reformas en la casa —ventanas más grandes y un cuarto de baño de obra— y que nunca se los veía juntos, ni siquiera la mañana de Navidad en la capilla.

Hacía ya un buen rato que había salido de la escuela cuando pasé por casa de la Criatura el día señalado; como de costumbre, ella me había dejado la llave en la puerta. Me la encontré adormilada en el sillón, muy cerca de la estufa, con el libro aún en una mano y moviendo los dedos de la otra, como si anduviese enfrascada en alguna labor. El bonito chal bordado estaba hecho una bola en el suelo, y lo primero que hizo al despertarse fue recogerlo y sacudirle el polvo. Me di cuenta de que le había salido una especie de sarpullido y de que su cara no se diferenciaba mucho de la de una rana, con sus ojillos de uva pasa hundidos bajo unos párpados rosados e hinchados.

Al principio no encontraba las palabras, se limitaba a menear la cabeza. Pero al final dijo que la vida era un calvario, un verdadero calvario. Intenté consolarla, sin saber exactamente de qué. Me señaló la puerta trasera y dijo que todo se había ido al garete desde el momento en que su hijo cruzó el umbral. Al parecer llegó por el jardín trasero y se la encontró dándose los últimos retoques en el pelo. Ella, cogida por sorpresa, recayó en un estado de agitación como hacía mucho que no sentía y no fue capaz de decir nada con sentido. «Creía que era un ladrón», me dijo, mirando aún la puerta, en la que su bastón colgaba de un clavo.

Cuando se dio cuenta de quién era, le puso de comer y de beber sin darle tiempo a recobrar el aliento, pero me di cuenta de que él no había probado bocado, porque el plato con fiambre de lengua de ternera seguía en la mesa, intacto. A su lado había una botella de whisky, vacía. Me contó que había envejecido mucho y que cuando alargó la mano para tocarle el pelo cano, él se apartó como si le hubiera dado corriente. Él, que tanto odiaba la sensiblería y los pañuelos empapados, debió de aborrecer aquella caricia. La Criatura le pidió que le enseñara fotos de la familia, pero su hijo no llevaba ninguna. Lo único que le contó fue que la chica estaba preparándose para ser modelo, y ella metió aún más la pata cuando dijo que no hacía falta embellecer lo que ya era perfecto. Llevaba periódicos en las suelas de los zapatos para aislarlos de la humedad; ella se los quitó e hizo amago de cepillárselos. Me imaginé la escena, la vi afanándose con el solo propósito de complacerlo y sin embargo crispándolo cada vez más. «Estaban secándose en la cocina —me dijo— cuando los cogió y se los puso». Se marchó antes de que a ella le diera tiempo a abrillantarlos, y lo peor fue que no le hizo ninguna promesa respecto al futuro. Cuando le preguntó si volverían a hablar, él había contestado: «Ya veremos», y me explicó que las dos palabras que ella más detestaba en esta vida eran «ya veremos».

—Me he equivocado —dije y, aunque ella no me dio la razón, supe que estaba pensando lo mismo, que a partir de entonces me consideraría una entrometida. De repente me acordé del majuelo, del campo roturado desnudo, del corazón de él, tan negro y adormecido como el del hombre al que yo pretendía olvidar yendo allí, y dentro de mí se liberó también un pesar gigantesco e inútil. Le había sido arrebatado aquel último hilillo de esperanza al que llevaba veinte años aferrada, y se había quedado sin nadie, sin nada, y deseé no haberme impuesto nunca el castigo de solicitar una sustitución en aquel agujero estancado y dejado de la mano de Dios.



en Objeto de amor (Antología), 2018











No hay comentarios.: