miércoles, agosto 12, 2020

“Historias de serpientes”, de Lauren Groff





Cariño, cuando Satán tentó a Adán y Eva, tenía motivos de sobra para no transformarse en una almeja parlante. Fue mi marido quien me dijo eso.

Esta afirmación suya ha empezado a parecerme tan ridícula como peligrosa, igual que la serpiente ratonera de un metro que mi hijo menor estuvo a punto de pisar en la calle ayer, creyendo que era un palo.

Si te paseas por Florida, seguro que alguna serpiente te vigila: hay serpientes en el abono, serpientes en los matorrales, serpientes agazapadas en el césped, esperando a que salgas de la piscina para sumergirse ellas, serpientes que miran tu tímido tobillo y se preguntan qué sentirían al clavarte los colmillos.

A nuestro alrededor, desde el otoño, y más o menos al mismo tiempo, otras cosas terribles han ocurrido en el mundo en general, han acabado muchos matrimonios, ya sea en una especie de callada deriva, ya sea en llamas. La noche en que mi marido me explicó el pecado original, estábamos borrachos y volvíamos caminando a casa a las tantas de la madrugada después de una fiesta de Nochevieja. Nuestro anfitrión, Omar Varones, había hecho una hoguera con el sofá en el que su mujer le había puesto los cuernos. Era un mueble vintage de mediados del siglo XX y habría podido venderlo por miles de dólares, pero es igual de cierto que las llamas eran de un asombroso e inesperado color verde claro.

Siento que me traiciono a mí misma cuando digo esto, pero es magnífico pasear junto a un hombre tan corpulento que nadie se metería con él hacia tu propia cama, a una hora en que todo el mundo duerme salvo las ranas arborícolas y los pecadores. Echo de menos mis paseos a última hora de la noche, mis carreras al amanecer. Aunque el barrio es un lujo, ha habido tres violaciones en tres meses a pocas manzanas de nuestra casa. Por las noches, cuando no puedo dormir, cuando los nervios hacen que pulule de la cama de uno de mis hijos a la cama del otro, que luego vuelva a mi propia cama y luego al sofá, incluso percibo en mi torrente sanguíneo el nuevo veneno que ha entrado en el mundo, un veneno que en cierto modo solo afecta a los hombres, endureciendo lo que en otro tiempo habían sido malos pensamientos y convirtiéndolos en acciones nuevas, peores.

Resulta extraño para mí, una forastera, una norteña con sentimientos encontrados, ver cómo mis hijos de Florida dan por sentada la presencia de víboras. Una vez mi marido, mientras excavaba para arrancar un melocotonero que había muerto a causa del cambio climático, metió en casa una pala llena de crías de serpiente coral venenosa, retorciéndose bajo su brillante capa anacarada. ¡Qué bien!, exclamaron mis hijos pequeños, pero esa noche me desperté de un sueño agitado, empecé a palpar las sábanas, convencida de que la leve presión de la tela sobre mi cuerpo eran serpientes que se retorcían, después de haberse escapado de la pala y haber buscado por la casa hasta encontrar mi calor. Otras noches regresa mi antiguo sueño de la malaria: el techo es una barriga pálida que se crispa, sensible al tacto de mi mano. Durante toda la noche, unas escamas con textura de papel tissue caen sobre mí. No puedo huir de las serpientes. Incluso mi hijo menor, que aún va a preescolar, lleva todo el año extrañamente cautivado por ellas. Cada proyecto que trae a casa: serpientes. El proyecto de la mascota: «Cleo qe una coba seria mala macota poque me modería», junto a un dibujo de él devorado por una cobra. El proyecto poético: «Lasssss sssssepientessssss me comen sssssaltan de losssss abolessssss hacen sssssss», junto a un dibujo de una serpiente que salta de un árbol encima de él, que grita. O eso imagino que ha dibujado: mi hijo está en un período minimalista, su arte se limita a palos temblorosos y círculos.

¿Por qué, con la cantidad de criaturas hermosas que hay en este planeta nuestro, sigues escribiendo sobre serpientes?, le pregunto. Poque me gustan y yo les gusto, me dice.

Mientras volvíamos andando la mañana de Año Nuevo, tras la noche del sofá en llamas, le conté a mi marido que odiaba la expresión «poner los cuernos», porque esa alusión a los cuernos excluía a la mujer del adulterio y lo convertía en una especie de combate de machos entre el marido y el amante. O en una pelea de gallos gigantes, si prefieres. ¡Mejor, una pelea de penes gigantes!, exclamó mi marido entre risas, porque es incapaz de reprimirse y tiene que mencionar el pene siempre que puede. Se parte de risa. Mi marido es una persona casi cien por cien buena, y lo digo como alguien que cree que nuestros mejores ángeles van acompañados de nuestros demonios más viles, y que dentro de nosotros se libra una batalla constante: una pelea de gallos gigantes. Mi marido está abarrotado de ángeles, pero incluso él tiene que lidiar con las tentaciones. Por ejemplo, la esposa de Omar, Olivia, era la clase de rubia despampanante que siempre vestía ropa de gimnasio, y mi marido siempre gravitaba hacia ella en las fiestas y se quedaban bromeando y riendo mientras tomaban una copa durante mucho más tiempo del que suele considerarse aceptable entre dos personas guapas que están casadas con otras personas. Algunas veces, cuando lo miraba a los ojos y él también me miraba, mi marido me guiñaba un ojo con sentimiento de culpa, pero sin dejar de reírse con ella. Después del divorcio de Olivia y de unos cuantos encuentros incómodos, ya solo he vuelto a verla en auto por el barrio mientras paseo a la perra, y la mitad del tiempo finjo no reconocerla; me limito a mirar hacia el suelo y murmuro algo a la perra, que me comprende a la perfección.

Un día de febrero me sentí triste hasta la médula. Habían asignado la tarea de cuidar del medioambiente a un hombre, a pesar de que su único deseo era aplastar el medioambiente como si fuese una cucaracha. Pensaba en el mundo que heredarán mis hijos, las nubes de mariposas monarca que no llegarán a ver, el sonido subacuático de las bocas de los pececillos que mastican arrecifes de coral vivo que no llegarán a oír.

Me quedé un buen rato plantada junto al estanque de los patos con la perra, que notó que debía quedarse quieta y esperar con paciencia. Los cisnes estaban en su isla con los gansos, y una imponente garza azul daba zancadas por el agua poco profunda. Observé cómo la garza se convertía en una estatua; luego metió la cabeza y pescó algo. Cuando levantó el pico, llevaba una culebra de agua larga y delgada. La perra y yo contemplamos, embelesadas, mientras el ave le golpeaba tres veces la cabeza con tanta fuerza que la serpiente se partió por la mitad y empezó a manar sangre. Y la garza se tragó una mitad, que todavía estaba tan viva que la vi sacudirse mientras bajaba por aquella garganta larga y elegante. Eso me recordó a la Iliada: «Vacilaron aún un momento en el borde del foso porque un ave agorera surgió por encima de ellos: era un águila y alta volaba, a la izquierda de todos. Una roja y enorme serpiente llevaba en sus garras, viva, aún palpitante, y no había olvidado la lucha, pues, echándose atrás, junto al cuello la hirió sobre el pecho. Poseída por vivo dolor la soltó de las garras, acertando a dejarla caer sobre toda la turba, y, chillando, su vuelo siguió bajo el soplo del viento».

Era un presagio, claro y meridiano. Los griegos hicieron oídos sordos y sufrieron las consecuencias.

Pero, un momento... Ya sabes que la moraleja de Adán y Eva es que se culpa a la mujer de todo el pecado humano, le dije a mi marido aquella madrugada mientras volvíamos a casa en la oscuridad. Habíamos empezado a cruzar una calle con el semáforo en rojo, pero no había ningún coche a la vista, así que nuestro propio pecado venial pasó inadvertido.

¿Lo ves? Otro truco de la serpiente, contestó mi marido con tristeza dándome la razón.

El día que encontré a la chica, los petirrojos estaban migrando y los mirtos rojos resplandecían con destellos también rojizos. Las nubes apoyaban la barriga en los edificios. Salí a correr sin pensármelo dos veces, porque sabía que se avecinaba una tormenta, y llevo mucho tiempo convencida de que algún día moriré partida por un rayo. Lo sé desde el día en que corría por un estacionamiento junto a la escuela infantil Montessori de mi hijo mayor y cubrí de un salto los peldaños de madera que me separaban de la puerta y al darme la vuelta vi un inmenso relámpago que chocaba y siseaba por el resbaladizo alquitrán mojado en el que había estado un momento antes.

Regresé a casa cuando empezó a arreciar la lluvia e hizo que hirvieran las sombras de los bosques que tenía a ambos lados. Había un atajo detrás del distrito de los bed & breakfast, un estrecho callejón con rosales desproporcionados que te arañan la ropa. No vi a la chica hasta el último momento, cuando tuve que saltar por encima de sus piernas estiradas, y caí de costado entre la gravilla, me golpeé la cadera y el hombro y supe al instante que me salía sangre. Rodé para incorporarme un poco y me acerqué a la chica gateando. Me miró con tristeza y sacudió las piernas. Bueno, por lo menos estaba viva.

Le vi la camiseta rasgada. Le vi las manos ensangrentadas, la hinchazón que empezaba a notarse en su mejilla. Y el rincón frío que siempre he tenido dentro, el que he arrastrado por tantas calles oscuras de tantas ciudades, lo supo.

Espera aquí, le dije, pensando que podría correr hasta uno de los bed & breakfast para llamar a la policía, a una ambulancia, pero la chica dijo con voz áspera: No. Su pánico era tal que miré alrededor y vi lo oscuro que estaba el callejón plagado de vegetación salvaje, lo tupidas que eran las retorcidas plantas trepadoras, pensé que había muchos escondites en los que podría haberse agazapado alguien. Deja que te lleve conmigo y luego llamamos a la policía, dije, pero contestó con ferocidad: Ni putos policías, ni ambulancia.

Está bien, dije, y mi mente se quedó sin ideas, así que propuse: Te llevaré a mi casa. Vivo a pocas manzanas de aquí. Cerró los ojos y lo tomé por una respuesta afirmativa. La ayudé a levantarse y vi la sangre de sus muslos, que se disolvía con la lluvia. Por las calles, el agua ya cubría hasta el tobillo; los conductores habían parado, a la espera de recuperar la visibilidad. El lado de su cara que quedaba junto a mí era hermoso: pestañas largas, labios gruesos, piel perfecta, un piercing en la nariz que parecía doloroso. La ayudé a entrar y me apresuré a coger toallas, con las que la tapé, y fui secando con delicadeza las brillantes gotas de lluvia que tenía en el pelo. No quiso tomar té. No me dejó pedir socorro. No me dejó que le preparara comida. Se limitó a decir: Déjeme en paz, señora.

Eso hice. Dejé que se sentara y me senté a su lado en la cocina. Y cuando, una vez que ya no temblaba, le pregunté si por favor podía llevarla al hospital, apenas oí el hilillo de voz con el que dijo: No, a casa.

Puse una toalla en el asiento del copiloto y recorrimos las mojadas calles vacías con sus robles y palmeras que goteaban, hasta que llegamos al barrio que había entre La Pasadita Grille y la iglesia católica, y entonces dijo: Izquierda, derecha, izquierda y ya está.

Tras una tormenta, la luz del sol en esta ciudad sale impulsada hacia arriba como si irradiara del suelo, y la belleza repentina del estuco y del musgo español es un puñetazo certero en el centro de mi corazón.

Miré la pequeña cabaña verde con su patio de naranjos descuidados y fruta podrida repleta de avispas, y todo captaba el sol y brillaba como si fuesen objetos sagrados. Entonces vi las ventanas rotas y la bolsa de basura negra en el porche con sus entrañas desperdigadas y noté que me daba un vuelco el estómago. Por favor, déjame ayudarte, le dije. No le digas ni una palabra a nadie, ¿estamos?, contestó. Y se bajó del coche, cerró de un portazo y avanzó arrastrando los pies hasta meterse en la cabaña.

Mis hijos y mi marido ya estaban en casa. Él estaba haciendo la comida. Hey, cuánta sangre, dijo mi hijo mayor, señalando la pila de toallas que había dejado en la silla. Mi marido me miraba con cara de preocupación. Recogí las toallas y me escabullí por la puerta para llevarlas a la comisaría de policía, donde describí a la muchacha, de entre dieciséis y veinte años, probablemente latina, pero me di cuenta de que no podían o no querían hacer nada, hasta que un agente cedió ante mi insistencia de mujer blanca y me acompañó en la patrulla a la cabaña.

Ya había anochecido. Observé cómo la linterna del policía remontaba el camino, el círculo de luz sobre la puerta que se volvía más pequeño y más nítido conforme se acercaba. Llamó una y otra vez. Después probó a abrir girando el pomo y entró. Cuando volvió, me dijo: Parece que le pidió que la llevara a un lugar abandonado. Y más tarde, al dejarme junto a mi auto, me puso la mano en el hombro y dijo: Esa gente son como críos, no tienen… Pero lo fulminé con la mirada, así que se calló. Pero luego, al ver que yo no podía parar de llorar, al final, lleno de frustración, añadió: Mire, a lo mejor tenía algún problema con inmigración, no lo sé. Pero señora, no puede ayudar a alguien que no quiere dejarse ayudar.

La mañana del día de Año Nuevo, mi marido y yo llegamos a casa cuando el cielo se había aclarado hasta adquirir un tono grisáceo por el horizonte. Entramos. Habíamos dejado a los niños con sus abuelos, pero estábamos tan agotados y llevábamos tantos años casados que no aprovechamos demasiado la oportunidad. Fuimos directos a la cama sin lavarnos los dientes siquiera. Hice pis a oscuras, pensando en la única vez en que Olivia y yo nos habíamos encontrado después del divorcio para tomar unas incómodas copas y me había dicho que supo que su matrimonio se hundía cuando encontró una serpiente en la taza del váter. Me conozco lo suficiente para saber que, incluso si sospechara algo, nunca me atrevería a mirar.

Me quité la ropa y me duché. Bajo el agua caliente, pensé en que, antes de conocer a mi marido, salí un verano con un hombre simpático en Boston. Era guapo, lloraba en el cine, jugaba al ultimate frisbee, era socialista, un buen tipo, según decía todo el mundo. Una noche volvimos a casa cuando cerraron los bares y los dos estábamos borrachos y se me ocurrió que sería divertido gritar: ¡Socorro! ¡Socorro! ¡No conozco a este hombre! Pero se enfadó tanto que me dejó atrás y volvió a casa como un rayo, y ya estaba acostado cuando yo llegué a su departamento. Yo olía a sudor, cerveza y humo, así que aquella noche también decidí ducharme. En mitad de la ducha, oí que se abría la cortina y solo tuve tiempo de decir: Espera, antes de que entrara en mí a la fuerza, y aplasté la mejilla contra las baldosas del baño y dejé que el jabón me hiciera escocer los ojos y respiré y fui repitiendo la tabla del cinco hasta que terminó. Se marchó. Me lavé despacio hasta que el agua se quedó fría. Cuando volví a su dormitorio, estaba roncando. Me quedé desnuda y temblando durante un buen rato, tan cansada que no podía ni pensar, entonces me moví y toqué la cajonera y abrí un cajón y encontré una camiseta que olía a él, y me acurruqué bajo las mantas con el fin de calentarme lo suficiente para poder pensar de nuevo, para recomponer lo ocurrido, para regresar a mi casa. En lugar de eso, me quedé dormida. Lo que había ocurrido parecía muy lejano cuando nos despertamos por la mañana. Nunca hablamos del tema. Nunca se lo conté a nadie, ni siquiera a mi marido. Cuando rompimos unas semanas más tarde, fue porque el tipo me dejó.

Cuando salí del cuarto de baño, los pájaros cantaban en el magnolio que hay junto a la ventana y mi marido roncaba. Apoyé la cabeza mojada sobre su pecho y se despertó, y como es un hombre bueno, me abrazó la melena y me acarició la nuca. Yo tenía los ojos cerrados y estaba casi dormida cuando dije: Dime una cosa, ¿crees que todavía existen personas buenas en el mundo? Pues claro, me dijo. Millones y millones. Es solo que los malos hacen mucho más ruido.

Ojalá tengas razón, dije, y me dormí. Pero en plena noche me desperté, me levanté y comprobé todas las ventanas y todas las puertas, cerré todas las tapas de los inodoros, porque, aunque estaba desnuda y la noche era fría, en este mundo nuestro nunca se sabe.



en Florida, 2018











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