Stella, fría, fría, la frialdad del infierno. Cómo
anduvieron juntas por los caminos, Rosa, con Magda acurrucada entre sus pechos
doloridos, Magda envuelta en el chal... A veces Stella llevaba a Magda en
brazos, pero estaba celosa de ella. Una niña flaca de catorce años, demasiado
pequeña, con unos pechos pequeños, Stella quería ir arropada en un chal,
oculta, dormida, mecida por la marcha, ser un bebé, una criatura rolliza en
brazos. Magda se agarraba al pezón de Rosa, y Rosa nunca dejaba de caminar, una
cuna andante. No había bastante leche, a veces Magda tragaba solo aire y
entonces lloraba. Stella estaba hambrienta. Sus rodillas eran tumores sobre dos
palos; sus codos, huesos de pollo.
Rosa no sufría el hambre; se sentía ligera, no con
la ligereza del caminar sino como si estuviera a punto de desvanecerse, en
trance, presa de un paroxismo, como si ya fuera un ángel, alerta y viéndolo
todo, pero en el aire, sin tocar el camino, o tambaleándose de puntillas sobre
el filo de las uñas. Veía la cara de Magda a través de un hueco entre los
pliegues del chal: una ardilla en su nido, a salvo, nadie podía alcanzarla en
el cobijo de las vueltas del manto. La cara muy redonda, una cara en un espejo
de bolsillo; pero no era la tez hosca de Rosa, oscura como el cólera, sino una
cara completamente distinta: ojos azules como el aire, suave plumón de pelo
casi tan amarillo como la estrella bordada en el abrigo de Rosa. Cualquiera
habría creído que era una de sus criaturas.
Rosa, flotando, soñaba con dejar a Magda en uno de
los pueblos. Podía abandonar la fila un instante y entregar a Magda a cualquier
mujer a la vera del camino; pero si se apartaba de la fila seguramente
dispararían. Y aunque saliera una fracción de segundo de la fila y soltara el
fardo del chal en las manos de una desconocida, ¿lo cogería la mujer? Tal vez
se sorprendería, o se asustaría; tal vez dejaría caer el chal, y Magda se
golpearía la cabeza en el suelo y moriría. Su cabecita redonda. Era tan buena
niña que dejó de llorar, y luego ya solo mamaba por el sabor del pezón seco. La
diestra presión de sus pequeñas encías. Un diente asomaba en la encía de abajo,
qué brillante, resplandecía como una lápida diminuta de mármol blanco. Sin
quejarse, Magda renunció a los pezones de Rosa, primero al izquierdo, luego al
derecho; los dos estaban agrietados, sin rastro de leche. La brecha del
conducto extinto, un volcán apagado, ojo ciego, agujero frío, así que Magda
empezó a amamantarse con la punta del chal. Chupaba, chupaba, empapando las
hebras. El buen sabor del chal, leche de lino.
Era un chal mágico, podía alimentar a una criatura
durante tres días y tres noches. Magda no murió, siguió viva, aunque muy
callada. Su boca exhalaba un olor peculiar, a canela y almendras. Mantenía los
ojos abiertos en todo momento, se olvidó de pestañear o de dormir, y Rosa y a
veces Stella observaban su intenso color azul. En el camino levantaban el peso
de una pierna después de la otra y observaban la cara de Magda. «Aria», dijo
Stella con un hilo de voz, y a Rosa le pareció que Stella miraba a Magda como
una joven caníbal. Y cuando Stella dijo «aria», a Rosa le sonó como si en
realidad hubiera dicho «Vamos a devorarla».
Pero Magda vivió hasta que pudo caminar. Llegó a
caminar, aunque no muy bien, en parte porque solo tenía quince meses y en parte
porque las varillas de sus piernas no podían sostenerle la barriga, llena de
aire, hinchada y redonda. Rosa le daba casi toda su comida a Magda, Stella no
le daba nada; Stella estaba hambrienta, al fin y al cabo también era una niña
en edad de crecer, aunque no crecía mucho. Stella no menstruaba. Rosa no
menstruaba. Rosa estaba hambrienta, pero a la vez no lo estaba; aprendió de
Magda a beber el sabor de un dedo en la boca. Estaban en un lugar sin piedad,
toda la piedad de Rosa quedó aniquilada, miraba los huesos de Stella sin
piedad. Estaba segura de que Stella esperaba a que Magda muriera para hincarle
el diente a sus pequeños muslos.
Rosa sabía que Magda moriría muy pronto; a esas alturas
ya tendría que estar muerta, pero se había quedado enterrada en las
profundidades del chal mágico, confundida con el bulto tembloroso de los pechos
de Rosa; Rosa se ceñía el chal como si solo la cubriera a ella. Nadie se lo
quitó. Magda era muda. Nunca lloraba. Rosa la escondió en los barracones,
tapada con el chal, pero sabía que un día alguien la delataría; o que un día
alguien, puede que ni siquiera Stella, robaría a Magda para comérsela. Cuando
Magda empezó a caminar Rosa supo que moriría muy pronto, que algo pasaría.
Temía quedarse dormida; dormía apresando el cuerpo de Magda con el muslo; le
daba miedo asfixiar a Magda bajo su peso. El peso de Rosa era cada vez menor;
Rosa y Stella se iban transformando poco a poco en aire.
Magda estaba callada, pero sus ojos seguían
terriblemente vivos, como tigres azules. Vigilaba. A veces se reía; parecía una
risa, pero ¿cómo iba a serlo? Magda nunca había visto reír a nadie. Aun así,
Magda se reía cuando el viento levantaba las puntas del chal, el viento malo
con residuos negruzcos que hacía que a Stella y a Rosa les lloraran los ojos.
Los ojos de Magda estaban siempre claros, sin lágrimas. Vigilaba como un tigre.
Custodiaba su chal. Nadie más que Rosa podía tocarlo. A Stella no se lo
permitía. Magda se aferraba al chal como si fuera su propia criatura, la niña
de sus ojos, su hermana pequeña. Se enredaba en él y chupaba una de las puntas
cuando quería quedarse muy quieta.
Entonces Stella le quitó el chal e hizo que Magda
muriera.
«Me había quedado fría», diría luego Stella.
Y después fue siempre fría, siempre. El frío caló en
su corazón; Rosa vio que Stella tenía un corazón frío. Magda avanzó a tropezones
con sus piernas de palillo y fue zigzagueando de un lado a otro en busca del
chal; los palillos flaquearon en la entrada del barracón, donde empezaba la
claridad. Rosa la vio y fue tras ella, pero Magda ya estaba en el patio de los
barracones, a la alegre luz del día. Era el recinto donde pasaban lista. Cada
mañana Rosa tenía que esconder a Magda debajo del chal arrimada contra una
pared del barracón y salir a formar en el patio con Stella y centenares más, a
veces durante horas; Magda, abandonada, se quedaba bajo el chal sin hacer
ruido, chupando una de las puntas. Cada día Magda guardaba silencio, y por eso no
murió. Rosa vio que ese día Magda moriría, y al mismo tiempo sintió que una
alegría parecida al horror le recorría las palmas de las manos. Los dedos le
ardían, estaba atónita, febril: Magda, a la luz del sol, tambaleándose sobre
sus piernas de palillo, empezó a aullar. Desde que a Rosa se le habían secado
los pezones, desde el último grito de Magda en el camino, no había salido una
sola sílaba de su garganta; Magda era muda. Rosa creía que le pasaba algo en
las cuerdas vocales, en la tráquea, en la cavidad de la laringe; Magda era
deficiente, sin voz; quizá fuera sorda; puede que sufriera algún retraso
mental; Magda era boba. Incluso la risa que le salía cuando el viento salpicado
de ceniza convertía el chal de Magda en un payaso, era solo el aire que se le
escapaba entre los dientes. Incluso cuando los piojos, los piojos del pelo y
del cuerpo, la enloquecían tanto que se ponía rabiosa como una de las grandes
ratas que saqueaban los barracones al romper el alba en busca de carroña, ella
se frotaba y se rascaba y pataleaba y mordía y se revolcaba sin una queja. Sin
embargo, ahora la boca de Magda derramaba la cuerda larga y viscosa de un
grito.
«Maaaa...».
Era el primer sonido que salía de la garganta de
Magda desde que a Rosa se le habían secado los pezones.
«¡Maaaa... maaa!».
¡Otra vez! Magda titubeaba bajo el peligroso sol del
patio, zigzagueando sobre sus patéticas canillas arqueadas. Rosa lo vio. Vio
que Magda lloraba por la pérdida de su chal, vio que Magda iba a morir. Una
oleada de órdenes martilleó los pezones de Rosa, ¡ve, recoge, trae!, pero no
sabía qué hacer, si ir antes por Magda o por el chal. Si saltaba al patio y
alzaba a Magda en brazos, los aullidos no cesarían, porque Magda seguiría sin
el chal; en cambio, si volvía corriendo al barracón a buscarlo, y si lo
encontraba, y si perseguía a Magda sacudiéndolo para que lo viera, podría
llevarla de vuelta, y Magda se metería el chal en la boca y sería muda otra
vez.
Rosa se adentró en la oscuridad. Fue fácil descubrir
el chal. Stella dormía arropada con él, encogida, en los huesos. Rosa le
arrancó el chal y volvió volando —podía volar, era solo aire— hasta el patio.
El calor del sol murmuraba sobre otra vida, sobre las mariposas en verano. La
luz era plácida, suave. Al otro lado de la alambrada, a lo lejos, había prados
verdes salpicados de dientes de león y violetas de un color muy vivo; detrás,
un poco más lejos, inocentes lirios atigrados, altos, erguían sus tocas
naranjas. En los barracones se hablaba de «flores», de «lluvia»: excrementos, mojones
prietos, y la cascada fétida y parduzca que se derramaba lentamente de los
catres superiores, el hedor mezclado con un humo acre y grasiento que flotaba
en el aire y a Rosa se le pegaba en la piel. Se detuvo un instante en el margen
del patio. A veces parecía que la electricidad de la alambrada susurrara;
incluso Stella decía que solo eran imaginaciones suyas, pero Rosa oía sonidos
reales en el alambre: voces ásperas y tristes. Cuanto más alejada estaba de la
valla, con más claridad la acosaban las voces. Clamaban con lamentos tan
convincentes, tan fervorosos, que resultaba imposible sospechar que fueran
fantasmas. Las voces le dijeron que levantara el chal en alto; las voces le
dijeron que lo agitara, que lo hiciera ondear en el aire, que lo desplegara
como una bandera. Rosa lo levantó, lo sacudió, lo hizo ondear en el aire, lo
desplegó. Lejos, muy lejos, Magda se dobló por la cintura con su barriga llena
de aire y levantó las varillas de sus brazos. Iba en alto, elevada, cargada
sobre el hombro de alguien. Pero el hombro que cargaba a Magda no se acercaba
hacia Rosa y el chal, sino que se alejaba, y Magda se hacía cada vez más
pequeña en la distancia brumosa. Por encima del hombro relucía un casco. La luz
golpeteaba en el casco y lo transformaba en un cáliz centelleante. Bajo el
casco, un cuerpo negro como una ficha de dominó y un par de botas negras se
precipitaban en dirección a la alambrada. Las voces eléctricas empezaron a
parlotear desquiciadas. «Maaamaaa, maaamaaa», susurraban todas a la vez. ¡Qué
lejos estaba ahora Magda de Rosa, al otro lado del patio, separadas las dos por
una docena de barracones, en el extremo opuesto del recinto! Era apenas más
grande que una polilla.
De pronto Magda estaba surcando el aire. Magda, toda
ella, viajaba por las alturas. Parecía una mariposa a punto de posarse en una
vid plateada. Y en el momento en que la cabecita redonda de Magda, sus piernas
de palillo, su barriga hinchada como un globo y sus brazos en zigzag chocaron
contra la alambrada, las aceradas voces enloquecieron en sus gruñidos y
apremiaron a Rosa a correr hasta donde Magda había caído en su vuelo contra la
valla electrificada, pero por supuesto Rosa no las obedeció. Se quedó donde
estaba, porque si corría, dispararían, y si intentaba recoger las astillas del
cuerpo de Magda, dispararían, y si dejaba salir el aullido de lobo que le subía
ahora por la escalera del esqueleto, dispararían; así que agarró el chal de
Magda y se lo metió en la boca, poco a poco, hasta que se pudo tragar el
aullido de lobo y sintió el regusto a canela y almendras de la saliva de Magda;
y Rosa bebió el chal de Magda hasta que se secó.
en El chal, 2016 (Lumen)
Publicado
originalmente en The New Yorker, 1980
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