martes, agosto 18, 2020

“Diálogo a las tres de la mañana”, de Dorothy Parker





En el mío, agua natural —dijo la mujer del sombrero color violeta—. O, mejor, sin agua. A la mierda. Whisky solo. ¿A mí qué más me da? Solo. Así soy yo. Nunca he dado la lata a nadie en toda mi vida. Muy bien, pueden decir de mí lo que quieran, pero yo sé… yo sé… que nunca he dado la lata a nadie. Puedes decírselo a todos de mi parte, ¿sabes? ¡Me da igual!

—Escucha —dijo el hombre de cabello azul hielo. Y se inclinó sobre la mesa hacia ella, frunciendo el ceño mientras contemplaba los dibujos que trazaba con el cuchillo con baño de plata—. Escucha. Solo quiero aclararte una cosa…
—Sí —dijo ella—. Aclarar las cosas. Eso está bien. Me da risa. Tiene gracia. La cosa tiene gracia. Mira, si hay alguien aquí que vaya a aclarar las cosas, esa soy yo: porque soy yo quien va a aclarar las cosas. Y vuelve con Jeannette y dile que sé muy bien lo que anda diciendo de mí. No quiero meterte en esto, pero díselo de mi parte. Puedes quedarte al margen: no hace falta que le digas que me lo has dicho tú. No tienes ni que contarle que me has visto. Mira, si te da vergüenza decirle a la gente que me conoces, me da igual, ¿sabes? No pienso dar la lata a nadie. Si te da vergüenza decirles a tus amigos que eres amigo mío, ¿a mí qué me importa? Seguro que puedo soportarlo: he soportado ya muchas cosas.
—Escucha —dijo él—. Escucha. ¿Me harías el favor de escucharme un minuto?
—Sí, escucha —dijo ella—. Eso está bien. Escucha. Ya he pasado por eso de escuchar. Puedes decírselo a todos de mi parte, ¿sabes? A partir de ahora pienso hablar yo. Puedes decírselo a Jeannette. ¿A mí qué más me da? Puedes correr a buscarla y soltárselo. ¿Así que dice que con el vestido rojo me veo gorda? Es agradable que digan ese tipo de cosas. Hace que una se sienta de maravilla. Puedes decirle a la señorita Jeannette que cuesta mucho eso de hacer comentarios sarcásticos sobre los vestidos rojos de las demás. Tiene mucha gracia, claro que sí. Mira, cuando le pida que pague lo que llevo, entonces será el momento de hacer comentarios graciosos. Cuando se lo pida a ella o a cualquier otra persona. Gracias a Dios, me gano la vida sola y no tengo que pedirle nada a nadie. Puedes decirles eso. Tú o cualquiera.
—¿Quieres hacerme un favor? —preguntó él—. ¿Quieres hacerme un pequeño favor? ¿Quieres? ¿Quieres escuchar solo…?
—Sí, favores —dijo ella—. A mí nadie tiene que hacerme favores. Yo me gano la vida y no tengo que pedir favores a nadie. Nunca he dado la lata a nadie en toda mi vida. Y si no les gusta, ya saben lo que pueden hacer. El escaparate de Tiffany’s, ¿sabes? Todos. ¡Oh! ¿He roto la copa? Bueno, no es para tanto. Si se ha roto, se ha roto. A la mierda. A la mierda todos.
—Si quisieras escucharme —dijo él—. No tienes por qué estar molesta. Escucha…
—¿Quién está molesta? —preguntó ella—. Yo no estoy molesta. Estoy bien. No te preocupes por mí: ni tú, ni Jeannette, ni nadie. Molesta… Oye, si una persona no se molesta por una cosa como esa, ¿qué es lo que hará que se moleste? Después de todo lo que he hecho por ella. Lo que a mí me pasa es que soy demasiado buena. Siempre me lo han dicho: «Lo que pasa contigo es que eres demasiado buena», dicen. Y mira ahora lo que ella va diciendo de mí. Y tú le permites que te diga esas cosas y te avergüenzas de decir que eres amigo mío. Muy bien, no se lo digas. Vuelve con Jeannette y quédate con ella. Todos ustedes.
—Escucha, cariño —dijo él—, ¿no he sido siempre amigo tuyo? ¿No es verdad? ¿Y no quieres escuchar a tu amigo un…?
—Amigos —dijo ella—. Amigos. Tengo amigos estupendos. Ahí van, apuñalándote por la espalda. Eso es lo que gana una por ser buena. Por ser una buenaza gordinflona. Eso es lo que soy. A la mierda el agua. Me lo tomo solo. Me gano la vida y voy por ahí sin dar la lata a nadie, y después todos se ponen contra mí. Con el modo en que me educaron y la casa que teníamos y todo eso, para que ahora se dediquen a hacer comentarios desagradables sobre mí. Trabajo todo el día y no le pido nada a nadie. Y, además, tengo el corazón delicado. Preferiría estar muerta. ¿Qué motivo tengo para vivir, en realidad? Contéstame, por favor. ¿Qué motivo tengo para vivir?

Las lágrimas trazaron surcos en sus mejillas. El hombre de cabello color azul hielo extendió el brazo sobre el mantel empapado de whisky y le cogió la mano.

—Escucha —dijo él—, escucha.

Como salido de la nada, apareció un camarero. Gorjeó y revoloteó a su alrededor. Parecía como si fuera a cubrirlos de hojas…



en The New Yorker, 13 de febrero de 1926












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