El aviso los informaba de que sería
una anomalía temporal: durante cinco días interrumpirían el suministro
eléctrico entre las ocho y las nueve de la noche. La última tormenta de nieve
había ocasionado desperfectos en el tendido eléctrico, y los operarios iban a
repararlo aprovechando que las temperaturas nocturnas ya no eran tan bajas. Los
trabajos solo afectarían a las casas de la tranquila calle arbolada donde Shoba
y Shukumar vivían desde hacía tres años, a escasa distancia de una serie de
tiendas con fachada de ladrillo a la vista y una parada de tranvía.
—Al menos nos avisan —concedió Shoba
tras leer la notificación en voz alta, pensando más en ella misma que en
Shukumar.
Dejó que la correa de su cartera de
piel, llena de carpetas, le resbalara por el hombro, la abandonó en el
recibidor y entró en la cocina. Llevaba una gabardina de popelina azul marino,
un pantalón de chándal gris y unas zapatillas blancas. A los treinta y tres
años, su aspecto coincidía con el de aquellas mujeres a las que un tiempo atrás
había dicho que nunca se parecería. Venía del gimnasio. El pintalabios de color
arándano solo se apreciaba en el contorno de los labios, y el lápiz de ojos le
había dejado manchas de color carbón bajo las pestañas inferiores. Igual que
algunas mañanas, pensó Shukumar, después de una fiesta o de una noche de copas
en un bar, cuando antes de ir a dormir le había dado demasiada pereza lavarse
la cara o se había mostrado demasiado impaciente por echarse en sus brazos.
Shoba dejó un montoncito de cartas
encima de la mesa sin mirarlas siquiera. Seguía con la vista fija en el aviso
que tenía en la otra mano.
—Pero estas cosas deberían hacerlas
durante el día...
—Claro, cuando soy yo quien está en
casa —replicó Shukumar.
Puso la tapa de vidrio en la olla
donde estaba cocinando el cordero y la ajustó de modo que solo pudiera escapar
un poco de vapor. Desde el mes de enero trabajaba en casa, tratando de terminar
los últimos capítulos de su tesis doctoral sobre las revueltas campesinas en la
India.
—¿Cuándo empiezan a reparar la línea?
—Aquí dice que el diecinueve de
marzo. ¿Hoy es diecinueve?
Shoba fue hasta el tablón de corcho
enmarcado que colgaba de la pared junto a la nevera, donde solo había un
calendario de estampados de papel pintado de William Morris. Lo miró como si lo
viera por primera vez, examinando minuciosamente el estampado de la mitad
superior antes de dejar que su mirada descendiera hasta la cuadrícula numerada
de la parte inferior. Era un regalo que una amiga le había enviado por correo en
Navidad, pese a que aquel año Shoba y Shukumar no la habían celebrado.
—Pues sí, es hoy —anunció—. Por
cierto, el viernes que viene tienes hora en el dentista.
Shukumar se pasó la punta de la
lengua por la cara externa de los dientes; aquella mañana no se había acordado
de lavárselos. No era la primera vez. Aquel día no había salido de casa, igual
que el anterior. Cuanto más tiempo pasaba fuera Shoba, cuantas más horas extra
hacía ella en el trabajo y más proyectos aceptaba, menos le apetecía salir de
casa, ni siquiera para recoger el correo o comprar fruta o vino en las tiendas
que había junto a la parada del tranvía.
Seis meses atrás, en septiembre,
Shukumar estaba en un congreso académico en Baltimore cuando Shoba se puso de
parto tres semanas antes de salir de cuentas. Él habría preferido no ir a aquel
congreso, pero Shoba había insistido; era importante que hiciera contactos,
pues al año siguiente entraría en el mercado laboral. Le había dicho que tenía
el número de teléfono del hotel y una copia de los horarios y los números de
vuelo, y que ya había quedado con su amiga Gillian para que la llevara en auto
al hospital si surgía una urgencia. Aquella mañana, Shukumar subió al taxi que
lo llevaría al aeropuerto y Shoba se quedó allí de pie, en bata, diciéndole
adiós con la mano mientras apoyaba un brazo en el montículo de su vientre, como
si fuera una parte natural de su cuerpo.
Siempre que Shukumar pensaba en aquel
momento —la última ocasión en que vio a Shoba embarazada—, lo que mejor
recordaba era el taxi, una ranchera roja con letras azules. Por dentro era
enorme comparado con su auto. Shukumar se sentía muy pequeño en el asiento
trasero pese a medir más de metro ochenta y tener unas manos tan grandes que ni
siquiera podía guardárselas cómodamente en los bolsillos de los vaqueros.
Mientras el taxi aceleraba por la calle Beacon, pensó que algún día Shoba y él
tal vez también necesitarían un coche familiar como aquél para llevar a sus
hijos a las clases de música y al dentista. Se imaginó al volante mientras
Shoba se volvía para dar a los niños unos zumos en cartones individuales. En
otro tiempo, aquellas imágenes de la paternidad habrían atormentado a Shukumar,
acentuando el desasosiego que ya le producía seguir estudiando a los treinta y
cinco años. Sin embargo, aquella mañana de principios de otoño, con los árboles
todavía cargados de hojas color bronce, disfrutó de la escena por primera vez.
Un miembro de la organización había
conseguido dar con él en una de las salas del congreso, todas idénticas, y le
había entregado una nota. En ella solo había un número de teléfono, pero
Shukumar supo que era el del hospital. Cuando regresó a Boston, todo había
terminado. El bebé había nacido muerto. Shoba estaba acostada en una cama,
dormida, en una habitación individual tan pequeña que casi no había espacio
para permanecer de pie a su lado. Durante la visita organizada para los futuros
padres no les habían enseñado aquella parte del hospital. Shoba había tenido un
desprendimiento prematuro de placenta y le habían practicado una cesárea, pero
no lo bastante rápida. El médico le explicó que aquellas cosas pasaban y le
sonrió con toda la amabilidad con que se puede sonreír a alguien con quien solo
tienes una relación profesional. En pocas semanas, Shoba podría volver a hacer
vida normal. Nada hacía pensar que no pudiera tener hijos en el futuro.
Últimamente, Shoba ya no estaba en
casa cuando Shukumar se despertaba. Él abría los ojos, se quedaba contemplando
los largos y negros cabellos que ella había dejado en la almohada y se la
imaginaba vestida, tomándose la tercera taza de café del día, en su despacho
del centro. Allí, buscaba y corregía errores tipográficos en libros de texto, y
para ello utilizaba un complicado código de colores que en una ocasión había
intentado explicarle. Shoba le había prometido que haría lo mismo con su tesis
cuando la hubiera terminado. Shukumar la envidiaba por el carácter específico
de su trabajo, tan diferente del suyo, de naturaleza mucho más intangible. Él
era un estudiante mediocre con cierta facilidad para absorber detalles, pero
sin ninguna curiosidad. Hasta el mes de septiembre había sido diligente, aunque
no concienzudo, y había resumido capítulos y esbozado argumentos en unos blocs
de papel pautado amarillo. Pero ahora se quedaba en la cama hasta que se
aburría, contemplando su lado del armario —que Shoba siempre dejaba
entreabierto— y observando la hilera de chaquetas de tweed y pantalones de pana
que aquel trimestre no tendría que utilizar para dar sus clases. Cuando el bebé
murió ya era demasiado tarde para renunciar a las clases que se había
comprometido a impartir, pero su director de tesis lo había arreglado para que
tuviera libre el trimestre de primavera. Shukumar estaba en el sexto año del
doctorado. «Eso y el verano te darán un buen empujón —le había dicho el
director—. Para septiembre la tendrás acabada».
Pero Shukumar no sentía empujón
alguno, y en lo único que pensaba era en que Shoba y él se habían vuelto
expertos en esquivarse el uno al otro en su casa de tres dormitorios, en pasar
todo el tiempo que podían cada uno en un lugar distinto. Pensaba en que ya no
soñaba con que llegara el fin de semana, cuando ella se pasaba horas y horas
sentada en el sofá con sus lápices de colores y sus carpetas, tan concentrada
que Shukumar temía molestarla si ponía un disco en su propia casa. Pensaba en
que ella apenas lo miraba ya a los ojos o le sonreía, en que ya no susurraba su
nombre en las raras ocasiones en que todavía buscaban el cuerpo del otro antes
de dormir.
Al principio creía que todo aquello
pasaría, que Shoba y él lo superarían de un modo u otro: ella solo tenía
treinta y tres años, era fuerte y se había recuperado. Pero eso no lo
consolaba. Cuando Shukumar por fin se levantaba de la cama y bajaba a la
cocina, muchas veces era casi la hora de comer. Cogía la cafetera y se servía
el café que Shoba le había dejado, junto con una taza vacía, en la encimera.
Shukumar recogió unas pieles de
cebolla con las manos y las tiró al cubo de la basura, encima de los trozos de
grasa que le había quitado a la carne de cordero. Abrió el grifo, lavó el
cuchillo y la tabla de cortar, y se frotó las yemas de los dedos con medio
limón para eliminar el olor a ajo, un truco que le había enseñado Shoba. Eran
las siete y media de la tarde. Por la ventana veía un cielo negro que parecía
de alquitrán blando. Los montículos de nieve irregulares bordeaban todavía las
aceras, aunque la temperatura era ya lo bastante templada para que la gente
caminara sin guantes ni gorros. La última tormenta había dejado casi un metro,
de modo que, durante una semana, los transeúntes habían tenido que pasar en
fila por estrechas trincheras de nieve. Y, durante una semana, aquélla fue la
excusa de Shukumar para no salir de casa. Pero las trincheras ya se estaban
ensanchando y el agua fluía sin tregua hacia las alcantarillas.
—El cordero no estará listo antes de
las ocho —anunció Shukumar—. Me temo que vamos a cenar a oscuras.
—Podemos encender velas —propuso
Shoba.
Se soltó el pelo, que durante el día
llevaba pulcramente recogido en la nuca, y se quitó las zapatillas de deporte
sin desatar los cordones.
—Voy a ducharme antes de que corten
la luz —añadió, y se encaminó hacia la escalera—. Bajo enseguida.
Shukumar recogió la cartera y las
zapatillas de deporte de Shoba y las puso al lado de la nevera. Antes ella no
era así. Colgaba su abrigo en una percha, guardaba las zapatillas en el armario
y pagaba las facturas en cuanto llegaban. Pero últimamente se comportaba como
si estuviera en un hotel. Ya no le importaba que el sillón de cretona amarilla
desentonara con la alfombra turca azul y granate, y en el porche cerrado de la
parte de atrás de la casa, encima de la poltrona de mimbre, aún había una gran
bolsa blanca llena de la tela con la que tenía intención de confeccionar unas
cortinas.
Mientras Shoba se duchaba, Shukumar
se dirigió al cuarto de baño de abajo y cogió un cepillo de dientes por
estrenar del armario del lavabo. Las cerdas, duras y de mala calidad, le
lastimaron las encías y escupió un poco de sangre en el lavamanos. Había unos
cuantos cepillos de dientes de repuesto guardados en un cubilete de metal.
Shoba los había comprado un día que estaban de oferta, por si algún invitado
decidía, en el último momento, quedarse a pasar la noche.
Era muy típico de ella. Era de esas
personas que se preparan para las sorpresas, ya sean buenas o malas. Si
encontraba una falda o un bolso que le gustaban, se compraba dos. Ingresaba las
pagas extra en una cuenta bancaria aparte, a su nombre. A él nunca le había
importado que lo hiciera; su propia madre se había derrumbado al morir su
padre, había dejado la casa donde él había crecido y se había mudado de nuevo a
Calcuta, de modo que Shukumar había tenido que ocuparse de todo. Le gustaba que
Shoba fuera diferente. Admiraba su capacidad de previsión. Antes, cuando ella
hacía la compra, la despensa siempre estaba repleta de botellas de aceite de
oliva y de maíz para que pudieran usar uno u otro según fueran a cocinar comida
italiana o india. Tenían un montón de cajas de pasta de todas las formas y colores,
bolsas de arroz basmati con cierre hermético, y costillares enteros de cordero
y cabrito que compraba a los carniceros musulmanes de Haymarket, cortados y
congelados en infinidad de bolsas de plástico... En sábados alternos recorrían
el laberinto de puestos de aquel mercado callejero que Shukumar acabó
aprendiéndose de memoria. Él la seguía cargando las bolsas de tela, incrédulo,
mientras ella se abría paso entre el gentío para comprar más y más comida y
regateaba bajo el sol matutino con niños demasiado jóvenes para afeitarse —pero
a los que ya les faltaban algunos dientes— que retorcían bolsas de papel marrón
llenas de alcachofas, ciruelas, raíz de jengibre y ñames antes de dejarlas caer
en sus básculas y lanzárselas una a una a Shoba. A ella no le importaba que la
empujaran, ni siquiera cuando estaba embarazada. Era alta y de hombros anchos,
tenía unas caderas amplias que, según su obstetra, estaban hechas para parir.
En el camino de regreso a casa, mientras el automóvil seguía el trazado del río
Charles, siempre se sorprendían de la cantidad de comida que habían comprado.
Nunca se desperdiciaba nada. Cuando
invitaban a sus amigos, Shoba les ofrecía auténticos banquetes, y todos estaban
convencidos de que se había pasado el día preparándolos. Utilizaba ingredientes
que previamente había congelado y envasado, no alimentos enlatados y baratos,
sino pimientos que ella misma había marinado con romero, y chutneys que
cocinaba los domingos removiendo sin cesar grandes ollas de tomates y ciruelas.
Sus tarros de conservas, bien etiquetados, ocupaban los estantes de la cocina,
donde formaban inacabables pirámides de frascos cerrados herméticamente; los
dos estaban de acuerdo en que durarían tanto que sus nietos llegarían a
probarlas. Pero ahora ya casi se lo habían comido todo. Shukumar llevaba tiempo
utilizando aquellas provisiones con las que preparaba la comida de ambos; un
día tras otro, medía tazas de arroz y descongelaba bolsas de carne. Todas las
tardes hojeaba los libros de cocina y seguía las instrucciones que Shoba había
anotado a lápiz para que añadiera dos cucharaditas de semillas de cilantro
molidas en lugar de una, o lentejas rojas en lugar de amarillas. Todas las
recetas llevaban una fecha que registraba la primera vez que habían comido
juntos cada uno de aquellos platos. Coliflor con hinojo: 2 de abril. Pollo con
almendras y pasas sultanas: 14 de enero. Shukumar no recordaba haber comido
aquellos guisos y, sin embargo, allí estaban, registrados con su pulcra
caligrafía de correctora de pruebas. Él disfrutaba cocinando. Ahora era lo
único que lo hacía sentirse útil. Sabía que, si no fuera por lo que él guisaba,
Shoba cenaría un cuenco de cereales.
Aquella noche, sin luz, tendrían que
cenar juntos. Desde hacía unos meses, cada uno se servía de lo que había en los
fogones y, mientras él se llevaba el plato a su estudio y dejaba que la comida
se enfriara en la mesa antes de engullirla de manera compulsiva, Shoba se
llevaba el plato al salón y veía concursos o corregía con el arsenal de lápices
de colores que siempre tenía a mano.
En algún momento de la noche, Shoba
le hacía una visita. Cuando él la oía acercarse, dejaba la novela y se ponía a
teclear frases. Ella le apoyaba las manos en los hombros y miraba fijamente el
resplandor azulado de la pantalla del ordenador, igual que él. «No trabajes
demasiado», decía al cabo de un minuto o dos, y se iba a la cama. Era el único
momento del día en que ella buscaba su compañía y, sin embargo, Shukumar había
acabado temiéndolo. Sabía que era algo que ella se obligaba a hacer. Shoba
recorría con la mirada las paredes de la habitación que, el verano anterior,
habían decorado juntos con una cenefa por la que desfilaban patos y conejos
tocando trompetas y tambores. A finales de agosto, había una cuna de cerezo
bajo la ventana, un cambiador blanco con tiradores verde menta y una mecedora
con cojines a cuadros. Shukumar había desmontado los muebles antes de ir a
recoger a Shoba al hospital, y había arrancado los conejos y los patos con una
espátula. A él, por alguna razón, aquella habitación no lo angustiaba como a
Shoba. En enero, cuando dejó de trabajar en su cubículo de la biblioteca, puso
su mesa allí a propósito, en parte porque aquella habitación lo relajaba, pero
también porque era un sitio que Shoba solía evitar.
Shukumar volvió a la cocina y empezó
a abrir cajones. Buscó una vela entre las tijeras, la batidora, las varillas y
el mortero y su mano que Shoba había comprado en un bazar de Calcuta y que
utilizaba para triturar dientes de ajo y vainas de cardamomo cuando todavía
cocinaba. Encontró una linterna, pero sin pilas, y una caja empezada de velas
de cumpleaños. El mes de mayo anterior, Shoba le había organizado una fiesta
sorpresa. Ciento veinte personas se habían embutido en su casa: todos los
amigos y los amigos de los amigos que ahora evitaban por sistema. Habían
llenado la bañera de botellas de vinho verde sobre un lecho de cubitos de
hielo. Shoba estaba en el quinto mes de embarazo y bebía Ginger Ale en una copa
de Martini. Había preparado un pastel de crema de vainilla y caramelo hilado.
Durante toda la noche mantuvo los largos dedos de Shukumar entrelazados con los
suyos mientras se paseaban entre los invitados.
Desde septiembre, sin embargo, la
única invitada había sido la madre de Shoba. Llegó desde Arizona y se quedó con
ellos dos meses cuando Shoba salió del hospital. Preparaba la cena todas las
noches, iba sola en auto al supermercado, les lavaba la ropa y la guardaba. Era
una mujer creyente y montó un pequeño altar en la mesilla de noche de la
habitación de invitados: una imagen enmarcada de una diosa con la cara de color
azul lavanda y un plato con pétalos de caléndula. Allí rezaba dos veces al día
para tener nietos sanos en el futuro. Trataba a Shukumar con educación sin
llegar a ser cariñosa. Le doblaba los jerséis con una habilidad adquirida
gracias a su trabajo en unos grandes almacenes. También le cosió un botón que
le faltaba en el abrigo y le tejió una bufanda beige y marrón que le dio sin la
más mínima ceremonia, como si a él se le acabara de caer y no se hubiera dado
cuenta. Nunca hablaba de Shoba con él. Un día, cuando Shukumar mencionó la
muerte del bebé, ella, que estaba haciendo punto, levantó la cabeza y dijo:
«Pero si tú ni siquiera estabas allí».
Le pareció extraño que no hubiera
velas en la casa. Que Shoba no se hubiera preparado para una emergencia tan
corriente. Buscó dónde poner las velitas de cumpleaños y al final se decidió
por la maceta de hiedra que había en el alféizar de la ventana, sobre el
fregadero. Pese a que la planta estaba a solo unos centímetros del grifo, la
tierra estaba tan seca que tuvo que regarla un poco para que las velas se
sostuvieran. Apartó las cosas que había encima de la mesa de la cocina: los
montones de cartas, los libros de la biblioteca sin leer. Recordó las primeras
comidas que compartieron allí, cuando todavía estaban tan emocionados por
haberse casado, por estar viviendo juntos, al fin, en la misma casa, que se
buscaban a cada momento sin motivo, más impacientes por hacer el amor que por
comer. Puso dos manteles individuales bordados, el regalo de la lista de bodas
escogido por su tío de Lucknow, y los platos y las copas de vino que solían
reservar para cuando recibían invitados. Colocó el tiesto de hiedra en el
centro, con las hojas de borde blanco y forma de estrella rodeadas por diez
velitas. Encendió la radio digital y buscó una emisora de jazz.
—¿Qué es todo esto? —preguntó Shoba
cuando bajó.
Llevaba el pelo envuelto en una
gruesa toalla blanca. Se la quitó y la colgó en el respaldo de una silla para
dejar que su pelo, mojado y oscuro, le cayera por la espalda. Mientras se
acercaba a los fogones distraídamente, se deshizo un par de nudos con los
dedos. Se había puesto un pantalón de chándal limpio, una camiseta y una vieja
bata de franela. Volvía a tener el vientre plano y la cintura se le estrechaba
antes de curvarse sobre las caderas; llevaba el cinturón de la bata atado con
un nudo suelto.
Eran casi las ocho. Shukumar puso el
arroz en la mesa y las lentejas de la noche anterior en el microondas; después,
marcó unos números en el programador.
—Has hecho rogan josh —observó Shoba, mirando el guiso de cordero con páprika
a través de la tapa de vidrio.
Shukumar sacó un trozo de carne
cogiéndolo deprisa entre el índice y el pulgar para no quemarse. Hincó entonces
la cuchara de servir y tanteó un trozo más grande para asegurarse de que la
carne se desprendía con facilidad del hueso.
—Ya está listo —anunció.
El microondas acababa de pitar cuando
se apagaron las luces y se interrumpió la música.
—Justo a tiempo —dijo Shoba.
—Solo he encontrado estas velas de
cumpleaños.
Encendió las que había puesto en la
hiedra y dejó el resto de las velas y unas cerillas junto a su plato.
—No importa —dijo ella mientras
deslizaba un dedo por el pie de su copa de vino—. Ha quedado muy bonito.
A pesar de la penumbra, Shukumar
sabía cómo estaba sentada: un poco inclinada hacia delante, con los tobillos
cruzados sobre el travesaño inferior de la silla y el codo izquierdo encima de
la mesa. Mientras buscaba las velas, había encontrado una botella de vino en
una caja que creía vacía. Se la puso entre las rodillas e introdujo el
sacacorchos. Temía derramar el vino, así que cogió las copas y las sostuvo
cerca de su regazo mientras las llenaba. Los dos se sirvieron el cordero removiendo
el arroz con el tenedor y escudriñando la olla para extraer del guiso las hojas
de laurel y los clavos de olor. Cada pocos minutos, Shukumar encendía unas
cuantas velas de cumpleaños más y las clavaba en la tierra de la maceta.
—Parece que estemos en la India
—comentó Shoba mientras él se ocupaba de su improvisado candelabro—. A veces
cortan la luz durante horas seguidas. Una vez tuve que asistir a toda una
ceremonia del primer arroz a oscuras. El bebé no paraba de llorar. Debía hacer
mucho calor.
Su bebé no llegó a llorar, pensó
Shukumar. Su bebé nunca tendría una ceremonia del primer arroz a pesar de que
Shoba ya había redactado la lista de invitados y decidido a cuál de sus tres
hermanos iba a pedirle que, a los seis meses si era un niño, a los siete si era
una niña, le ofreciera su primera cucharada de comida sólida.
—¿Tienes calor? —preguntó él.
Empujó el tiesto iluminado hasta el
otro extremo de la mesa, más cerca de los montones de libros y cartas, y
aquello hizo que aún les costara más verse el uno al otro. De pronto, a
Shukumar le fastidió no poder subir a su estudio y sentarse delante del
computador.
—No. Esto está delicioso —contestó
ella, y dio unos golpecitos en el plato con el tenedor—. De verdad.
Shukumar volvió a llenarle la copa.
Ella le dio las gracias.
Antes todo era distinto. Ahora
Shukumar tenía que esforzarse para decir algo que le interesara a Shoba, algo
que le hiciera levantar la vista del plato o de las carpetas de textos que
debía corregir. Al final dejó de intentar divertirla. Aprendió a no dar
importancia a los silencios.
—Me acuerdo de que en casa de mi
abuela, cuando se iba la luz, todos teníamos que decir algo —continuó Shoba.
Él apenas podía verle el rostro, pero
por su tono de voz adivinó que tenía los ojos entornados, como si tratara de
enfocar un objeto lejano. Era un gesto muy habitual en ella.
—¿Como qué?
—No sé. Recitar un poema. Contar un
chiste. Dar algún dato sobre el mundo. Mis parientes, no sé por qué, siempre me
pedían que les dijera los nombres de mis amigos estadounidenses. No tengo ni
idea de por qué podía interesarles tanto esa información. La última vez que vi
a mi tía me preguntó por cuatro niñas con las que iba a primaria, en Tucson. Ya
casi ni me acuerdo de ellas.
Shukumar no había pasado tanto tiempo
como Shoba en la India. Sus padres, que se habían instalado en New Hampshire,
no solían llevarlo cuando visitaban el país. La primera vez que fue con ellos,
cuando era muy pequeño, había estado a punto de morir de disentería amebiana, y
su padre, que era muy aprensivo, no quiso que los acompañara más por si le
ocurría algo. Solían dejarlo en casa de sus tíos, en Concord. Ya de
adolescente, Shukumar prefería pasar los veranos en los campamentos de vela o
trabajar en la heladería antes que ir a Calcuta, y no fue hasta después de
morir su padre, en su último año de universidad, cuando se interesó por el país
y empezó a estudiar su historia con libros de texto, como si se tratara de una
asignatura más. Ahora lamentaba no tener sus propios recuerdos de una infancia
en la India.
—¿Por qué no lo hacemos? —dijo, de
pronto, Shoba.
—¿Hacer qué?
—Contarnos algo el uno al otro, a
oscuras.
—¿Como qué? No me sé ningún chiste.
—No, chistes no. —Se quedó pensando
unos segundos—: ¿Por qué no nos contamos el uno al otro algo que nunca nos
hayamos confesado?
—Yo jugaba a eso en el instituto
—recordó Shukumar—. Cuando me emborrachaba.
—No, tú te refieres a jugar a verdad
o atrevimiento. Esto es otra cosa. Está bien, empiezo yo. —Tomó un sorbo de
vino—. La primera vez que me quedé sola en tu departamento miré en tu agenda de
teléfonos para ver si me habías apuntado. Me parece que hacía dos semanas que
nos conocíamos.
—¿Y yo dónde estaba?
—Habías ido a buscar el teléfono a la
otra habitación. Era tu madre, y supuse que la conversación sería larga. Quería
averiguar si habías pasado mi número del trozo de periódico donde lo habías
anotado a tu agenda.
—¿Y lo había hecho?
—No. Pero no me di por vencida. Ahora
te toca a ti.
A él no se le ocurría nada, pero
Shoba estaba allí, esperando a que hablara. Hacía meses que no se mostraba tan
decidida. ¿Qué le quedaba por contarle? Se remontó a su primer encuentro,
cuatro años atrás, en una sala de conferencias de Cambridge, donde un grupo de
poetas bengalíes ofrecían un recital. Se sentaron juntos por casualidad en
sendas sillas plegables de madera. Shukumar no tardó en aburrirse; le resultaba
imposible descifrar las declamaciones literarias y era incapaz de unirse al
resto del público cuando suspiraba y asentía con solemnidad después de ciertas
frases. Con la vista fija en el periódico doblado que tenía en el regazo,
estudiaba las temperaturas de diversas ciudades del mundo: 33 grados en
Singapur el día anterior, 10 en Estocolmo. Cuando miró hacia la izquierda, vio
que la mujer sentada a su lado hacía la lista de la compra en el dorso de una
carpeta, y le sorprendió descubrir que era guapa.
—Está bien —dijo, recordando una
anécdota—. La primera vez que salimos a cenar, a aquel restaurante portugués,
se me olvidó darle propina al camarero. A la mañana siguiente volví, pregunté
cómo se llamaba y le dejé el dinero al dueño.
—¿Volviste hasta Somerville solo para
darle propina a un camarero?
—Fui en taxi.
—¿Y por qué se te olvidó darle la
propina?
Las velas se habían consumido y
estaban a oscuras, pero Shukumar se imaginaba claramente el rostro de su mujer:
los ojos grandes y rasgados; los labios carnosos, color de uva roja; la
cicatriz con forma de coma que tenía en la barbilla, recuerdo de una caída
desde la trona a los dos años. Shukumar se dio cuenta de que su belleza, que en
su día lo había abrumado, iba disipándose. Los cosméticos que antes le habían
resultado superfluos le parecían ahora necesarios. Quizá no para acentuar su
belleza, pero sí para redefinirla de algún modo.
—Hacia el final de la cena empecé a
intuir que me casaría contigo —contestó, admitiéndolo por primera vez no solo
ante ella, sino también ante sí mismo—. Eso debió de distraerme.
Al día siguiente, Shoba llegó a casa
antes de lo habitual. Había sobrado cordero de la noche anterior y él lo calentó
para que pudieran cenar a las siete. Aquel día, Shukumar había salido de casa
y, caminando entre la nieve derretida, había ido a la tienda de la esquina a
comprar un paquete de velas y pilas para la linterna. Tenía las velas
preparadas en la encimera, en unos pequeños candelabros de latón con forma de
flor de loto, pero pudieron cenar bajo el resplandor de la lámpara de techo con
pantalla de cobre que colgaba sobre la mesa. Cuando terminaron de cenar se
sorprendió al ver que Shoba ponía un plato sobre el otro y los llevaba al
fregadero. Había dado por hecho que se retiraría al salón y se parapetaría
detrás de su barricada de carpetas.
—No te preocupes por los platos —le
dijo, y se los quitó de las manos.
—Más vale hacerlo ya —replicó ella, y
puso una gota de lavavajillas en un estropajo—. Son casi las ocho.
A Shukumar se le aceleró el corazón.
Llevaba todo el día esperando a que cortaran la luz. Pensó en lo que Shoba
había dicho la noche anterior, en lo de que había mirado en su agenda. Le
gustaba recordarla como era entonces: atrevida e inquieta al mismo tiempo, y
siempre optimista. Estaban uno al lado del otro frente al fregadero y sus
reflejos encajaban dentro del marco de la ventana. Se sentía un tanto cohibido,
como la primera vez que se plantaron juntos ante un espejo. No recordaba la
última ocasión en que les habían tomado una fotografía. Habían dejado de
asistir a fiestas, ya no iban juntos a ningún sitio. El carrete que había en su
cámara aún contenía fotografías de Shoba, en el jardín, cuando estaba
embarazada.
Después de lavar los platos, se
apoyaron en la encimera y se secaron las manos con el mismo trapo, cada uno con
un extremo. A las ocho en punto, la casa se quedó a oscuras. Shukumar encendió
las mechas de las velas, y le impresionaron sus llamas firmes y alargadas.
—Vamos a sentarnos fuera —propuso
Shoba—. Creo que aún no hace frío.
Cogieron una vela cada uno y se
sentaron en los escalones de la entrada. Resultaba un poco extraño estar
sentados fuera cuando en el suelo todavía había algo de nieve. Pero aquella
noche muchos vecinos habían salido, pues la temperatura era lo bastante
agradable para que se resistieran a quedarse encerrados. Las puertas
mosquiteras se abrían y cerraban, y vieron pasar un pequeño desfile de vecinos
provistos de linternas.
—Vamos a curiosear un rato a la
librería —les dijo desde la acera un hombre de pelo cano. Iba con su esposa,
una mujer delgada enfundada en una cazadora que llevaba a su perro atado con
una correa. Eran los Bradford, que en septiembre habían dejado una tarjeta de
pésame en el buzón de Shoba y Shukumar.
—Dicen que allí tienen luz.
—Esperemos que sea así —replicó
Shukumar—, porque si no tendrán que curiosear a oscuras.
La mujer rio y enlazó un brazo con el
de su marido.
—¿Quieren venir?
—No, gracias —contestaron al unísono.
Shukumar se sorprendió de que sus
palabras coincidiesen.
Se preguntaba qué le explicaría Shoba
aquella noche. Por su mente ya habían pasado las peores posibilidades. Que
había tenido una aventura; que no lo respetaba porque tenía treinta y cinco
años y seguía estudiando; que no le había perdonado que hubiera estado en
Baltimore aquel día, igual que su madre. Sin embargo, sabía que nada de todo
aquello era cierto. Shoba le había sido fiel, igual que él a ella. Shoba creía
en él. Y había sido ella quien había insistido en que asistiera a aquel
congreso. ¿Acaso había algo que no supieran el uno del otro? Él sabía que Shoba
apretaba los puños cuando dormía, que su cuerpo daba respingos cuando tenía
pesadillas. Sabía que prefería el melón verde al francés. Y también que, cuando
volvieron del hospital, lo primero que hizo Shoba al entrar en casa fue ponerse
a recoger objetos de los dos y tirarlos al suelo del recibidor: libros de los
estantes, plantas de las repisas, cuadros de las paredes, fotografías de las
mesas, cacharros de cocina colgados de ganchos sobre los fogones. Shukumar se
apartó de su camino y la observó mientras iba metódicamente de una habitación a
otra. Cuando estuvo satisfecha, se quedó allí plantada contemplando el montón que
había formado, con los labios contraídos en una mueca de asco tan profundo que
pensó que iba a escupir. Entonces Shoba rompió a llorar.
Shukumar empezaba a tener frío. Aún
estaban sentados en los escalones. Sentía que necesitaba que ella hablara
primero para luego hablar él.
—Aquella vez que vino tu madre a
visitarnos... —empezó por fin Shoba—. Una noche dije que me quedaría hasta más
tarde en el trabajo, pero salí con Gillian y me tomé un Martini.
Shukumar contempló su perfil: la
nariz delgada, el mentón ligeramente masculino. Se acordaba muy bien de aquella
noche; había cenado con su madre, estaba cansado después de haber dado dos
clases seguidas y le habría gustado que Shoba hubiera estado allí, porque ella
siempre hacía comentarios oportunos, mientras que a él solo se le ocurrían
inconveniencias. Hacía doce años que había muerto su padre, y su madre había
ido a pasar dos semanas con ellos para honrar juntos la memoria del difunto.
Todas las noches, su madre cocinaba algún plato que a su padre le gustaba, pero
estaba demasiado disgustada para comer, y los ojos se le llenaban de lágrimas
mientras Shoba le acariciaba una mano. «Es tan conmovedor», le había dicho
Shoba entonces. Ahora se la imaginaba con Gillian en un bar con sofás de
terciopelo a rayas, aquel al que solían ir después del cine, recordándole al
camarero que le pusiera dos aceitunas en la copa y pidiéndole un cigarrillo a
su amiga. Se la imaginó quejándose de las visitas de su familia política y a
Gillian solidarizándose con ella. Fue Gillian quien la llevó al hospital.
—Te toca —dijo Shoba, interrumpiendo
sus pensamientos.
Shukumar oyó una perforadora al final
de la calle y los gritos de los operarios por encima del estruendo. Dirigió la
mirada hacia las fachadas oscuras de las casas de enfrente. En una de las
ventanas había velas encendidas. Pese a que no hacía frío, por la chimenea
salía humo.
—Copié en el examen de Civilización
Oriental de la universidad —dijo él—. Era el último trimestre, mis exámenes
finales. Mi padre había muerto hacía pocos meses. Veía la hoja de respuestas
del chico que estaba sentado a mi lado. Era estadounidense, un mateo que sabía
urdu y sánscrito. Yo no lograba recordar si la estrofa que teníamos que
identificar era un ejemplo de un ghazal o no. Leí su respuesta y la copié.
Aquello había pasado más de quince
años atrás. Después de contárselo a Shoba, Shukumar se sintió aliviado.
Shoba se volvió hacia él, pero no le
miró la cara, sino los zapatos: unos mocasines viejos que él se ponía para
estar por casa, con la piel del talón completamente aplastada. Shukumar se
preguntó si lo que acababa de contarle le parecería mal. Ella le cogió una mano
y se la apretó.
—No hacía falta que aclararas por qué
lo hiciste —dijo, y se acercó más a él.
Se quedaron allí sentados hasta las
nueve en punto, cuando volvió la luz. Oyeron a unos vecinos de la acera de
enfrente aplaudiendo en su porche y el sonido de los televisores que volvían a
encenderse. Los Bradford pasaron de nuevo por la calle comiéndose unos
cucuruchos de helado y diciéndoles adiós con la mano. Shoba y Shukumar les
devolvieron el saludo. Entonces se levantaron, todavía cogidos de la mano, y
entraron en la casa.
Sin decir nada, de forma tácita,
aquello se convirtió en una rutina. Un intercambio de confesiones, de pequeños
detalles con los que habían herido o defraudado al otro o a sí mismos. Al día
siguiente, Shukumar pasó horas pensando qué le diría a Shoba. Dudaba entre
admitir que una vez había arrancado la fotografía de una modelo de una revista
de moda a la que Shoba estaba suscrita y la había llevado entre las páginas de
sus libros durante una semana, o confesarle que no era verdad que hubiera
perdido el chaleco que ella le había regalado por su tercer aniversario de
boda, sino que había ido a devolverlo a Filene’s y con el dinero se había
emborrachado, solo, en pleno día, en el bar de un hotel. Por su primer
aniversario, Shoba había preparado una cena de diez platos solo para él. El
chaleco lo había deprimido. «Mi mujer me ha regalado un chaleco por nuestro
aniversario», se lamentó ante el camarero, con la cabeza embotada por el coñac.
«¿Qué esperabas? —replicó el camarero—. No haberte casado».
En cuanto a la fotografía de la
modelo, no sabía por qué la había arrancado. No era tan guapa como Shoba.
Llevaba un vestido blanco con lentejuelas, tenía una expresión hosca y las
piernas flacas y masculinas. Levantaba los brazos desnudos, con los puños a la
altura de la cabeza, como si fuera a golpearse las orejas. Era un anuncio de
medias. En aquella época, Shoba estaba embarazada y, de pronto, su vientre se
había vuelto enorme, tanto que Shukumar ya no quería tocarla. La primera vez
que vio aquella fotografía estaba tumbado en la cama a su lado, mirándola
mientras ella leía. Luego vio la revista en el montón de papel para reciclar,
buscó la imagen y arrancó la hoja con todo el cuidado que pudo. Durante una
semana se permitió mirarla una vez al día. Sentía un intenso deseo por aquella
mujer, pero ese deseo se transformaba en asco al cabo de un par de minutos. Era
lo más cerca que había estado de la infidelidad.
La tercera noche le contó a Shoba lo
del chaleco y la cuarta lo de la revista. Ella no dijo nada mientras él
hablaba, no expresó enfado ni reproche. Se limitó a escuchar, y entonces le
cogió la mano y se la apretó como había hecho la otra vez. La tercera noche,
Shoba le contó que, en una ocasión, después de una conferencia a la que habían
asistido juntos, le había dejado hablar con el jefe de su departamento sin
advertirle que tenía un poquito de paté en la barbilla. Aquel día estaba
enfadada con él por alguna razón y le había permitido hablar durante largo rato
de la beca que quería asegurarse para el trimestre siguiente sin llevarse
siquiera un dedo a la barbilla para darle a entender que tenía que limpiársela.
La cuarta noche le confesó que nunca le había gustado el único poema que él
había publicado en su vida, en una revista literaria de Utah. Lo había escrito
poco después de conocer a Shoba. Añadió que le resultaba sensiblero.
Algo sucedía cuando la casa se
quedaba a oscuras. Volvían a ser capaces de hablar. La tercera noche, después
de la cena, se sentaron los dos en el sofá y, cuando se apagaron las luces, él
empezó a besarla, vacilante, en la frente y el rostro, y pese a estar a oscuras
cerró los ojos y supo que ella había hecho lo mismo. La cuarta noche subieron
juntos al dormitorio, con cuidado, tanteando el suelo con el pie para
asegurarse de que habían llegado al rellano, e hicieron el amor con una
desesperación que ya habían olvidado. Ella lloró sin hacer ruido y susurró su
nombre, y le acarició las cejas con un dedo en la oscuridad. Mientras hacían el
amor, él se preguntaba qué le confesaría la siguiente noche y qué le contaría
ella, y pensar en ello lo excitaba. «Abrázame —dijo—, abrázame fuerte». Para
cuando volvieron a encenderse las luces en el piso de abajo, se habían quedado
dormidos.
La mañana de la quinta noche,
Shukumar encontró otro aviso de la compañía eléctrica en el buzón: habían
reparado la línea antes de lo previsto. Se llevó una decepción. Tenía pensado
prepararle a Shoba unas gambas malai,
pero cuando llegó a la tienda ya no le apetecía cocinar. Pensó que no sería lo
mismo, ahora que sabía que no se iría la luz. Las gambas que vio en la tienda
le parecieron grises y escuálidas. La lata de leche de coco estaba cubierta de
polvo y era demasiado cara. Las compró de todas formas, y también una vela de
cera de abeja y dos botellas de vino.
Shoba llegó a casa a las siete y
media.
—Supongo que nuestro juego ha
terminado —dijo él mientras ella leía el aviso.
Shoba lo miró y dijo:
—Si quieres, puedes encender las
velas igualmente.
Aquella noche no había ido al
gimnasio. Debajo de la gabardina llevaba un traje de chaqueta, y hacía poco que
se había retocado el maquillaje.
Cuando ella subió a cambiarse, Shukumar
se sirvió un poco de vino y puso un disco de Thelonious Monk que le gustaba a
Shoba.
Ella bajó y cenaron juntos. No le dio
las gracias ni lo felicitó por la cena. Comieron en la habitación en penumbra,
a la luz de la vela de cera de abeja. Habían superado una época difícil. Se
terminaron las gambas. Se terminaron la primera botella de vino y abrieron la
segunda. Se quedaron sentados a la mesa hasta que la vela casi se hubo
consumido. Shoba se removió en la silla y Shukumar creyó que se disponía a contarle
algo. Pero entonces ella apagó la vela, se levantó, encendió la luz y volvió a
sentarse.
—¿No deberíamos seguir con la luz
apagada? —preguntó Shukumar.
Shoba apartó su plato y entrelazó las
manos encima de la mesa.
—Quiero que me veas la cara mientras te
digo esto —anunció con dulzura.
A Shukumar se le aceleró el corazón.
El día que le dijo que estaba embarazada había empleado aquellas mismas
palabras, y las había pronunciado con la misma dulzura, tras apagar el
televisor en el que él estaba viendo un partido de baloncesto. Aquel día,
Shukumar no estaba preparado. Esa noche, sí.
Pero no quería que Shoba volviera a
estar embarazada. No quería tener que fingir que se alegraba.
—He estado buscando departamento y he
encontrado uno —anunció ella, entornando los ojos y fijando la vista más allá
del hombro izquierdo de Shukumar.
No era culpa de nadie, continuó. Ya
habían sufrido bastante. Ella necesitaba estar sola un tiempo. Tenía dinero
ahorrado para la garantía. El departamento estaba en Beacon Hill, desde donde podría
ir a pie al trabajo. Aquella misma noche, antes de volver a casa, había firmado
el contrato.
Shoba evitaba mirarlo; él, en cambio,
no apartaba la vista de ella. Era obvio que había ensayado aquellas palabras.
Llevaba tiempo buscando un departamento, comprobando la presión del agua,
preguntando a un agente inmobiliario si la calefacción y el agua caliente
estaban incluidas en el alquiler. A Shukumar le asqueó saber que durante las
últimas noches su mujer había estado preparándose para una vida sin él. Se
sintió aliviado y, al mismo tiempo, asqueado. Aquello era lo que había estado
tratando de decirle aquellas cuatro noches. Aquél era el objetivo de su juego.
Ahora le tocaba hablar a él, contarle
algo que había jurado que jamás le confesaría, y durante seis meses había hecho
todo lo posible por apartarlo de su mente. Antes de que le hicieran la
ecografía, Shoba le había pedido al médico que no les revelara el sexo del
bebé, y Shukumar había estado de acuerdo. Shoba quería que fuera una sorpresa.
Después, en las pocas ocasiones en
que hablaron de lo que había ocurrido, ella comentó que al menos se habían
ahorrado saber si el bebé era niño o niña. De algún modo, era como si Shoba se
enorgulleciera de su decisión, pues le permitía refugiarse en un misterio. Shukumar
sabía que ella daba por hecho que para él también era un misterio; que había
llegado demasiado tarde de Baltimore, cuando todo había terminado y ella ya
estaba acostada en la cama del hospital. Pero no había sido así. Shukumar había
llegado a tiempo de ver a su bebé y de cogerlo en brazos antes de que lo
incineraran. Al principio había rechazado la proposición, pero el médico le
explicó que abrazar al bebé podría ayudarlo a superar el duelo. Shoba dormía.
Habían lavado a la criatura y sus párpados abultados estaban fuertemente
apretados y cerrados al mundo.
—Nuestro bebé era un niño —dijo—.
Tenía la piel más roja que marrón y pelo en la cabeza, negro. Pesaba poco más
de dos kilos. Tenía los puños apretados, como tú cuando duermes.
Entonces Shoba sí lo miró, y su
rostro se contrajo de dolor. Shukumar había copiado en un examen final, había
arrancado la fotografía de una modelo de una revista. Había devuelto un chaleco
y se había emborrachado en pleno día. Esas eran las cosas que le había contado.
Pero también había tenido en brazos a su hijo, un hijo que solo había conocido
la vida dentro del vientre de su madre; lo había apretado contra su pecho en
una habitación oscura de una planta desconocida del hospital. Lo había tenido
en brazos hasta que una enfermera llamó a la puerta y se lo llevó, y aquel día
Shukumar se prometió que nunca se lo contaría a Shoba, porque entonces todavía
la amaba y aquello era la única cosa de toda su vida que ella había querido que
fuera una sorpresa.
Shukumar se levantó y puso un plato
sobre el otro. Los llevó al fregadero, pero, en lugar de abrir el grifo, se
quedó mirando por la ventana. Afuera aún no hacía frío y los Bradford paseaban
cogidos del brazo. Mientras miraba a la pareja, la habitación se quedó a
oscuras de pronto y Shukumar se dio rápidamente la vuelta. Shoba había apagado
las luces; luego volvió a la mesa y se sentó. Poco después, Shukumar se sentó
también. Juntos lloraron por las cosas que ahora sabían.
en El
intérprete del dolor, 2016
Nota
Descontexto: El
intérprete del dolor, cuya traducción fue realizada por Gemma Rovira, es
una reedición de Intérprete de emociones
(2000), cuya traducción fue hecha por Antonio Padilla, sobre la obra original,
ganadora el año 2000 del Premio Pulitzer: Interpreter
of Maladies (1999).
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